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Té (cuento De Saki)


Enviado por   •  13 de Mayo de 2012  •  1.585 Palabras (7 Páginas)  •  530 Visitas

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(Héctor Munro: Saki)

James Cushat-Prinkly era un joven que siempre había abrigado la firme convicción de que un día de estos iba a casarse; y hasta los treinta y cuatro años de edad no había hecho nada para justificarla. Quería y admiraba a un gran número de mujeres, en conjunto y desapasionadamente, sin dedicar a una en particular ninguna consideración matrimonial, lo mismo que uno puede admirar los Alpes sin por ello querer ser dueño de un pico en concreto. Su falta de iniciativa a este respecto despertaba cierto grado de impaciencia entre las mujeres románticas del círculo hogareño. Su madre, sus hermanas, una tía que vivía con ellos y dos o tres comadres íntimas contemplaban su moroso acercamiento al estado conyugal con una desaprobación que harto distaba de ser muda. Sus coqueteos más inocentes eran vigilados con la intensa avidez con que un grupo de foxterriers escrutaría los más leves movimientos de un ser humano que diera razonables indicios de poder sacarlos a pasear. Ningún mortal de corazón decente resiste durante mucho tiempo las súplicas de varios pares de ojos perrunos anhelantes de un paseo; James Cushat-Prinkly no era tan terco o indiferente a las influencias caseras como para hacer caso omiso del deseo expreso de su familia de que se enamorara de alguna chica agradable y casadera; y cuando su tío Jules abandonó esta vida y le legó una no muy modesta herencia, de veras pareció que lo correcto sería acometer la empresa de descubrir a alguien con quien compartirla. Llevaba adelante este proceso de descubrimiento más por la fuerza del peso y las sugerencias de la opinión pública que por iniciativa propia. La clara mayoría de sus parientas y las ya mencionadas comadres habían escogido a Joan Sebastable como la joven más idónea de su grupo social para que él le propusiera matrimonio; y James se fue acostumbrando a la idea de que Joan y él pasarían juntos por las etapas obligatorias de las felicitaciones, los regalos, los hoteles noruegos o mediterráneos y la ulterior vida doméstica. Empero, había necesidad de preguntarle a la dama su opinión al respecto. Hasta la fecha la familia había manejado y dirigido el galanteo con habilidad y discreción, pero la propuesta en sí tendría que ser un esfuerzo individual.

Cushat-Prinkly cruzaba por Hyde Park con dirección a la residencia de los Sebastable en un estado de ánimo de moderada complacencia. Ya que había que hacerlo, le alegraba saber que iba a salir de ello esa misma tarde. Proponer matrimonio, incluso a una muchacha tan agradable como Joan, era un asunto más bien molesto; pero no se podía pasar una luna de miel en Menorca y después toda una vida de felicidad conyugal sin cumplir con este requisito. Se preguntaba cómo sería en realidad Menorca en cuanto sitio de visita; se la imaginaba como una isla en perpetuo medio luto, con gallinas de Menorca blancas y negras correteando por todas partes. Quizás no tendría nada de eso vista de cerca. Personas que habían estado en Rusia le habían contado que no recordaban haber visto allí patos de Moscú, así que a lo mejor no había gallinas de Menorca en esa isla.

Sus reflexiones mediterráneas fueron interrumpidas por la campana de un reloj al dar la media hora. Las cuatro y media. Frunció el entrecejo en señal de disgusto. Llegaría a la mansión de los Sebastable a la hora precisa del té. Joan estaría sentada frente a una mesa baja y tendida con una variedad de teteras de plata, jarritas de crema y delicadas tacitas de porcelana, detrás de las cuales surgiría el agradable campanilleo de su voz en una serie de preguntas intrascendentes sobre el té fuerte o claro; cuánta, si acaso, azúcar, leche o crema; y así sucesivamente. "¿Es un terrón? Lo he olvidado. Le gusta con leche, ¿verdad? ¿Desearía más agua caliente, si le quedó muy fuerte?"

Cushat-Prinkly había leído de estas cosas en cantidades de novelas; y en cientos de experiencias reales había comprobado que se ajustaban a la verdad. Millares de mujeres, a esta hora solemne de la tarde, recibían en medio de exquisitos cubiertos de plata y porcelana, mientras sus agradables voces tintineaban en un chorro de preguntas intrascendentes y solícitas. Cushat-Prinkly detestaba todo aquel engranaje del té de la tarde. Según su teoría de la vida, toda mujer debía tenderse en un diván o en un sofá, hablar con seducción incomparable o contemplar pensamientos indecibles, o podía limitarse a estar callada como un objeto para ser contemplado; y, descorriendo una cortina de seda, un pajecito egipcio debía traer en silencio una bandeja cargada de tazas y golosinas, que serían aceptadas sin palabras, así como así, sin tanta cháchara acerca de la crema, el azúcar y el agua caliente. Si de veras el alma de uno estaba encadenada a los pies de la amada, ¿cómo era posible

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