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Tengo Miedo Torero


Enviado por   •  13 de Septiembre de 2012  •  4.644 Palabras (19 Páginas)  •  503 Visitas

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Análisis filológico de Tengo miedo torero

En la obra “Tengo Miedo Torero” existe una voz ventrílocua que a través de todo el relato se disfraza, se confiesa, se escinde, para construir un sujeto que constantemente desterritorializa la lengua con el fin de imponer su diferencia, su tercer mundo. En este tránsito de la lengua estándar a una lengua marucha, el autor busca provocar, abofetear el rostro de la moral burguesa y de sus estereotipos, para dar cabida a los hijos mestizos, a los huachos y a aquellos cuya cara o voz no coincide con su cuerpo.

Introducirse en la novela Tengo miedo torero (Lemebel 2002) evoca por anticipado el gesto sexual de la penetración, consentida por cierto por este pacto tácito entre el autor y el lector. Es así como el texto que sustituye al cuerpo real y posibilita una lectura que lo penetra desde distintas perspectivas: por un lado, la fruición del lenguaje, gustado y degustado por la lengua que al tocar el paladar repite la fricción, el contacto de los fluidos corporales; por otra, el placer voyeurista, el ojo voraz que mira aquello dicho, susurrado, murmurado por la voz otra, voz ventrílocua, contradictoria y contrahecha que oculta, se sobrepone y borra la Voz oficial.

Esta doble perspectiva repite de algún modo la construcción del texto, ya que paralelamente el relato hace surgir el cuerpo rajado, cuarteado y torturado de un país que emula el cuerpo de la Loca del Frente, violado, prostituido y autoexiliado.

Así, el fluir de la novela articula la experiencia personal o individual con la social o comunitaria; el homosexual paria y el izquierdista-marxista se anudan en la vivencia común de la marginalidad y de la represión.

La novela de Lemebel se publica después de diez años de recuperada la democracia en Chile, instalando la fábula en un momento crucial para el devenir político del país. Las primeras protestas organizadas por la oposición en contra de la dictadura, el clima asfixiante de las bombas lacrimógenas en el centro de Santiago, el atentado en contra de Pinochet y otros hechos constituyen el trasfondo histórico sobre el cual se afirma la identidad tránsfuga del revolucionario y la sexualidad mórbida del sexo herético. El año de publicación de Tengo miedo torero también es significativo; el comienzo del siglo XXI enmarca una visión de mundo fragmentaria, fracturada e inestable que astilla la monotonía blanquinegra del Logos falocéntrico. En este escenario, la novela es algo más que la memoria obstinada de un segmento temporal o la mirada exorcista que congela el pasado reciente. Es más bien una vuelta al revés de los relatos maestros del siglo XX, resquebrajados ya por la irrupción de un sujeto femenino, por la proliferación de discursos periféricos, por una escritura atravesada por una multiplicidad de voces y por nuevos modos de ficción que ya no tienen lugar en el discurso de un sujeto único.

Tengo miedo torero se inscribe en el espacio de la ilusión y de las apariencias creadas por el lenguaje; en último término, en el espacio de la seducción que arrastra al lector para completar los acontecimientos no dichos, realizar la sintaxis de segmentos narrativos discontinuos, fingir las voces que resuenan en su cabeza y desempeñar una multiplicidad de papeles, o mejor dicho, registrar y modular todas las voces para producir un texto que remeda a ese otro y le hace eco, posibilitando el movimiento pendular de la comunicación "donde la oscuridad debe aparecer, donde la luz debe provenir de la oscuridad, revelación donde nada aparece, pero donde la disimulación se hace apariencia" (Blanchot 2000: 188).

En este sentido, la novela es un juego de espejos, de cambios delirantes, donde todo es otra cosa, desde los versos de un cuplé: "¡Tengo miedo torero/ tengo miedo que en la tarde/ tu risa flote!" hasta el título del libro. La metamorfosis que se produce en la letra de la canción origina un desarrollo novelesco que conjuga distintas voces: la del narrador, la de la Loca del Frente, la del dictador, la del homosexual, la del rebelde, etc., de modo que los miedos, las obsesiones, los sueños y las esperanzas de estos y otros personajes aparecen en el texto mudo que la Loca del Frente borda en sus manteles, del mismo modo que el texto de Lemebel representa la voz ventrílocua de ese (des)tejido, (des)hilado, (des)bordado1. El texto bordado-mudo deviene en la metáfora de la escritura y esta, a su vez, en una suerte de voz artificial, donde se pueden escuchar (leer) otras voces en que se manifiesta la lengua marucha, que no es sino la creación de un lenguaje propio, dueño de una intensidad que trae a la superficie una marginalidad de naturaleza sexual y donde el sujeto de la enunciación, situado en el margen de la sociedad, se ve imposibilitado de escribir como los maestros de su lengua, por lo que debe explorar otros medios lingüísticos, expresar otra sensibilidad y otra línea de acción que permite nombrar, sentir y vivir el amor entre personas del mismo sexo. Esta lengua homoerótica, homosexual "desterritorializa" el amor heterosexual e implica no sólo un programa vital sino también un proyecto político, "Tomo prestada una voz, hago ventriloquía con esos personajes. Pero también soy yo: soy pobre, homosexual, tengo un devenir mujer y lo dejo transitar en mi escritura. Le doy el espacio que le niega la sociedad, sobre todo a los personajes más estigmatizados de la homosexualidad, como los travestis (Lemebel).

La voz ventrílocua permite oír una lengua marginal, estereotipada y vulgar, que hace del castellano una lengua menor en el castellano, pero también una lengua poética que deforma el lenguaje, comprimiéndolo, dilatándolo hasta dar a las palabras un sentido otro. Las palabras al salir del ventrílocuo se convierten en una masa de lenguaje, incomprensible en su avalancha verbal y donde, muchas veces, se dibuja una realidad informe que vale más por el acento, por la inflexión, que por el significado2.

Como si la repetición del nombre bordara sus letras en el aire arrullado por el eco de su cercanía. Como si el pedal de esa lengua marucha se obstinara en nombrarlo, llamándolo, lamiéndolo, saboreando esas sílabas, mascando ese nombre, llenándose toda con ese Carlos tan profundo, tan amplio ese nombre para quedarse toda suspiro, arropada entre la C y la A de ese C-arlos que iluminaba con su presencia toda la c-asa. (Lemebel 2002: 11).

Intensificación, emoción, ternura, lo aéreo del sonido deviene en alimento, cobijo, pero la inflexión C-arlos lo convierte en algo más sensual, más corpóreo, más concreto, en una presencia que es la c-asa misma, una sustancia otra que ocupa un lugar en el espacio.

La

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