DEREHOS HUMANOS
alejandro_1152371 de Octubre de 2014
13.459 Palabras (54 Páginas)252 Visitas
•
Recuerdo de Solferino
por Henry Dunant
Prólogo, por Alexandre Hay
Recuerdo de Solferino, por Henry Dunant
Propuestas de Henry Dunant: la semilla y los frutos, por Hans Haug
Convenio de Ginebra del 22 de agosto de 1864 para el mejoramiento de la suerte de los militares heridos en los ejércitos en campaña
Traducción: Sergio Moratiel Villa
J.-Henry Dunant (1828-1910)
Prólogo
La Cruz Roja presta, desde hace más de un siglo que existe, protección y asistencia a los seres humanos desamparados.
En tiempos normales, al hombre, que generalmente vive en una sociedad organizada, lo protegen las leyes; para subsistir, encuentra recursos en su entorno. Pero, en caso de conflicto armado, en caso de catástrofe natural, la sociedad se desorganiza, se pisotean las leyes, se perturba el medio ambiente natural, corren peligro la seguridad, la salud, incluso la vida. Entonces, la Cruz Roja hace lo posible para proteger y asistir a quienes son víctimas de tales calamidades.
Con unos muy modestos comienzos -un pequeño grupo de cinco personas que logra la aprobación de un corto Convenio de diez artículos para proteger a los heridos de guerra y para proporcionarles la necesaria asistencia material- la Cruz Roja ha llegado a ser, en unos 120 años, un Movimiento universal que, junto con el Comité Internacional, está integrado por 130 Sociedades nacionales, agrupadas en una Federación mundial: cerca de 250 millones de miembros. El derecho internacional humanitario (los cuatro Convenios de Ginebra de 1949 y sus Protocolos adicionales de 1977) se ha desarrollado considerablemente y hoy tiene más de seiscientos artículos, para garantizar la protección de los seres humanos en circunstancias diversas; la asistencia material, es decir, los socorros que la Cruz Roja distribuye, supone gastos por varios millones de dólares cada año, asistencia de la que se benefician innumerables personas, y que alivia sus sufrimientos, tanto en tiempo de guerra como en tiempo de paz.
La Cruz Roja sigue su dinámica interior, el ideal de humanidad expresado en la acción concreta, que ha conquistado al mundo evidenciando, así, que no está vinculada a una época, a una raza, a una religión o a una cultura. El sufrimiento es universal, y la Cruz Roja se esfuerza por proteger y asistir, en todas las partes, a todos los que sufren.
El punto de partida de todo esto es la pequeña obra que el lector tiene ahora mismo en sus manos. Escrita por Henry Dunant entre 1859 y 1862, tras una traumatizante experiencia personal en el campo de batalla de Solferino, ha inspirado a los fundadores y a las sucesivas generaciones de miembros de la Cruz Roja universal. ¡Ojalá suscite, aún en nuestros días y en un mundo presa de la violencia, movimientos de humanitarismo y de generosidad que demuestren, como hicieron en 1859 los habitantes de Solferino, que «todos somos hermanos»!
Alexandre Hay
Presidente del CICR
RECUERDO DE SOLFERINO
La cruenta victoria de Magenta había franqueado la ciudad de Milán al ejército francés, y el entusiasmo de los italianos llegaba a su más alto paroxismo; Pavía, Lodi, Cremona habían visto aparecer a libertadores y los recibían con delirio; los austríacos habían abandonado las líneas del Adda, del Oglio, del Chiese porque deseaban tomarse, por fin, una sonada revancha de sus anteriores derrotas, y habían concentrado, a orillas del Mincio, cuantiosas fuerzas, al frente de las cuales iba resueltamente el joven y valeroso emperador de Austria.
El 17 de junio, el rey Víctor Manuel llegaba a Brescia, donde recibía las más efusivas ovaciones de una población oprimida desde hacía diez largos años, y que veía, en el hijo de Carlos Alberto, tanto a un salvador como a un héroe.
Al día siguiente, el emperador Napoleón entraba triunfalmente en la misma ciudad, en medio de la exaltación de todo un pueblo feliz de poder demostrar su gratitud al soberano que llegaba para ayudarlo a reconquistar su libertad y su independencia.
En 21 de junio, salían de Brescia el emperador de los franceses y el rey de Cerdeña, tras los respectivos ejércitos, que habían salido la víspera; el 22, ya estaban ocupados Lonato, Castenedolo y Montechiaro; el 23 por la tarde, el emperador dio, como comandante en jefe, órdenes precisas para que el ejército del rey Víctor Manuel, acampado en Desenzano y que formaba el ala izquierda del ejército aliado, llegase, el 24 por la mañana, a Pozzolengo; el mariscal Baraguey d'Hilliers debía encaminarse hacia Solferino, el mariscal duque de Magenta hacia Cavriana, el general Niel había de ir a Guidizzolo, el mariscal Canrobert a Medole; la guardia imperial tenía que trasladarse a Castiglione. Los efectivos de estas fuerzas reunidas eran ciento cincuenta mil hombres y unas cuatrocientas piezas de artillería.
El emperador de Austria tenía a su disposición, en Lombardía, nueve cuerpos de ejército, es decir un total de doscientos cincuenta mil hombres, pues a su ejército de invasión se habían incorporado las guarniciones de Verona y de Mantua. Siguiendo los consejos del general de artillería barón Hess, las tropas imperiales habían efectuado, desde Milán y Brescia, una continua retirada cuya finalidad era la concentración, entre el Adigio y el Mincio, de todas las fuerzas que Austria tenía entonces en Italia; pero el efectivo que iba a entrar en línea de batalla no estaba integrado sino por siete cuerpos de ejército, o sea ciento setenta mil hombres, apoyados por unas quinientas piezas de artillería.
El cuartel general imperial se había trasladado de Verona a Villafranca, después a Valeggio, y las tropas recibieron órdenes de volver a cruzar el Mincio en Peschiera, en Salionze, en Valeggio, en Ferri, en Goito y en Mantua. El grueso del ejército estableció sus cuarteles de Pozzolengo en Guidizzolo, para atacar, bajo el mando de varios de los más aguerridos tenientes mariscales de campo, al ejército franco-sardo entre el Mincio y el Chiese.
Las fuerzas austríacas formaban, a las órdenes del emperador, dos ejércitos. Mandaba el primero el general de artillería conde Wimpffen, que tenía bajo sus órdenes los cuerpos mandados por los tenientes mariscales de campo príncipe Edmond de Schwarzenberg, conde Schaffgotsche y barón de Veigl, así como la división de caballería del conde Zedtwitz: era el ala izquierda, que había tomado posiciones en los alrededores de Volta, Guidizzolo, Medole y Castel-Goffredo. Al frente del segundo ejército iba el general de caballería conde Schlick, que tenía bajo sus órdenes a los tenientes mariscales de campo conde Clam-Gallas, conde Stadion, barón de Zobel y caballero de Benedek, así como la división de caballería del conde Mensdorff: era el ala derecha, que ocupaba Cavriana, Solferino, Pozzolengo y San Martino.
Así pues, todas las alturas entre Pozzolengo, Solferino, Cavriana y Guidizzolo estaban ocupadas, la mañana del 24, por los austríacos, que habían emplazado su formidable artillería en una serie de collados que formaban el centro de una muy extensa línea ofensiva y que posibilitaba el repliegue tanto de su ala derecha como de su ala izquierda, protegidas por dichas alturas fortificadas, que ellos consideraban inexpugnables.
Aunque los dos ejércitos enemigos avanzaban el uno contra el otro, no esperaban abordarse ni chocar tan pronto. Los austríacos tenían la esperanza de que sólo una parte del ejército aliado hubiese atravesado el Chiese; no podían conocer las intenciones del emperador Napoleón, y estaban inexactamente informados.
Tampoco los aliados creían que se encontrarían tan de repente con el ejército del emperador de Austria, porque los reconocimientos, las observaciones, los informes de los ojeadores y las ascensiones en globo que se efectuaron el día 23 no presentaban indicio alguno de contraofensiva o de ataque.
Por consiguiente, aunque por una y otra parte se esperase una inminente y gran batalla, el encuentro de austríacos y de franco-sardos, el 24 de junio, viernes, fue realmente sorpresivo, pues se engañaban acerca de la estrategia del respectivo adversario.
Todos han oído hablar, o han podido leer algo sobre la batalla de Solferino. Seguramente, no se ha borrado para nadie este tan palpitante recuerdo; tanto más cuanto que las consecuencias de aquella jornada se hacen sentir todavía en varios de los Estados de Europa.
Como simple turista, totalmente ajeno a esta gran lucha, tuve, por una coincidencia de circunstancias particulares, el raro privilegio de poder presenciar escenas emocionantes, que he decidido reevocar. En estas páginas, no consigno más que mis personales impresiones: por ello, no se busquen especiales pormenores ni datos de índole estratégica.
Aquel memorable 24 de junio, se enfrentaron más de trescientos mil hombres; la línea de batalla tenía cinco leguas de extensión, y los combates duraron más de quince horas.
El ejército austríaco hubo de soportar, ya al alba del 24, tras la difícil y fatigosa marcha de toda la noche del 23, el violento choque del ejército aliado, y padecer, después, el excesivo calor de una temperatura sofocante, así como el hambre y la sed, pues la gran mayoría de aquellas tropas no había tomado alimento alguno durante las veinticuatro horas del viernes. Por lo que atañe al ejército francés, ya en movimiento antes de despuntar el día, no había tomado más que el café de la mañana. Por lo tanto, al finalizar esta terrible batalla, era total el agotamiento de los combatientes, ¡sobre
...