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Vinculo Entre Antropologia Y Literatura

mariaxixi27 de Mayo de 2014

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El vínculo entre antropología y literatura surge, curiosamente, mucho antes de que se formalizaran las ciencias sociales a finales del siglo XIX. Se podría incluso decir que la antropología, como reflexión sobre la unidad y la diversidad humana, nace desde muy temprano en la historia moderna en el seno de una tradición literaria en particular: la de los relatos de viaje. Las descripciones y reflexiones de los viajeros en la llamada "era de los descubrimientos", que fueron centrales para la constitución del orden mundial moderno, al tiempo que transformaron la literatura (donde fundan nuevos temas e incluso nuevos géneros, como el de la utopía), dan forma a una serie de problemas alrededor de los cuales se va a estructurar, mas tarde, la antropología. En esta forma narrativa -que viene de una larga tradición en Occidente que se remonta hasta los tiempos de Herodoto- confluyen las travesías de peregrinos, mercaderes, aventureros, misioneros y conquistadores. Sus crónicas recogen, además de las noticias del viaje, la experiencia de la alteridad en la que se expresan las relaciones de poder sobre las que se forja la relación colonial. Los relatos de viaje no sólo constituyen el corpus que dio base a las primeras reflexiones de la antropología como disciplina y a los tropos con los que constituye su retórica: prefiguran también los dilemas que presenta el trabajo de campo como método y como estrategia espacial, centrales para el desarrollo de la etnografía como práctica constitutiva de la disciplina.

Los comienzos de la relación formal entre ambas tradiciones estuvieron marcados por las convulsiones del nacimiento del siglo XX. Durante el cambio de siglo había surgido un nuevo interés por el "primitivismo" en los medios culturales, literarios y artísticos europeos: Victor Segalen, por ejemplo, se propone al regreso de su viaje por Oceanía el proyecto de escribir su Ensayo sobre el exotismo, en 1904. Picasso sitúa el momento de su "iluminación" en el museo etnográfico del Trocadero, en 1907. Ambos expresan la forma que asume ahora el interés por lo otro: como eje y como posibilidad de ruptura de la experiencia y de las formas de hacer modernas (por lo menos en el arte, la literatura, la cultura).

Este interés va a ser expresado en la relación de una serie de movimientos de vanguardia que nacen de la mano con la etnología, la que a su vez adopta como referente muchos de los dilemas de las vanguardias. La relación entre las vanguardias y la etnología marca de manera indeleble los vínculos entre la antropología y la literatura: su proximidad histórica se expresa no sólo en sus objetos de indagación (las culturas y las artes de las sociedades no modernas), sino en cuanto a las prácticas (en particular, las prácticas narrativas) y las formas de aproximarlos. Mientras que en el mundo anglosajón este interés no va más allá de la inclusión de ciertas piezas de la literatura oral en las colecciones folclóricas de la antropología cultural de las primeras décadas del siglo XX -piénsese, entre los trabajos canónicos, en El arte primitivo (1927) de Franz Boas-, y sólo tardíamente se advirtió lo que hermanaba a ambas disciplinas, esta relación toma formas muy particulares en Francia y en América Latina.

Desde la antropología reflexiva francesa, varios autores han señalado y debatido las peligrosas relaciones entre surrealismo y etnografía (Jamin, 1986; Clifford, 1988; Richardson, 1993). El vínculo que unió a los etnólogos del Musée de l'Homme y del Institut d'Ethnologie y a los miembros del movimiento surrealista fue la certeza de que es en el encuentro con lo otro, que desnaturaliza y relativiza lo propio, donde se puede dislocar y desestabilizar el orden vigente. Vale la pena señalar aquí el rechazo compartido que tuvieron al viaje exótico y al carácter de los "objetos primitivos". Por su parte, la etnología -que busca en este momento consolidarse como disciplina a partir del trabajo de campo- se opone no sólo a la "antropología de sillón" sino al viaje del tour: a su mirada a vuelo de pájaro y su gusto superficial por el color local. Los surrealistas expresan también su rechazo al viaje romántico, que Aragon en el Manifiesto Surrealista denuncia como una de las "pequeñas nostalgias burguesas'. Este rechazo común lleva a que del encuentro entre surrealistas y antropólogos surjan prácticas narrativas textuales y visuales de carácter experimental, orientadas a transgredir los formatos y los límites tradicionales, con el fin de dislocar el lenguaje cotidiano. Ello se expresó particularmente en la revista Documents, dirigida por Georges Bataille como un espacio de pensamiento experimental que, de acuerdo con Clifford (1988), representa el principio del relativismo cultural y expresa tanto el impulso etnográfico del surrealismo como el principio surrealista de la etnografía. En esta revista se plasma también una confluencia alrededor de los objetos de la cultura material: del "arte primitivo", proponiendo enfoques etnográficos en los que se traslapan los debates de la etnología con los dilemas del arte y la literatura del momento.

Por su parte, los movimientos de vanguardia latinoamericanos agruparon durante las primeras décadas del siglo XX una serie de propuestas políticas y culturales multifacéticas que surgieron a lo largo y ancho del continente, dirigidas a la construcción de formas de hacer nacionales, latinoamericanas y americanistas. Las vanguardias latinoamericanas se definieron a sí mismas como precursoras y nunca dudaron en presentarse como catalizadoras e incluso como germen de los movimientos modernistas europeos (Unruh, 1994). Se consolidaron, más que como un conjunto de trabajos y de autores (tanto en las artes como en la literatura, el teatro y, en general, en la cultura), como una actividad política que surgió a lo largo y ancho del continente dedicada a explorar, recrear y reorientar el sentido y la naturaleza de la cultura latinoamericana. Estos movimientos congregaron no sólo artistas, poetas y escritores, sino a los primeros antropólogos que por esos años estaban en el proceso de institucionalizar la disciplina en el continente, quienes participaron activamente en movimientos como la Antropofagia brasilera; Amauta, en Perú; los Muralistas y los Estridentistas, en México, o el Grupo Minorista cubano, entre muchos otros[1].

Estos grupos tuvieron en común el objetivo de redefinir la naturaleza y la función social del Arte, la Historia y la Cultura en el continente, así como experimentar nuevas formas de representación artística y literaria. Su quehacer se centró, sobre todo, en proponer una crítica a la modernidad latinoamericana: a sus expresiones sociales, económicas, políticas, culturales (Unruh, 1994). Buscaron trazar un proyecto original de modernidad a partir ya no de una espiritualidad indígena idealizada, sino del reconocimiento de su dislocación y su desmembramiento. La visión indigenista de Antonio García Nossa en Colombia, de José Carlos Mariátegui en Perú, o la creación de una figura como Macunaíma por Mário de Andrade en Brasil, logran repolitizar y desafiar la negación y la destrucción implícitas en la caracterización de lo americano y lo amerindio como "Otro", buscando forjar una mirada y una visión americana -latinoamericana- amerindia sobre el logos occidental.

Es precisamente de este quehacer de las vanguardias que surgen, no solamente nuevos objetos (de arte, de indagación, de reflexión) que van a ser decisivos para la antropología latinoamericana, sino nuevas formas narrativas. Los movimientos de vanguardia ponen en escena una serie de objetos de investigación etnográfica -fundamentalmente latinoamericanos- que van a ser centro de atención en las nacientes antropologías nacionales: el mestizaje, el indigenismo, la identidad latinoamericana, las identidades nacionales, el etnocidio, la historia colonial. Pero quizá lo que va a ser central es el hecho de que su aproximación a la cultura y la historia americanas surge como un modo novedoso de indagación y reflexión, donde se borran las líneas interdisciplinarias entre los lenguajes (tanto verbales como pictóricos), la historia, la etnología y la sociología. Al mismo tiempo, se diluye la línea que separa las preocupaciones estéticas de las políticas, y en las que se buscan nuevas formas narrativas. Estas aproximaciones se expresan en trabajos cruciales de la antropología latinoamericana durante la primera mitad del siglo XX, como Casa Grande y Senzala (1933) de Gilberto Freyre, el Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940) de Fernando Ortiz o, más tarde, Maíra (1976) de Darcy Ribeiro. Trabajos que no sólo experimentan con nuevas formas narrativas, sino que ponen además en cuestión ideas fundacionales de la antropología metropolitana como el evolucionismo o el difusionismo, mediante conceptos críticos como el de "transculturación" de Ortiz o el de "transfiguración étnica" de Ribeiro.

La sospecha de que los antropólogos, así como los literatos, construían mundos figurados con palabras tuvo el tamaño de un cisma en las llamadas "antropologías del norte", sólo en 1967, cuando la viuda de Bronislaw Malinowski autorizó la publicación de los viejos papeles de campo de su marido bajo el título de A Diary in the Strict Sense of the Term (Un diario en el sentido estricto del término). En esos documentos, el antropólogo polaco había consignado crudas reflexiones sobre sus depresiones maniacas, su invencible lujuria y, sobre todo, el profundo desprecio que por momentos le inspiraban los nativos de Kiriwina; revelaciones, ésas y otras muchas, que produjeron en Clifford Geertz una crítica implacable con visos de despecho:

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