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Resumen la banda moteada


Enviado por   •  24 de Abril de 2017  •  Resúmenes  •  4.424 Palabras (18 Páginas)  •  1.506 Visitas

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LA BANDA MOTEADA1 Echando un vistazo a mis notas sobre los más de setenta casos en los que pude estudiar los métodos de mi amigo Sherlock Holmes, he comprobado que muchos son trágicos, algunos cómicos y una gran cantidad simplemente extraños, pero ni uno solo vulgar; pues, como trabajaba más por amor a su arte que para adquirir riqueza, solo aceptaba implicarse en aquellas investigaciones con tendencia a lo insólito e incluso a lo fantástico. Sin embargo, entre todos estos casos tan variados, no recuerdo ninguno que presente características más singulares que el referente a la muy conocida familia de Surrey, los Roylott de Stoke Moran. Los incidentes en cuestión sucedieron en los comienzos de mi relación con Holmes, cuando, estando ambos solteros, compartíamos unas habitaciones en Baker Street. Posiblemente podría haberlos consignado por escrito antes de ahora, pero entonces prometí guardar silencio y hasta el mes pasado no quedé liberado de la promesa por el fallecimiento prematuro de la dama a la que di mi palabra. Quizás sea conveniente que los hechos hayan salido ahora a la luz, pues tengo motivos para afirmar que han corrido ciertos rumores acerca de la muerte del doctor Grimesby Roylott que tienden a convertir el asunto en algo todavía más terrible que la propia verdad. Fue a principios de abril del año ochenta y tres. Al despertar 1 Título original: «The Speckled Band». Publicado en la revista The Strand Magazine en febrero de 1892, con nueve ilustraciones de Sidney Paget. Incluido posteriormente en la colección de relatos The Adventures of Sherlock Holmes (George Newnes, Londres, 1892). 162 cierta mañana encontré junto a mi cama a Sherlock Holmes, completamente vestido. Por regla general solía levantarse tarde y, como vi en el reloj que había encima de la repisa de la chimenea que no eran más que las siete y cuarto, lo miré con los ojos entreabiertos, un poco sorprendido, y quizás también con algo de rencor, pues yo era un hombre de hábitos metódicos. —Siento mucho haberlo despertado, Watson —me dijo—, pero es el destino de todos esta mañana. Mrs. Hudson se despertó y su respuesta fue despertarme a mí, y yo a usted. —Pues ¿qué ocurre? ¿Hay fuego en la casa? —No, es un cliente. Al parecer ha llegado una joven en un considerable estado de agitación, que insiste en verme. Ahora espera en la sala de estar. Pues bien, cuando una joven vaga por la metrópoli a estas horas de la mañana, despertando y sacando de la cama a la gente que duerme, presumo que se trata de algo muy urgente que tiene que comunicar. Si resultase ser un caso interesante, estoy seguro de que a usted le gustaría seguirlo desde el principio. De todos modos creí que debía despertarlo y darle una oportunidad. —Mi querido amigo, no me lo perdería por nada del mundo. No había nada que me gustara tanto como seguir a Holmes en sus investigaciones profesionales y admirar las deducciones, tan rá- pidas que parecían intuiciones a pesar de estar siempre basadas en fundamentos lógicos, con que desenmarañaba los problemas que le proponían. Me vestí rápidamente, y a los pocos minutos estaba dispuesto a acompañar a mi amigo a la sala de estar, en la planta baja. Una joven vestida de negro y cubierta con un tupido velo, que estaba sentada junto a la ventana, se levantó al entrar nosotros. —Buenos días, señora —dijo Holmes, animado—. Me llamo Sherlock Holmes. Este caballero es mi íntimo amigo y socio, el doctor Watson, ante el cual puede usted hablar con igual libertad que ante mí. Ajá, me alegra comprobar que Mrs. Hudson ha tenido el buen tino de encender el fuego. Le ruego que se acerque a la chimenea y pediré que le traigan una taza de café bien caliente, pues observo que está usted temblando. —No es el frío lo que me hace temblar —dijo la mujer en voz baja, cambiando de sitio como le había pedido Holmes. —¿Qué es, entonces? —El miedo, Mr. Holmes. El pánico. Mientras hablaba se levantó el velo y pudimos ver que, en efecto, se hallaba en un lamentable estado de nerviosismo, con el rostro demacrado y ceniciento, y los ojos inquietos y asustados, como los de un 163 animal acosado. Su semblante y su figura correspondían a los de una mujer de treinta años, pero sus cabellos habían encanecido prematuramente y parecía cansada y ojerosa. Sherlock Holmes le echó un vistazo con una de esas miradas suyas tan penetrantes y exhaustivas. —No debe tener usted miedo —dijo con voz tranquilizadora, inclinándose hacia delante y dándole palmaditas en el antebrazo—. Sin duda alguna pronto arreglaremos las cosas. Veo que ha llegado usted esta mañana en tren, ¿no es cierto? —¿Acaso me conoce usted? —No, pero observo que conserva el billete de vuelta en la palma de su guante izquierdo. Ha debido de salir usted muy temprano, y para llegar a la estación tuvo que hacer un largo trayecto en dogcart 2 por carreteras difíciles. La joven se sobresaltó bastante y se quedó mirando fijamente a mi compañero con perplejidad. —No hay misterio alguno en esas observaciones mías, mi querida señora —le dijo Holmes, sonriendo—. La manga izquierda de su chaqueta está salpicada de barro por lo menos en siete lugares distintos y las manchas son muy recientes. No hay ningún vehículo, salvo el dog-cart, que levante barro de esa manera, y eso únicamente cuando va uno sentado a la izquierda del conductor. —Sean cuales fueren sus motivos para decir eso, tiene usted toda la razón —dijo ella—. Salí de casa antes de las seis, llegué a Leatherhead a las seis y veinte, y cogí el primer tren para Waterloo. Señor, no puedo soportar más esta tensión, si continúa me volveré loca. No tengo nadie a quien recurrir..., nadie, salvo una persona que se preocupa por mí, pero la pobrecita no puede serme de mucha ayuda. He oído hablar de usted, Mr. Holmes; he oído hablar de usted a Mrs. Farintosh, a quien usted ayudó en un momento de acuciante necesidad. Fue ella quien me dio su dirección. ¿No cree usted, se- ñor, que podría ayudarme a mí también, y arrojar alguna luz en la densa oscuridad que me rodea? En estos momentos no me es posible recompensarlo por sus servicios, pero dentro de uno o dos meses estaré casada y dispondré de mis propios ingresos, y entonces podrá comprobar al menos que no soy desagradecida. Holmes se dirigió a su escritorio y, tras abrirlo, sacó un pequeño registro de sus casos y lo consultó. 2 Coche ligero y descubierto de dos ruedas tirado por un solo caballo, con dos asientos unidos por el respaldo y, debajo de ellos, espacio para perros, de donde le viene el nombre. 164 —Farintosh —dijo—. ¡Ah, sí!, ya recuerdo el caso; se trataba de una tiara de ópalos. Creo, Watson, que fue antes de conocerlo a usted. Señora, lo único que puedo decirle es que tendré mucho gusto en dedicar a su caso la misma atención que le dediqué al de su amiga. En cuanto a la paga, sepa usted que mi profesión constituye mi única recompensa; pero está usted autorizada a costear los gastos en que yo incurra cuando mejor le convenga. Y ahora le ruego que nos exponga todo cuanto pueda ayudarnos a formar una opinión sobre el asunto. —¡Ay de mí! —respondió nuestra visitante—. Lo verdaderamente horrible de mi situación radica en el hecho de que mis temores son tan vagos, y mis sospechas están exclusivamente basadas en detalles tan nimios, los cuales podrían parecer triviales a otros, que incluso la única persona a quien tengo derecho a pedir ayuda y consejo considera todo lo que le conté como extravíos de una mujer nerviosa. Aunque no me lo diga, lo adivino en sus respuestas tranquilizadoras y en sus miradas huidizas. Pero me han dicho, Mr. Holmes, que usted es capaz de penetrar en la multiforme maldad del corazón humano. Usted podría aconsejarme cómo esquivar los peligros que me rodean. —Señora, la escucho con la mayor atención. —Me llamo Helen Stoner y vivo con mi padrastro, que es el último superviviente de una de las antiguas familias sajonas de Inglaterra, los Roylott de Stoke Moran, en el límite occidental de Surrey. Holmes asintió con la cabeza. —El apellido me es familiar —dijo. —Esa familia fue en tiempos una de las más ricas de Inglaterra y sus dominios se extendían hasta Berkshire por el norte y Hampshire por el oeste. Sin embargo, en el último siglo hubo cuatro herederos sucesivos que llevaron una vida disoluta y despilfarradora, y finalmente, en los tiempos de la Regencia3 , un jugador completó la ruina de la familia. No quedó nada salvo unos cuantos acres de tierra y la casa, construida hace doscientos años, que estaba gravada con una cuantiosa hipoteca. El último squire llevó allí la penosa y horrible existencia de un aristócrata pobre; pero su único hijo, mi padrastro, comprendiendo que debía adaptarse a las nuevas circunstancias, consiguió un adelanto de un pariente, lo que le permitió 3 Periodo que va de 1811 a 1820, durante el cual el futuro Jorge IV (entonces príncipe de Gales) desempeñó el papel de regente durante la prolongada inhabilitación de su padre Jorge III, aquejado de porfiria. 165 costearse la carrera de Medicina, y se fue a Calcuta, donde, gracias a su habilidad profesional y su entereza de carácter, se hizo con una numerosa clientela. Sin embargo, en un arrebato de ira, a causa de unos robos perpetrados en su casa, mató a palos a su mayordomo nativo y faltó muy poco para que lo condenaran a muerte. Aun así, tuvo que cumplir una larga condena de cárcel y más tarde regresó a Inglaterra convertido en un hombre taciturno y desengañado. »Durante su estancia en la India se casó con mi madre, Mrs. Stoner, viuda del general de división Stoner, de la compañía de Artillería de Bengala. Mi hermana Julia y yo somos gemelas y teníamos solo dos años cuando mi madre se volvió a casar. Nuestra madre disponía de una cuantiosa suma de dinero, no inferior a mil libras al año, que legó al doctor Roylott mientras viviésemos con él, a condición de que nos dotase a cada una con una determinada cantidad anual en caso de que nos casáramos. Poco después de nuestro regreso a Inglaterra falleció mi madre..., murió hace ocho años en un accidente de tren cerca de Crewe. El doctor Roylott renunció, pues, a su intención de establecer una consulta en Londres, y nos llevó a vivir con él a su casa solariega de Stoke Moran. El dinero que había dejado mi madre bastaba para cubrir todas nuestras necesidades, y no parecía existir obstáculo alguno a nuestra felicidad. »Pero, más o menos por aquella época, se produjo un tremendo cambio en mi padrastro. En vez de hacer nuevas amistades e intercambiar visitas con nuestros vecinos, que al principio no cabían en sí de contento al ver regresar a un Roylott a Stoke Moran, sede de su vieja familia, se encerró en su casa y salía muy pocas veces, salvo para enzarzarse en violentas riñas con cualquiera que se cruzase en su camino. La disposición a la violencia, rayana en la manía, ha sido hereditaria en los varones de la familia, y en el caso de mi padrastro se había acentuado, creo, debido a su larga estancia en los trópicos. Participó en una serie de vergonzosas reyertas, dos de las cuales terminaron en el tribunal correccional, hasta llegar a convertirse finalmente en el terror del pueblo: la gente huía cuando él se acercaba, ya que es un hombre de una fuerza tremenda y completamente incontrolable cuando lo acomete un arrebato de ira. »La semana pasada tiró al herrero del pueblo al río, por encima del pretil, y solo logré evitar un escándalo público pagándole todo el dinero que pude reunir. No tenía amigos, a excepción de los gitanos nómadas, y dio permiso a estos vagabundos para que acamparan en los pocos acres de tierras cubiertas de zarzas que constituyen la finca familiar, aceptando a cambio la hospitalidad de sus tiendas de 166 campaña, y a veces incluso se iba con ellos durante semanas enteras. Le encantan también los animales de la India que le envía un agente de negocios suyo, y en estos momentos tiene un guepardo y un babuino, que se pasean libremente por sus tierras y a quienes los aldeanos temen casi tanto como a su dueño. »Ya puede usted figurarse por lo que le cuento que la vida de mi pobre hermana Julia y la mía no tenían nada de agradable. Nadie quería servir en nuestra casa y durante mucho tiempo nosotras mismas tuvimos que ocuparnos de las tareas domésticas. Cuando murió mi hermana no tenía más que treinta años, pero sus cabellos ya habían empezado a encanecer, al igual que los míos. —¿Entonces, ha muerto su hermana? —Murió hace exactamente dos años y precisamente es de su muerte de lo que quiero hablarle. Ya comprenderá usted que, llevando el género de vida que le he descrito, era poco probable que llegásemos a tratar a alguna persona de nuestra misma edad y posición social. Sin embargo, teníamos una tía, hermana soltera de mi madre, Miss Honoria Westphail, que vive cerca de Harrow, y cuya casa nos permitían visitar de vez en cuando. Hace dos años Julia fue allí a pasar las Navidades y conoció a un comandante de infantería de Marina retirado con el que llegó a comprometerse. Cuando regresó mi hermana, mi padrastro se enteró del compromiso y no puso objeciones al matrimonio; pero quince días antes del día se- ñalado para la boda ocurrió el terrible suceso que me privó de mi única compañera. Sherlock Holmes había permanecido recostado en su butaca con los ojos cerrados y la cabeza hundida en un almohadón, pero al escuchar esto entreabrió los párpados y lanzó una mirada a su visitante. —Le ruego que sea más precisa en cuanto a los detalles. —Me será fácil, ya que todos los sucesos de aquella espantosa noche han quedado profundamente impresos en mi memoria. Como ya le he dicho, la casa solariega es muy vieja y actualmente solo se encuentra habitada una de sus alas. Los dormitorios de esta ala están en la planta baja, y las salas de estar en el bloque central del edificio. De esos dormitorios, el primero es el del doctor Roylott, el segundo el de mi hermana y el tercero el mío. No se comunican entre sí, pero las puertas de los tres dan al mismo pasillo. ¿Me explico con claridad? —Perfectamente. —Las ventanas de las tres habitaciones dan al césped. Aquella 167 noche fatal el doctor Roylott se había ido a su habitación muy temprano, aunque nosotras sabíamos que no se había retirado a descansar, ya que a mi hermana le molestaba el olor de los fuertes cigarros indios que él solía fumar. Por consiguiente, mi hermana se marchó de su habitación y vino a la mía, donde estuvimos un buen rato charlando acerca de su próxima boda. A las once se levantó para marcharse, pero al llegar a la puerta se detuvo y miró hacia atrás. »—Dime, Helen —me dijo—, ¿nunca has oído en la quietud de la noche como si alguien silbase? »—Jamás —me dijo ella. »—Supongo que no serás tú misma la que silbas mientras duermes, ¿verdad? »—Desde luego que no. Pero ¿por qué lo preguntas? »—Porque durante las últimas noches, a eso de las tres de la mañana, he oído con toda claridad un débil silbido. Como tengo el sueño muy ligero, me desperté enseguida. No sé de dónde venía..., tal vez de la habitación de al lado, o del césped. Se me ocurrió de pronto preguntarte si tú lo habías oído. »—Pues no, no he oído nada. Deben de ser esos malditos gitanos que acampan en la finca. »—Es muy posible. Y sin embargo, si procedía del césped, me extraña que tú no lo oyeras también. »—Es que yo duermo más profundamente que tú. »—Bueno, de todos modos no tiene la menor importancia —me contestó sonriente, cerró la puerta y unos instantes después la oí girar la llave en la cerradura. —¿De verdad? —dijo Holmes—. ¿Tenían la costumbre de cerrar la puerta con llave todas las noches? —Siempre. —¿Y por qué? —Creo haberle mencionado ya que el doctor tenía un guepardo y un babuino. No nos sentíamos seguras a menos que las puertas estuvieran cerradas con llave. —Ya veo. Por favor, prosiga con su exposición de los hechos. —Aquella noche no pude dormir. Tenía la vaga sensación de que se cernía sobre nosotras alguna desgracia. Como recordará, mi hermana y yo somos gemelas, y ya sabe usted lo sutiles que son los vínculos que unen a dos almas tan estrechamente relacionadas. Era una noche tormentosa. El viento aullaba en el exterior y la lluvia golpeaba contra las ventanas. De pronto, en medio del barullo de la tempestad, oí el grito desesperado de una mujer aterrorizada y 168 reconocí la voz de mi hermana. Salté de la cama, me envolví en un chal y salí precipitadamente al pasillo. Al abrir la puerta de mi alcoba me pareció oír un silbido semejante al que mi hermana había descrito, y unos instantes después un sonido estruendoso, como si se hubiese caído al suelo un objeto metálico. Mientras corría por el pasillo se abrió la puerta de la habitación de mi hermana y giró lentamente sobre sus goznes. La miré horrorizada, sin saber qué era lo que estaba a punto de salir de ella. Gracias a la luz de la lámpara del pasillo, vi aparecer en el hueco a mi hermana, con el rostro lí- vido de espanto, las manos tanteando en busca de ayuda y todo su cuerpo tambaleándose como el de un borracho. Corrí hacia ella y le eché los brazos al cuello, pero en aquel mismo instante sus rodillas parecieron ceder y se cayó al suelo. Se retorció como si estuviera sufriendo atrozmente y sus miembros se convulsionaron de manera espantosa. Al principio creí que no me había reconocido pero, al inclinarme sobre ella, de pronto gritó con una voz que no podré olvidar nunca: «¡Oh, Dios mío! ¡Helen! ¡Fue la banda! ¡La banda moteada!». Quiso decir algo más y señaló con el dedo en dirección a la alcoba del doctor, pero una nueva convulsión se apoderó de ella y la privó del habla. Salí corriendo al pasillo, llamé a mi padrastro a voz en grito y tropecé con él cuando salía precipitadamente de su habitación envuelto en su batín. Cuando llegó al lado de mi hermana, ella estaba inconsciente, y aunque vertió coñac en su garganta y mandó a alguien a pedir ayuda al médico de la aldea, todos los esfuerzos resultaron inútiles, pues poco a poco se fue apagando y murió sin haber recobrado el conocimiento. Tal fue el terrible final de mi querida hermana. —Un momento —dijo Holmes—; ¿está usted segura de haber oído ese silbido y ese ruido metálico? ¿Podría jurarlo? —Eso fue lo que me preguntó el juez de instrucción del condado durante la investigación. Estoy convencida de haberlo oído pero, entre el estrépito de la tormenta y los crujidos de una casa antigua como esa, es posible que me haya equivocado. —¿Estaba vestida su hermana? —No, llevaba puesto el camisón. En su mano derecha se le encontró la cabeza chamuscada de una cerilla, y en la izquierda una caja de cerillas. —Eso prueba que había encendido una vela y había mirado a su alrededor cuando dio el grito de alarma. Eso es importante. ¿Y a qué conclusiones llegó el juez de instrucción? —Investigó el caso con mucho cuidado, pues la conducta del 169 doctor Roylott era bien conocida en el condado desde hacía tiempo, pero no pudo descubrir ninguna causa que explicase la muerte de manera satisfactoria. Mi testimonio demostraba que la puerta había sido cerrada por dentro, y que las ventanas estaban bloqueadas con anticuados postigos, que se aseguraban todas las noches con grandes barras de hierro. Se escudriñaron con mucho cuidado las paredes, comprobándose que todas eran totalmente macizas, y también se examinó a fondo el suelo, con idéntico resultado. La chimenea es ancha, pero sus barrotes estaban atrancados con cuatro grandes cerraderos. Por lo tanto, es indudable que mi hermana estaba completamente sola cuando encontró su fin. Además, su cuerpo no presentaba señales de violencia. —¿No pensaron en algún veneno? —Los médicos la reconocieron buscando el veneno, pero sin éxito. —¿De qué cree usted, pues, que murió la desdichada joven? —Estoy convencida de que murió de puro miedo y de un ataque de nervios, aunque no logro imaginar qué fue lo que la asustó. —¿Había gitanos en la finca en aquel momento? —Sí, casi siempre hay alguno. —Bueno, ¿y qué dedujo usted de su alusión a una banda..., una banda moteada? —Unas veces pensé que aquellas palabras fueron solo desatinos del delirio, otras que pudiera referirse a alguna banda o grupo de personas, quizás esos mismos gitanos de la finca. Acaso los pañuelos de lunares que muchos de ellos llevan en la cabeza le sugirieron el extraño adjetivo que utilizó. Holmes negó con la cabeza, como si estuviera muy lejos de conformarse con aquella explicación. —Estamos con el agua al cuello —dijo—. Siga con su narración, se lo ruego. —Han pasado dos años desde entonces y hasta hace muy poco mi vida ha sido más solitaria que nunca. Hará un mes, sin embargo, un querido amigo, al que conozco desde hace muchos años, me hizo el honor de pedir mi mano. Se llama Armitage..., Percy Armitage..., y es el segundo hijo de Mr. Armitage, de Crane Water, cerca de Reading. Mi padrastro no mostró ninguna disconformidad con la boda y nos casaremos en el transcurso de la primavera. Hace dos días se iniciaron algunas reparaciones en el ala oeste del edificio y han perforado la pared de mi alcoba, de modo que tuve que trasladarme a la habitación en la que murió mi hermana y dormir en la misma 170 cama en la que ella durmió. Imagínese, pues, mi escalofrío de terror cuando la pasada noche, estando desvelada pensando en su terrible destino, oí de pronto en el silencio de la noche el suave silbido que anunció su propia muerte. Me levanté de un salto y encendí la lámpara, pero no vi nada en la habitación. Sin embargo, estaba demasiado desconcertada para volver a acostarme, de modo que me vestí y en cuanto amaneció tomé un dog-cart en la Posada de la Corona, que está enfrente, y me fui a Leatherhead, de donde he venido esta mañana, con el único propósito de verlo y pedirle consejo. —Ha hecho usted muy bien —dijo mi amigo—. Pero ¿me lo ha dicho todo? —Sí, todo. —Eso no es cierto, Miss Stoner. Está usted protegiendo a su padrastro. —¿Cómo? ¿Qué quiere usted decir? Por toda respuesta, Holmes echó hacia atrás el puño de encaje negro que orlaba la mano que nuestra visitante apoyaba en la rodilla, dejando al descubierto sobre su blanca muñeca cinco manchitas lívidas, que parecían ser las huellas dejadas por otros tantos dedos. —A usted la han tratado cruelmente —dijo Holmes. La joven enrojeció profundamente y cubrió su muñeca lastimada. —Es un hombre duro y tal vez no se dé cuenta de su propia fuerza. Hubo un largo silencio, durante el cual Holmes, con la barbilla apoyada en las manos, miró fijamente el fuego que chisporroteaba en la chimenea. —Este asunto está muy poco claro —dijo al fin—. Hay mil detalles que desearía conocer antes de decidir qué camino tomar. Sin embargo no podemos perder ni un solo instante. Si fuéramos hoy mismo a Stoke Moran, ¿podríamos visitar esas habitaciones sin que se entere su padrastro? —Da la casualidad que hoy habló de venir a la ciudad para un asunto de la mayor importancia. Es probable que esté fuera todo el día y por tanto nada podrá molestarnos. Ahora tenemos un ama de llaves, pero es vieja y estúpida, y me será muy fácil quitarla de en medio. —Excelente. Watson, ¿tiene algún inconveniente en hacer este viaje? —Ni mucho menos. —Entonces iremos los dos. ¿Qué va a hacer usted, Miss Stoner? 171 —Aprovechando que estoy en Londres me gustaría hacer un par de cosas. Pero regresaré en el tren de las doce para estar allí cuando ustedes lleguen. —Puede usted contar con que estaremos allí a primera hora de la tarde. Yo también tengo que atender un pequeño negocio. ¿No quiere usted esperar y quedarse a desayunar? —No, debo irme. Me siento más aliviada desde que le he confiado mis problemas. Espero verlo de nuevo esta tarde. Se cubrió el rostro con su tupido velo negro y salió sigilosamente de la habitación. —¿Qué piensa usted de todo esto, Watson? —preguntó Sherlock Holmes, reclinándose en su butaca. —Me parece un asunto de lo más misterioso y siniestro. —Bastante misterioso y siniestro. —Pero si la joven tiene razón al decir que las paredes y el suelo son sólidos, y que la puerta, la ventana y la chimenea son infranqueables, entonces es indudable que su hermana estaba sola cuando halló su misteriosa muerte. —¿Qué pasa, entonces, con esos silbidos nocturnos y con las extrañas palabras de la moribunda? —No sé. —Si usted combina los silbidos en la noche, la presencia de una banda de gitanos que tiene relaciones íntimas con el viejo doctor, el hecho de que tenemos motivos fundados para creer que el doctor está interesado en impedir el matrimonio de su hijastra, la alusión de la moribunda a una banda y, por último, el hecho de que Miss Helen Stoner oyó un ruido metálico, que pudiera haber sido causado por una de aquellas barras de metal con que se aseguran los postigos al volver a caer en su sitio, creo que existen buenas razones para pensar que el misterio puede aclararse siguiendo estas pautas. —Pero entonces ¿qué hacían los gitanos? —Me cuesta imaginarlo. —Veo muchos inconvenientes a semejante teoría. —A mí me ocurre lo mismo. Precisamente por ese motivo vamos a ir hoy a Stoke Moran. Quiero comprobar si las objeciones son inevitables o si pueden explicarse. Pero ¿qué demonios sucede? La exclamación de mi compañero le fue arrancada por la repentina apertura de la puerta y la aparición de una gigantesca figura recortada en el marco. Su indumentaria era una peculiar mezcla del profesional y el agricultor: llevaba un sombrero de copa negro, una larga levita y un par de polainas altas, y blandía una fusta de cazador.

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