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¿Te acordàs, apà?

Maria LondoñoEnsayo24 de Septiembre de 2016

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¿TE ACORDÀS, APÀ?

Haber vivido la niñez y la juventud en un pueblo, permite tener una visión diferente de la ciudad; cuando  pequeña eran los períodos de vacaciones las únicas oportunidades de venir, ello, significaba salir de un mundo conocido por todos sus rincones, tranquilo y sencillo, a otro deslumbrante, extraño en sus costumbres y casi que amenazante por su diversidad.

Sólo tenía la imagen de lugares escondidos, remotos y conocidos a través de las palabras nostálgicas de mi padre. Descubrí,  en tardes de lluvia, sentada a su lado, un Guayaquil acogedor por sus lugares comunes con los de sus recuerdos; imaginé a Jorge Eliécer Gaitán, en la plaza de Cisneros,  lanzando al viento su proclama de: “Yo no soy un hombre, soy un pueblo”, recorrí prendida de su mano la carrera Junín y conocí a Tartarìn Moreira con su impecable traje blanco vistiendo versos y rebeldía.

Mi curiosidad descubrió como en las puertas del  Hospital San Vicente de Paul, mis padres tejieron la historia del amor que originó mi vida. También me fue posible aprender a querer la Facultad de Medicina, con su portón, en otrora imponente, las fuentes retratadas con la promoción de 1958, con la autoridad de Ignacio Vélez Escobar y el afán de saber de maduros estudiantes, futuros médicos, plenos en conocimiento y con un desbordado deseo de servir, donde fuera necesario, con su humanidad e integridad.

La preparación del viaje real, en las ocasiones en que se daba, siempre me quitó el sueño de la noche anterior, y el cansancio  tras siete u ocho horas del largo recorrido, en una camioneta Ford 60, nunca fue excusa para no tener los ojos abiertos ante las primeras sombras del anochecer y la vista imponente de las luces palpitantes de la ciudad, que poco a poco, dejaban su lejanía y me absorbían  y me llenaban de orgullo por acogerme en su vientre por unos días.

En Buenos Aires conocí a Manolo: El Pastuso, a Diego mi primer amor platónico, y por primera vez también, fui dueña de estas calles y sus recodos, para jugar, con amigos improvisados, al escondrijo.

Rápidamente pasaban los días, visitábamos a las abuelas y los tíos, cantábamos en las salas de sus casas: “Los Cisnes” o “Mi viejo”, recibíamos cariño, comidas, ropa y olores diferentes, y un día, quedó la huella de Charles Chaplin, con su bigotico, frac y zapatos grandes, grabados en el alma: Fui por primera vez a cine.

Es difícil con la carrera loca de mi sangre, rememorar todas mis vivencias, hablar del equipaje de regreso, del camino poblado en sus orillas de vallas publicitarias, el cambio del  olor del aire en la lejanía, la alegría y la tristeza confundidas.

Desde hace casi once años, al igual que muchos habitantes de la ciudad, un remolino cruel e indiferente en su selección,  me convirtieron en una más de los desarraigados, de los arrancados de las fauces de la muerte, para renacer, continuar o sobrevivir, aquí, donde a veces, la vida es más posible.

En este tiempo han cambiado muchas cosas, el asombro luminoso que vivieron mis ojos infantiles se ha convertido en certeza, el abrazo entrañable se ha convertido en abrigo y las calles recorridas con pasos traviesos son ahora las líneas de un plano en el que desde el aire imaginamos las vidas que cubren esos techos disímiles en los que se pierde la mirada cuando vamos en el metro.

Ahora, con paso vacilante, mis hijos pequeños, con el asombro en su mirada y tomados de mi mano, descubren la nueva ciudad; hemos visitado algunos parques y museos, hemos descubierto las nacientes bibliotecas, el cine se ha convertido en una fiesta y ellos van creciendo como jóvenes citadinos que recorren autopistas de oportunidades, donde su inteligencia pulsa con la tecnología y la informática; ya son otros los tiempos, los juegos y los amigos compartidos; son otros los lugares representativos: El Edificio Inteligente, La Plaza de La Luz, El Parque de Los Deseos, Parques bibliotecas sitiando la ciudad.

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