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Un Dia En La Vida

chanas3 de Mayo de 2014

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Un día en la vida inicia con el enamoramiento por la vida “después de mucho tiempo acostados en el mismo lugar nos enamoramos de todos los espacios, de una mancha de caca de buey, de una figurita en el techo de paja”, de las constelaciones del espacio vivido, padecido, amado. Del sudor de los seres arraigados en las entrañas. Lupe es una campesina viviendo Un día en la vida, un nudo de entradas diversas desde el pasado y otras vidas y vivencias para alumbrar el presente y el lento paso del tiempo revuelto con el vértigo de las convulsiones espirituales acaecidas en el pecho y la cabeza de los vencidos al recuperar conciencia.

Conciencia. La palabra se repite mucho en la novela de Argueta. Se repite pero no cansa ni machaca como arenga indescifrable, como voz de superioridad moral sino como condición de quienes aman la vida y reconocen que ésta puede y debe vivirse mejor. Conciencia, más allá de lo panfletario es una vía comunicativa entre el pasado, el presente y este hoy inconsciente. Conciencia, una voz ronca, ruda, tierna, vital que sale desde lejos para surgir desde dentro. “La voz de la conciencia es de uno y no es de uno” dice Lupe y con ello finiquita alegatos filosóficos e ideológicos. La conciencia es la dureza de Un día en la vida capaz de tragarse con tortillas y sal (esas tortillas de El Salvador, gruesas, esponjosas, blancas). Conciencia es terror y odio, es apertura a la dignidad, esa dignidad que sólo se obtiene por uno mismo, que no es dádiva ni promesa, sino calidad de existencia. Y también es el peligro: “Nos han puesto un odio especial porque hemos abierto los ojos”, se dice en una de esos minutos de Un día en la vida en que Manlio Argueta deja entrar otra complejidad tejida con el día de Lupe.

La conciencia también es amor. Ese amor apelmazado que no deja dar vuelta a la página porque los dedos se han quedado pegados y los ojos ahogados por cierta añoranza a lo perdido o por una nostalgia sobre algo nunca acontecido no pueden dejar de sentir y crear la imagen de las palabras reproduciendo dos cuerpos oliéndose, reconociéndose, agigantados uno y otro por la presencia compartida: “Apechugadita como estaba, arrimadita a él. El calor de José. Estar con él sin hablar, pegado a él, el sudor de su camisa, pasar por mi cara, como se hace con los niños tiernos, su camisa sudorosa, la humedad que se pega en la ropa tras un día de trabajo intenso”.

Hay una vocación social (o lo que eso signifique) en la literatura de Manlio Argueta. Hay una postura política y una toma de partido por los débiles y explotados. Hay sensibilidad y cariño por la clase trabajadora y campesina de su país, con esa fortaleza de los setenta. Pero no hay invasión dogmatica en las letras. Éstas se independizan de los manuales para dejarse ser y explotar en una historia profunda y bella. Como en toda historia de este tipo, también existen los monstruos, pero son tratados con tino, con la misma deferencia que los héroes. Sus fauces, si bien no aparecen decoloradas, sí son presentadas en su multidimensionalidad. Podría suponerse una lucha entre la autoridad y los civiles, pero el concepto “autoridad”, transferido a los mismo hijos, irrumpe en la historia con matices, una escala de grises que no permite al negro colonizar a los antagonistas, a pesar de ser el rojo su color natural. Pero todos tienen sangre, todos sangran y todos están bajo el mismo cielo y “ni siquiera azul es el cielo en estos lados, pura nube oscura de polvazón”, una grisaciedad o el estómago del mundo saciado de gris. “El mundo occidental está en peligro y nosotros sabemos que el peor peligro que tiene el mundo occidental es eso que le llaman pueblo”, dice una voz autoritaria, que no autorizada, para definir al enemigo y entonces sembrar los campos con cadáveres, al fin que el mundo occidental no necesita campesinos cuando los vegetales vienen enlatados

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