RADICALES LIBRES
baronrojo22229 de Julio de 2014
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UNIVERSIDAD
PROGRAMA DE QUIMICA
QUIMICA
ACTIVIDAD INDIVIDUAL
COLABORATIVO 2
TUTOR
PRESETADO POR
José Gregorio Moscote Brun
Grupo 24
CEAD
TEMA RADICALES LIBRES
BARRANQUILLA ATLANTICO
2014
RADICALES LIBRES
Al principio la gente llamaba por teléfono para cerciorarse de que Nita no estaba demasiado deprimida, ni demasiado sola, ni comía demasiado poco o bebía demasiado. (Había sido una bebedora de vino tan diligente que muchos olvidaban que tenía completamente prohibido beber.) Ella mantenía las distancias, sin parecer ni dignamente afligida ni anormalmente animada, ni distraída ni confundida. Decía que no necesitaba que le hicieran la compra, que se las arreglaba con lo que tenía a mano. Tenía las medicinas que le habían recetado y suficientes sellos para las cartas de agradecimiento.
Sus mejores amigos probablemente sospechaban la verdad: que no se molestaba en comer mucho y que si llegaba alguna carta de pésame la tiraba a la basura. Ni siquiera había escrito a personas que vivían lejos, para evitar dichas cartas. Ni siquiera a la anterior esposa de Rich, que vivía en Arizona, ni al hermano, que vivía en Nueva Escocia y del que estaba bastante distanciado, a pesar de que ellos quizá entenderían mejor que la gente más cercana por qué había seguido adelante con el no funeral como lo había hecho.
Rich le gritó que se iba al pueblo, a la ferretería. Eran como las diez de la mañana; había empezado a pintar la verja de la terraza. Es decir, estaba raspándola para pintarla y la vieja rasqueta se le rompió en las manos.
A Nita no le dio tiempo a pensar por qué tardaba Rich. Él se in- clinó sobre el cartel que había en la acera, delante de la ferretería, que anunciaba cortacéspedes de oferta. No le dio tiempo ni a entrar en la tienda. Tenía ochenta y un años y buena salud, salvo una leve sordera en el oído derecho. El médico le había hecho un reconocimiento hacía solo una semana. Nita se enteraría de que el reciente reconocimiento, el certificado médico favorable, se repetía en un sorprendente número de los casos de muerte súbita con que se encontró de repente. Casi te da por pensar que habría que evitar tales visitas, dijo.
Solamente debería haber hablado en esos términos con sus mal- habladas amigas Virgie y Carol, sus íntimas, mujeres casi de su misma edad, sesenta y dos años. A los más jóvenes ese lenguaje les parecía indecoroso y ambiguo. Al principio estaban más que dispuestos a formar una piña alrededor de Nita. No llegaron a hablar del proceso de duelo, pero Nita se temía que empezaran en cualquier momento.
En cuanto se metió con los preparativos, todos menos los más fieles y fiables se replegaron, naturalmente. La caja más barata, a enterrarlo de inmediato, sin ceremonia de ninguna clase. En la funeraria dieron a entender que a lo mejor era ilegal, pero Nita y Rich lo tenían muy claro. Se habían informado hacía casi un año, cuando a Nita le dieron el diagnóstico definitivo.
«¿Cómo iba yo a saber que se me iba a adelantar?»
La gente no se esperaba un funeral tradicional, pero sí les apetecía algún rito moderno. La exaltación de la vida. Escuchar su música preferida, todos cogidos de la mano, contar anécdotas elogiosas de Rich mientras pasaban de puntillas y con humor sobre sus rarezas y sus perdonables defectos.
Esas cosas que Rich decía que le daban ganas de devolver.
De modo que el asunto se despachó enseguida y el revuelo y el calor que la había rodeado se disiparon, si bien ella suponía que algunas personas seguirían diciendo que las tenía preocupadas. Virgie y Carol no lo decían. Únicamente decían que era una vieja bruja y una egoísta si pensaba dañarla antes de lo necesario. Se pasarían por su casa y la resucitarían con Grey Goose; eso decían.
Nita decía que no pensaba hacerlo, aunque sí le veía cierta lógica. De momento su cáncer había remitido; a saber qué quería decir eso realmente. No significaba que estuviera «en regresión». O no para siempre. Su hígado es la principal sala de operaciones y mientras ella se limite a comisquear no se queja. Lo único que deprimiría a sus amigas sería recordarles que no puede beber vino. Ni vodka.
Después de todo, de algo le había servido la radioterapia de la primavera pasada. Ahora es pleno verano. Piensa que ya no tiene un color tan bilioso, pero a lo mejor eso solo significa que se ha acostumbrado.
Se levanta temprano, se lava y se viste con lo que tenga a mano. Pero al menos se viste y se lava, se cepilla los dientes y se arregla un poco el pelo, que ha vuelto a salirle bastante bien, canoso alrededor de la cara y oscuro por detrás, como antes. Se pinta los labios y se os- curece las cejas, que se le han quedado muy despobladas, y por la misma consideración de toda la vida hacia una cintura estrecha y unas caderas moderadas, comprueba los progresos que ha hecho en ese sentido, aunque sabe que la palabra adecuada para calificar todo su cuerpo en esos momentos sería «escuálido».
Se sienta en su amplio sillón de costumbre, rodeada de montones de libros y revistas sin abrir. Da unos sorbos cautelosos a la infusión aguada que ahora sustituye al café. En su momento pensó que no po- dría vivir sin café, pero resulta que en realidad lo que quiere entre las manos es el tazón caliente; eso es lo que ayuda a pensar o a hacer lo que haga durante la sucesión de las horas, o de los días.
Esa casa era de Rich. La compró cuando estaba con su esposa Bett. No iba a ser sino un sitio para los fines de semana, cerrado durante el invierno. Dos dormitorios minúsculos, una cocina adosada, a un kilómetro del pueblo. Pero al cabo de poco tiempo ya estaba trabajando en ella: aprendió carpintería, construyó un ala con dos dormitorios y dos cuartos de baño y otra para su despacho, transformó la casa original en un salón-comedor-cocina. A Bett empezó a interesarle; al principio decía que no entendía por qué había comprado semejante cuchitril, pero siempre se implicaba en las mejoras prácticas y compró dos mandiles de carpintero a juego. Necesitaba algo a lo que dedicarse cuando terminó y publicó el libro de cocina que le había llevado varios años. No tenían hijos.
Y mientras Bett le contaba a la gente que había encontrado su lugar en la vida como ayudante de carpintero y que eso los había unido más a Rich y a ella, Rich se enamoraba de Nita. Ella trabajaba en la secretaría de la universidad donde Rich daba clase de literatura medieval. La primera vez que hicieron el amor fue entre las virutas y la madera serrada de lo que llegaría a ser la habitación principal con techo arqueado. Nita se dejó las gafas de sol, no a propósito, aunque Bett, que jamás se dejaba nada en ningún sitio, no se lo creyó. Después vino la consabida y dolorosa trifulca, tras la cual Bett se marchó a California y después a Arizona, Nita dejó su trabajo por sugerencia de la secretaría y Rich perdió la oportunidad de ser decano de letras. Él se prejubiló y vendió la casa de la ciudad. Nita no heredó el mandil de carpintero más pequeño y se dedicó a leer de buena gana sus libros en medio del desorden, a preparar cenas elementales en un hornillo, a dar largos paseos de exploración de los que volvía con desaliñados ramilletes de lirios atigrados y zanahorias silvestres que metía en latas de pintura vacías. Más adelante, cuando Rich y ella ya se habían instalado, se avergonzaba un poco al pensar en lo dispuesta que había estado a desempeñar el papel de la mujer joven, la feliz rompehogares, la ingenua risueña y atolondrada. En realidad era una mujer —no precisamente una chica— seria, físicamente torpe, tímida, capaz de enumerar todas las reinas de Inglaterra, no solo los reyes sino también las reinas, y que se sabía de memoria la guerra de los Treinta Años, pero a quien le daba vergüenza bailar en público y que jamás aprendería a subirse a una escalera de mano, al contrario que Bett.
Su casa tiene una hilera de cedros a un lado y el terraplén de la vía del tren al otro. El tránsito ferroviario nunca ha sido gran cosa, y ahora pueden pasar solo un par de trenes al mes. Entre los raíles la maleza crecía profusamente. Una vez, a las puertas de la menopausia, Nita incitó a Rich a hacer el amor allí arriba, no sobre las traviesas, naturalmente, sino en el estrecho arcén de al lado, y después bajaron exageradamente contentos.
Nita pensaba con detenimiento, cada mañana al sentarse, en los sitios donde Rich no estaba. No estaba en el cuarto de baño pequeño, donde seguían sus cosas para afeitarse y las píldoras para diversos achaques, molestos pero no graves, que Rich se negaba a tirar. Tampoco en el dormitorio del que Nita acababa de salir después de haberlo recogido. Ni en el cuarto de baño grande, al que Rich solamente entraba para bañarse. Ni en la cocina, que se había convertido en el dominio casi exclusivo de Rich durante el último año. Por supuesto, tampoco estaba en la terraza con la verja a medio raspar, dispuesto a atisbar en broma por la ventana, frente a la cual en otros tiempos a veces Nita fingía iniciar un striptease.
Ni en el despacho. Ese era el sitio donde su ausencia tenía que establecerse con más firmeza. Al principio Nita necesitaba abrir aquella puerta y quedarse allí, contemplando los montones de papeles, el ordenador moribundo, las carpetas desbordantes, los libros que
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