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Las Batallas En El Desirto

luisitorey123421 de Febrero de 2014

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EL MUNDO ANTIGUO

Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquél?; Ya había supermercados

pero no televisión, radio tan sólo: Las aventuras de Carlos Lacroix, Tarzán, El Llanero

Solitario, La Legión de los Madrugadores, Los Niños Catedráticos, Leyendas de las

calles de México, Panseco, El Doctor I.Q., La Doctora Corazón desde su Clínica de

Almas. Paco Malgesto narraba las corridas de toros, Carlos Albert era el cronista de

futbol, el Mago Septién trasmitía el beisbol. Circulaban los primeros coches producidos

después de la guerra: Packard, Cadillac, Buick, Chrysler, Mercury, Hudson, Pontiac,

Dodge, Plymouth, De Soto. Íbamos a ver películas de Errol Flynn y Tyrone Power, a

matinés con una de episodios completa: La invasión de Mongo era mi predilecta.

Estaban de moda Sin ti, La rondalla, La burrita, La múcura, Amorcito Corazón. Volvía a sonar en todas partes un antiguo bolero puertorriqueño: Por alto esté el cielo en el

mundo, por hondo que sea el mar profundo, no habrá una barrera en el mundo que mi

amor profundo no rompa por ti.

Fue el año de la poliomielitis: escuelas llenas de niños con aparatos

ortopédicos; de la fiebre aftosa: en todo el país fusilaban por decenas de miles reses

enfermas; de las inundaciones: el centro de la ciudad se convertía otra vez en laguna,

la gente iba por las calles en lancha. Dicen que con la próxima tormenta estallará el

Canal del Desagüe y anegará la capital. Qué importa, contestaba mi hermano, si bajo

el régimen de Miguel Alemán ya vivimos hundidos en la mierda.

La cara del Señorpresidente en dondequiera: dibujos inmensos, retratos

idealizados, fotos ubicuas, alegorías del progreso con Miguel Alemán como Dios Padre,

caricaturas laudatorias, monumentos. Adulación pública, insaciable maledicencia

privada. Escribíamos mil veces en el cuaderno de castigos: Debo ser obediente, debo

ser obediente, debo ser obediente con mis padres y con mis maestros. Nos enseñaban

historia patria, lengua nacional, geografía del DF: los ríos (aún quedaban ríos), las

montañas (se veían las montañas). Era el mundo antiguo. Los mayores se quejaban de

la inflación, los cambios, el tránsito, la inmoralidad, el ruido, la delincuencia, el exceso

de gente, la mendicidad, los extranjeros, la corrupción, el enriquecimiento sin límite de

unos cuantos y la miseria de casi todos.

Decían los periódicos: El mundo atraviesa por un momento angustioso. El

espectro de la guerra final se proyecta en el horizonte. El símbolo sombrío de nuestro

tiempo es el hongo atómico. Sin embargo había esperanza. Nuestros libros de texto

afirmaban: Visto en el mapa México tiene forma de cornucopia o cuerno de la

abundancia. Para el impensable año dos mil se auguraba -sin especificar cómo íbamos

a lograrlo- un porvenir de plenitud y bienestar universales. Ciudades limpias, sin

injusticia, sin pobres, sin violencia, sin congestiones, sin basura. Para cada familia una

casa ultramoderna y aerodinámica (palabras de la época). A nadie le faltaría nada. Las

máquinas harían todo el trabajo. Calles repletas de árboles y fuentes, cruzadas por

vehículos sin humo ni estruendo ni posibilidad de colisiones. El paraíso en la tierra. La

utopía al fin conquistada.

Mientras tanto nos modernizábamos, incorporábamos a nuestra habla términos

que primero habían sonado como pochismos en las películas de Tin Tan y luego

insensiblemente se mexicanizaban: tenquíu, oquéi, uasamara, sherap, sorry, uan

móment pliis. Empezábamos a comer hamburguesas, pays, donas, jotdogs, malteadas,

áiscrim, margarina, mantequilla de cacahuate. La cocacola sepultaba las aguas frescas de jamaica, chía, limón. Los pobres seguían tomando tepache. Nuestros padres se

habituaban al jaibol que en principio les supo a medicina. En mi casa está prohibido el

tequila, le escuché decir a mi tío Julián. Yo nada más sirvo whisky a mis invitados: hay

que blanquear el gusto de los mexicanos.

II

LOS DESASTRES DE LA GUERRA

En los recreos comíamos tortas de nata que no se volverán a ver jamás.

Jugábamos en dos bandos: árabes y judíos. Acababa de establecerse Israel y había

guerra contra la Liga Árabe. Los niños que de verdad eran árabes y judíos sólo se

hablaban para insultarse y pelear. Bernardo Mondragón, nuestro profesor, les decía:

Ustedes nacieron aquí. Son tan mexicanos como sus compañeros. No hereden el odio.

Después de cuanto acaba de pasar (las infinitas matanzas, los campos de exterminio,

la bomba atómica, los millones y millones de muertos), el mundo de mañana, el

mundo en el que ustedes serán hombres, debe ser un sitio de paz, un lugar sin

crímenes y sin infamias. En las filas de atrás sonaba una risita. Mondragón nos

observaba tristísimo, se preguntaba qué iba a ser de nosotros con los años, cuántos

males y cuántas catástrofes aún estarían por delante.

Hasta entonces el imperio otomano perduraba como la luz de una estrella

muerta: Para mí, niño de la colonia Roma, árabes y judíos eran "turcos". Los "turcos"

no me resultaban extraños como Jim, que nació en San Francisco y hablaba sin acento

los dos idiomas; o Toru, crecido en un campo de concentración para japoneses; o

Peralta y Rosales. Ellos no pagaban colegiatura, estaban becados, vivían en las

vecindades ruinosas de la colonia de los Doctores. La calzada de La Piedad, todavía no

llamada avenida Cuauhtémoc, y el parque Urueta formaban la línea divisoria entre

Roma y Doctores. Romita era un pueblo aparte. Allí acecha el Hombre del Costal, el

gran Robachicos. Si vas a Romita, niño, te secuestran, te sacan los ojos, te cortan las

manos y la lengua, te ponen a pedir caridad y el Hombre del Costal se queda con todo. De día es un mendigo; de noche un millonario elegantísimo gracias a la explotación de

sus víctimas. El miedo de estar cerca de Romita. El miedo de pasar en tranvía por el

puente de avenida Coyoacán: sólo rieles y durmientes; abajo el río sucio de La Piedad

que a veces con las lluvias se desborda.

Antes de la guerra en el Medioriente el principal deporte de nuestra clase

consistía en molestar a Toru. Chino chino japonés: come caca y no me des. Aja, Toru,

embiste: voy a clavarte un par de

banderillas. Nunca me sumé a las burlas. Pensaba en lo que sentiría yo, único

mexicano en una escuela de Tokio; y lo que sufriría Toru con aquellas películas en que

los japoneses eran representados como simios gesticulantes y morían por millares.

Toru, el mejor del grupo, sobresaliente en todas las materias. Siempre estudiando con

su libro en la mano. Sabía jiu-jit-su. Una vez se cansó y por poco hace pedazos a

Domínguez. Lo obligó a pedirle perdón de rodillas. Nadie volvió a meterse con Toru.

Hoy dirige una industria japonesa con cuatro mil esclavos mexicanos.

Soy de la Irgún. Te mato: Soy de la Legión Árabe. Comenzaban las batallas en

el desierto. Le decíamos así porque era un patio de tierra colorada, polvo de tezontle o

ladrillo, sin árboles ni plantas, sólo una caja de cemento al fondo. Ocultaba un pasadizo

hecho en tiempos de la persecución religiosa para llegar a la casa de la esquina y huir

por la otra calle. Considerábamos el subterráneo un vestigio de épocas prehistóricas.

Sin embargo, en aquel momento la guerra cristera se hallaba menos lejana de lo que

nuestra infancia está de ahora. La guerra en que la familia de mi madre participó con

algo más que simpatía. Veinte años después continuaba venerando a los mártires

como el padre Pro y Anacleto González Flores. En cambio nadie recordaba a los miles

de campesinos muertos, los agraristas, los profesores rurales, los soldados de leva.

Yo no entendía nada: la guerra, cualquier guerra, me resultaba algo con lo que

se hacen películas. En ella tarde o temprano ganan los buenos (¿quiénes son los

buenos?). Por fortuna en México no había guerra desde que el general Cárdenas venció

la sublevación de Saturnino Cedillo. Mis padres no podían creerlo porque su niñez,

adolescencia y juventud pasaron sobre un fondo continuo de batallas y fusilamientos.

Pero aquel año, al parecer, las cosas andaban muy bien: a cada rato suspendían las

clases para llevarnos a la inauguración de carreteras, avenidas, presas, parques

deportivos, hospitales, ministerios, edificios inmensos.

Por regla general eran nada más un montón de piedras. El presidente

inauguraba enormes monumentos inconclusos a sí mismo. Horas y horas bajo el sol sin

movernos ni tomar agua -Rosales trae limones; son muy buenos para la sed; pásate uno- esperando la llegada de Miguel Alemán. Joven, sonriente, simpático, brillante,

saludando a bordo de un camión de redilas con su comitiva.

Aplausos, confeti, serpentinas, flores, muchachas, soldados (todavía con sus

cascos franceses), pistoleros (aún nadie los llamaba

...

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