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Reguero de tallos en el andén


Enviado por   •  24 de Mayo de 2016  •  Apuntes  •  1.687 Palabras (7 Páginas)  •  162 Visitas

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Reguero de tallos en el andén

Ese día fuimos con mi mamá, mi padrastro y mis dos hermanos a almorzar por ahí en algún lugar cerca de la casa, más por la flojera de cocinar un domingo que por verdadero espíritu de celebración. Aquel domingo, como casi todos los domingos, el día transcurría lento y sin ganas, como por inercia; una suerte de primero de enero, el preludio desafinado de un nuevo lunes, de otro nuevo viejo lunes. Recuerdo haber enviado un correo al profesor días antes pidiendo ‘ver la luz’, una luz en el camino; por fortuna o quizá por desgracia, caminos eran lo que había. El problema era que sentía que hablar de Alzheimer o del amor a secas era hablar pura paja. Ese domingo ni siquiera pensaba en eso, más que para recordarme que era domingo y que no tenía por qué pensar en eso.

Íbamos andando hacia El Tunal, y a la altura de la Iglesia del Carmen mi mamá se detuvo para hacernos una mueca pueril con la cara; mueca que acompañó con un movimiento indeciso de su brazo izquierdo que indicaba que quería comer pollo a la broaster en el asadero que hay ahora en frente de la iglesia. -El lugar queda exactamente a cuatro cuadras de mi casa, por toda la 52b sur, y a llegar a la Iglesia del Carmen media cuadra de desvío a la izquierda, justo en frente de la misma- No reparé en asentir con la cabeza.

-Es el día de la madre -Dije- siquiera vayamos a comer donde diga la doña.

Entramos al sitio, un asadero de pollos promedio; paredes en tonos verde encendido, mesas y sillas amarillas, de un material acrílico –como pasta-, incómodas como ellas solas, pa’ no amañarse después de terminado el pollo y darle espacio al siguiente cliente.

-Buenas tardes, sí señora, pollito asado a…

-Buenas tardes, ¿Broaster tiene?

-Sí señora

-Regáleme dos, por favor. Y una Coca-cola grande.

-En un moentico se lo traigo.

Vimos llegar el tan esperado pollo en dos bandejas de plata; era un festival de aromas, de papas, yucas y presas, de dorados y ocres que junto con el amarillo de la mesa y el tarro salsero de miel, conmoverían al más distinguido paladar y le harían caer en la tentación de pescar una ‘yuquita’. Froté mis manos en gesto de gratitud y emoción mientras veía sentada al frente a mi mamá, y sonreímos las dos. Tomé una alita entre las manos –de mi mamá aprendí el encanto que tienen las alitas, pese a que de las partes del pollo, sean las que menos tienen pollo-, le di dos mordisquitos gentiles. Entonces vi que tanto mi mamá como los que estaban en el lugar dirigieron su mirada hacia la entrada del asadero.

-¿Quién se habrá muerto ahora?

Sin entender muy bien cómo o por qué, las piernas me empezaron a temblar, justo como ahora mientras escribo estas líneas. Es inconsciente, quizá. Sin querer, sin buscarlo, me había tomado por sorpresa. Llegaba a mí en el día más improductivo y muerto de la semana. Ahora que lo pienso suena un tanto ridículo, pero en ese momento sentí la señal divina, sentí un halo de luz, pude sentir en mi rostro una ventisca propia algún capítulo de La Rosa de Guadalupe. Algo me invitaba a salir, pero, por alguna razón me podía más un miedo irracional. Lo primero que hice fue pedirle prestado el celular a mi hermano, y decirle a mi padrastro que si podía salir y grabar.

-¿Grabar qué?- Preguntó

-Sonido ambiente, lo que sea

-Vaya y pase con el celular por ahí a ver qué logra grabar y vuelve rápido- Dijo mamá

Me decía a mí misma que era yo quien debía salir, y que dejara tanta pujadera. Así que sin más solté el pollo, y sin decir palabra alguna busqué la aprobación en los ojos de mamá, salí a ver qué me esperaba allí afuera.

Al salir a la puerta del asadero lo primero que noté era la cantidad inconmensurable de personas que habían ‘atascado’ la cuadra. Lo siguiente fue la ebriedad del ambiente, olía a güaro, a pola. Olía a tristeza, a desconsuelo. Olía a rabia, y a impotencia. –No pudo ser una muerte natural- Pensé.

Las personas que estaban allí –la mayoría- eran hombres, hombres en moto, de entre unos 30-40 años más y menos. Chaquetas de cuero u ovejeras, camisetas tipo polo a rayas, jeans y tenis; gafas oscuras, corte ‘de mesa’, cerveza de lata en mano. Le pedí el celular a Jorge –mi padrastro- para tomar unas fotos, cuando ví una camioneta blanca a reventar de hombres bajo las mismas características que señalé antes, inundados en llanto. Iban todos de pie, apeñuscados dentro del vehículo, en una mano el trago y en la otra el celular; y misteriosamente sus cuerpos hacían  equilibrio para que ninguno cayera de la camioneta. De inmediato recordé, y en cada parpadeo una imagen iba superponiendo a la otra. Era como un deja vú pero a la inversa. La noche anterior, yo había estado sentada afuera del ‘Andino’, y había visto pasar una limosina blanca, donde iban hombres y mujeres en una clase de malabarismos, en una mano el trago y en la otra el smartphone. Paradójico, fascinante, espeluznante. Un nudo en la garganta. Parecía haber sido absorbida por el cuadro que dos minutos atrás había estado observando minuciosamente -con el nivel de detalle que el miedo me permitió-. Estar allí, presa del paisaje, me hizo querer estar con ellos, llorar con ellos, beber con ellos. Ya no sentía miedo. Sentí que quería saber de él, porque seguramente era un ‘él’. Noté que uno de los carros tenía su nombre, como es tradición.

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