Trabajo Colaborativo 2 Etica
frank482225 de Mayo de 2014
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CONCLUSIONES
AMALIA BRAVO: las interpretaciones que realizamos de los hechos, es lo que determina si un hecho es bueno o malo, y así mismo la interpretaciones son hechas basados en nuestras creencias o cultura.
ANA LILIANA MEDINA: La realidad es única, y la ética y la moral, son los pilares del derecho y el derecho son las normas que rigen el comportamiento social, estas normas son las que definen si las interpretaciones son correctas o no, y no la interpretación que le dé el ser humano, la cual es diversa y enriquecedora pero no necesariamente correcta, por lo tanto a la frase” No existen hechos morales, tan sólo interpretaciones morales de los hechos “no lo veo así, pues la realidad, la moral y la ética , es la que define la interpretación correcta del comportamiento humano y no viceversa.
LUZ DARY CAVIEDES: Cada persona percibe y entiende lo que pasa de maneras diferentes, los
F. Nietzsche
Sobre verdad y mentira en sentido extramoral
Nietzsche: Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Tecnos, Madrid.
1 En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en
innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales
inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de
la “Historia Universal”: pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras breves
respiraciones de la naturaleza, el astro se heló y los animales inteligentes
hubieron de perecer. Alguien podría inventar una fábula semejante pero, con
todo, no habría ilustrado suficientemente cuán lastimoso, cuán sombrío y
caduco, cuán estéril y arbitrario es el estado en el que se presenta el intelecto
humano dentro de la naturaleza. Hubo eternidades en las que no existía;
cuando de nuevo se acabe todo para él no habrá sucedido nada, puesto que
para ese intelecto no hay ninguna misión ulterior que conduzca más allá de la
vida humana. No es sino humano, y solamente su poseedor y creador lo toma
tan patéticamente como si en él girasen los goznes del mundo. Pero, si
pudiéramos comunicarnos con la mosca, llegaríamos a saber que también ella
navega por el aire poseída de ese mismo pathos, y se siente el centro volante de
este mundo. Nada hay en la naturaleza, por despreciable e insignificante que
sea, que, al más pequeño soplo de aquel poder del conocimiento, no se infle
inmediatamente como un odre; y del mismo modo que cualquier mozo de
cuerda quiere tener su admirador, el más soberbio de los hombres, el filósofo,
está completamente convencido de que, desde todas partes, los ojos del
universo tienen telescópicamente puesta su mirada en sus obras y
pensamientos.
Es digno de nota que sea el intelecto quien así obre, él que, sin embargo,
sólo ha sido añadido precisamente como un recurso de los seres más infelices,
delicados y efímeros, para conservarlos un minuto en la existencia, de la cual,
por el contrario, sin ese aditamento tendrían toda clase de motivos para huir tan
rápidamente como el hijo de Lessing. Ese orgullo, ligado al conocimiento y a la
sensación, niebla cegadora colocada sobre los ojos y los sentidos de los
hombres, los hace engañarse sobre el valor de la existencia, puesto que aquél
proporciona la más aduladora valoración sobre el conocimiento mismo. Su
efecto más general es el engaño —pero también los efectos más particulares
llevan consigo algo del mismo carácter—.
El intelecto, como medio de conservación del individuo, desarrolla sus
fuerzas principales fingiendo, puesto que éste es el medio, merced al cual
sobreviven los individuos débiles y poco robustos, como aquellos a quienes les
ha sido negado servirse, en la lucha por la existencia, de cuernos, o de la afilada
dentadura del animal de rapiña. En los hombres alcanza su punto culminante
este arte de fingir; aquí el engaño, la adulación, la mentira y el fraude, la
murmuración, la farsa, el vivir del brillo ajeno, el enmascaramiento, el
convencionalismo encubridor, la escenificación ante los demás y ante uno
mismo, en una palabra, el revoloteo incesante alrededor de la llama de la
vanidad es hasta tal punto regla y ley, que apenas hay nada tan inconcebible
como el hecho de que haya podido surgir entre los hombres una inclinación
sincera y pura hacia la verdad. Se encuentran profundamente sumergidos en
ilusiones y ensueños; su mirada se limita a deslizarse sobre la superficie de las
cosas y percibe “formas”, su sensación no conduce en ningún caso a la verdad,
sino que se contenta con recibir estímulos, como si jugase a tantear el dorso de
las cosas. Además, durante toda una vida, el hombre se deja engañar por la
noche en el sueño, sin que su sentido moral haya tratado nunca de impedirlo,
mientras que parece que ha habido hombres que, a fuerza de voluntad, han
conseguido eliminar los ronquidos. En realidad, ¿qué sabe el hombre de sí
mismo? ¿Sería capaz de percibirse a sí mismo, aunque sólo fuese por una vez,
como si estuviese tendido en una vitrina iluminada? ¿Acaso no le oculta la
naturaleza la mayor parte de las cosas, incluso su propio cuerpo, de modo que,
al margen de las circunvoluciones de sus intestinos, del rápido flujo de su
circulación sanguínea, de las complejas vibraciones de sus fibras, quede
desterrado y enredado en una conciencia soberbia e ilusa? Ella ha tirado la
llave, y ¡ay de la funesta curiosidad que pudiese mirar fuera a través de una
hendidura del cuarto de la conciencia y vislumbrase entonces que el hombre
descansa sobre la crueldad, la codicia, la insaciabilidad, el asesinato, en la
indiferencia de su ignorancia y, por así decirlo, pendiente en sus sueños del
lomo de un tigre! ¿De dónde procede en el mundo entero, en esta constelación,
el impulso hacia la verdad?
En un estado natural de las cosas, el individuo, en la medida en que se
quiere mantener frente a los demás individuos, utiliza el intelecto y la mayor
parte de las veces solamente para fingir, pero, puesto que el hombre, tanto por
la necesidad como por hastío, desea existir en sociedad y gregariamente, precisa
de un tratado de paz y, de acuerdo con este, procura que, al menos,
desaparezca de su mundo el más grande bellum omnium contra omnes. Este
tratado de paz conlleva algo que promete ser el primer paso para la
consecución de ese misterioso impulso hacia la verdad. En este mismo
momento se fija lo que a partir de entonces ha de ser “verdad”, es decir, se ha
inventado una designación de las cosas uniformemente válida y obligatoria, y el
poder legislativo del lenguaje proporciona también las primeras leyes de
verdad, pues aquí se origina por primera vez el contraste entre verdad y
mentira. El mentiroso utiliza las designaciones válidas, las palabras, para hacer
aparecer lo irreal como real; dice, por ejemplo, “soy rico” cuando la designación
correcta para su estado sería justamente “pobre”. Abusa de las convenciones
consolidadas haciendo cambios discrecionales, cuando no invirtiendo los
nombres. Si hace esto de manera interesada y que además ocasione perjuicios,
la sociedad no confiará ya más en él y, por este motivo, lo expulsará de su seno.
Por eso los hombres no huyen tanto de ser engañados como de ser perjudicados
mediante el engaño; en este estadio tampoco detestan en rigor el embuste, sino
las consecuencias perniciosas, hostiles, de ciertas clases de embustes. El hombre
nada más que desea la verdad en un sentido análogamente limitado: ansía las
consecuencias agradables de la verdad, aquellas que mantienen la vida; es
indiferente al conocimiento puro y sin consecuencias e incluso hostil frente a las
verdades susceptibles de efectos perjudiciales o destructivos. Y, además, ¿qué
sucede con esas convenciones del lenguaje? ¿Son quizá productos del
conocimiento, del sentido de la verdad? ¿Concuerdan las designaciones y las
cosas? ¿Es el lenguaje la expresión adecuada de todas las realidades?
Solamente mediante el olvido puede el hombre alguna vez llegar a
imaginarse que está en posesión de una “verdad” en el grado que se acaba de
señalar. Si no se contenta con la verdad en forma de tautología, es decir, con
conchas vacías, entonces trocará continuamente ilusiones por verdades. ¿Qué es
una palabra? La reproducción en sonidos de un impulso nervioso. Pero inferir
además a partir del impulso nervioso la existencia de una causa fuera de
nosotros, es ya el resultado de un uso falso e injustificado del principio de
razón. ¡Cómo podríamos decir legítimamente, si la verdad fuese lo único
decisivo en la génesis del lenguaje, si el punto de vista de la certeza lo fuese
también respecto a las designaciones, cómo, no obstante, podríamos decir
legítimamente: la piedra es dura, como si además captásemos lo “duro” de otra
manera y no solamente como una excitación completamente subjetiva!
Dividimos las cosas en géneros, caracterizamos el árbol como masculino y la
planta como femenino:
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