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Rol Samyle


Enviado por   •  23 de Abril de 2020  •  Reseñas  •  577 Palabras (3 Páginas)  •  71 Visitas

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Los gritos y las corridas de los niños se oían desde la cocina. Una gota de sudor cayó por su rostro, bajando desde la frente hasta el mentón. Hacía demasiada calor aún siendo verano. Vivían en pequeñas cabañas repletas de suciedad, arrinconando sus pocas posesiones y los nuevos utensilios y comida de cada día. No les faltaba para comer. Al menos a la família de Samantha. Pero, sin embargo, la mayoría de las personas que lograron sobrevivir a la guerra, pasaban penurias horribles. Y eso no era lo peor. Lo peor era el virus. Las alucinaciones. Cada día había más gente demente. No había ningún sitio seguro. A muchos los encontraban muertos por las calles. Ya estaba acostumbrada al hedor y al olor de la sangre. Negó un par de veces, intentando dispersar aquellos pensamientos. Muchas veces se quedaba en trance pensando sobre la situación en la que vivían, sobre los enfermos, sobre el futuro, sin darse cuenta que, su rostro acababa lleno de lágrimas. Pensó en su padre.

En ese instante, un alarido se unió al corriente barullo de la calle. Escuchó pasos, que cada vez se hacían más fuertes, y advirtió que se aproximaban a la puerta de su casa. Con un nudo en la garganta, se apartó rápidamente de la entrada, tirando una silla a su paso. Buscó con la mirada a su madre, Diane. Al contrario que ella, permanecía con una calma infernal, como si no sintiera peligro. Durante los últimos días, se había comportado de una manera muy extraña, y ella misma, deseó, cada noche, que no hubiera cogido el virus. Su madre agarró su brazo con brusquedad y la empujó dentro de la habitación. Su semblante había cambiado en segundos. Con ansiedad en la mirada, señaló a su hija, sin poder controlar el temblor de su extremidad.

—Escúchame. Enciérrate en el armario, y por nada del mundo, te atrevas a salir. No hagas ruido. Debes huir sola. Debes salvarte tú. —aún cuando era una mujer de complexión más bien pequeña y delgada, tenía una fuerza y valía en la voz, que jamás había advertido. Grabó aquellas palabras en su mente, con una gran confusión y un pánico que le subía por la espinada, como oleadas que se repetían, que se estrellaban en su conciencia y que le hacían chirriar los dientes, sin control.

Aporrearon la puerta tres veces, con calma. Ahora la atención de Diane estaba dividida. Sam estaba segura que contaba el tiempo que le quedaba antes que derribaran esa puerta por la fuerza. De la habitación contigua, una cabecita rubia apareció por el umbral, con gran desconcierto en los ojos. Susurraba palabras incongruentes, propias de un niño de cinco años en estado de conmoción.

Saltaron un par de remaches de la puerta, que estaba siendo forzada. Con lágrimas en los ojos, Diane cogió en brazos al pequeño, y se adentró en la misma habitación de la que había salido este.

Sollozando sin control, Sam abrió torpemente el armario y se metió dentro. No comprendía la situación. No sabía por qué estaban intentando entrar en su casa. No sabía por qué su madre le había dicho todo aquello. Pero sospechaba que no le había contado todo lo que sabía y que, quizá, y desgraciadamente, todo aquello estaba fuera de su alcance. Con impotencia, se sentó con cuidado de no hacer mucho ruído. Apoyó la cabeza en sus rodillas, con las manos cubriéndose el rostro, intentando apagar sus gimoteos para no ser descubierta.

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