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Movimientos Politicos

ZuleGomezmc1 de Octubre de 2012

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Civiles y militares: el carrusel de la discordia

Simón Alberto Consalvi

“Todos los militares de talento

envainan la espada para abrir los libros...”.

Simón Rodríguez, 1830

La vuelta al siglo XIX

Uno de los signos más conspicuos de este tiempo venezolano (inicios del siglo XXI), es el retorno de los militares a la política. Expresado el asunto de esa manera, podría suponerse que fueron los propios militares quienes tomaron la iniciativa de politizarse y de interferir en la vida civil, y nos condenaría a la noria de las interpretaciones confusas que han predominado en la historia, alterando un diálogo franco entre civiles y militares. Ese diálogo, a mi juicio, es una de las grandes prioridades venezolanas. Los desafíos de la sociedad democrática no pueden ser asumidos si antes no se despejan las incomprensiones y las reticencias, porque para resolverlos se requiere una relación amónica entre el poder civil y la sociedad, en general, y los militares que forman parte de ella.

En el origen de las discordias se inscribe la relación de los militares en el siglo XIX, cuando se alzaron nada más y nada menos que contra José Antonio Páez, el más conspicuo de los militares, porque los civiles que rodearon al gran Centauro, pretendiendo modernizar el país, eliminaron el fuero militar y trataron de rescatar la nación del dominio de las espadas. La República de Páez, oligárquica o deliberativa (como la llamó Augusto Mijares), llevó a cabo con Santos Michelena como secretario de Hacienda, una reforma que pretendió rescatar a la sociedad de las espesas redes del Estado y, rescatar a su vez al Estado convertido en rehén de los antiguos guerreros.

Como dice José Gil Fortoul, la República de Páez, sobrevivió hasta 1848. José Tadeo Monagas inauguró el gran desorden, violó la Constitución y convirtió los Congresos en apéndices del Ejecutivo, mientras establecía la dinastía más larga y variada de la historia venezolana, con unos Monagas que iban y venían, hermanos o hijos que se sucedían en el poder.

No sin razón, el hombre fuerte del Oriente gobernó bajo la consigna de que "la Constitución sirve para todo", y como le sucedió el general en la última ocasión, a veces, sirve también para caer. Los antecedentes del militarismo en Venezuela no requieren de autopsia porque son demasiado conocidos. Los generales gobernaron de 1830 hasta 1945, con los interludios civiles del siglo XIX (Rojas Paúl, Andueza Palacio, Andrade) que representaron siempre y de modo fatal, al hombre fuerte que los postuló.

A ese militarismo sin control se debe la característica fundamental de aquel tiempo como siglo de guerras civiles, porque, ¿qué otra cosa podían hacer los guerreros, sino la guerra? "En total, (dice William Sullivan), Venezuela disfrutó de sólo 27 años de relativa paz durante el siglo XIX". El biógrafo de Cipriano Castro aporta otras cifras: "...entre 1892 y 1900 se registraron seis rebeliones mayores y 437 encuentros militares". Guerrear era un oficio.

Si esas eran las cifras de las guerras, nos preguntaríamos, ¿en la política, qué ocurría? Hay otros números no menos elocuentes de la politización de los militares. En las últimas elecciones del siglo XIX, en 1897, ¿quiénes y cuántos se disputaron la Presidencia de la República? Da risa pensarlo: 19 generales y 7 civiles se lanzaron a competir por la jefatura del Estado, pero sólo uno de los generales tenía el apoyo del caudillo todopoderoso del fin del siglo, el general Joaquín Crespo. El episodio retrata lo que ha significado la tentación política para los militares en la historia de Venezuela. O de quienes por una razón o por otra, se metamorfoseaban de militares sin serlo, en verdad, contribuyendo a la confusión.

Con la excepción de algunos pocos momentos, los militares siempre estuvieron presentes en la toma de las grandes decisiones. Cuando López Contreras en 1940 quiso escoger a un civil para la Presidencia, los militares lo amenazaron con derrocarlo si no optaba por un candidato "militar y tachirense". Presionar a López no era conchas de ajo. El general cedió, quería al abogado Diógenes Escalante, pero se transó por su ministro de la Defensa, el general Isaías Medina Angarita.

Este otro fin de siglo contempla el resurgimiento del militarismo, con la diferencia de que los generales de ahora (o los coroneles o los comandantes) no son como los de antes. El régimen democrático se esmeró en que el país tuviera militares profesionales, aptos e ilustrados, capaces de ejercer a cabalidad los deberes de su misión. No consumieron su tiempo en la monotonía de los cuarteles; los largos años de paz y de estabilidad democrática les ofrecieron ocasión para ir a las universidades, dentro y fuera de Venezuela. Ningún régimen se esmeró más que el régimen de los civiles en la capacitación de los militares. Nunca antes habían existido unas Fuerzas Armadas (de tierra, mar y aire) mejor dotadas, intelectual y materialmente, que las de estos tiempos que vienen de 1959. Crecieron, sí, en exceso, porque no fuimos ajenos a los delirios bélicos de la Guerra Fría.

Si algunos pensaron que con esos privilegios se les persuadía de concentrarse en su misión constitucional, de sentirse dignificados en el cumplimiento de su papel, quizás se equivocaron. Ningún problema social se resuelve para siempre. La ambición política de los militares se perfiló otra vez desde el famoso juramento del Samán de Güere, en 1983, cuando un grupo de oficiales medios decidió conspirar para tomar el poder. Volvimos así al siglo XIX. Otra vez, los militares querían todo el poder para los militares. A los conspiradores no les funcionaron los caminos militares de los golpes de Estado, sin embargo.

Optaron por las vías constitucionales del poder civil, las recorrieron con éxito y con la complicidad de los que abdican. Dominaron la escena, postularon puntos de vista con mayor audacia, avanzaron en el reclamo de los privilegios políticos reservados a los civiles, fatigados de la disciplina que les imponía la Constitución de 1961 de mantenerse al margen de la controversia política. De ahí que fuera la Constitución el primer objetivo para ser eliminado. Al politizarse, se dividieron. O sea, como el resto de los venezolanos, porque la política simplemente divide, está en su esencia: eso es deliberar, tomar caminos distintos, posiciones diferentes, asumir los antagonismos. Reclamaron una nueva Constitución, fueros antiguos, y voto militar. Que se borrara del texto constitucional todo vestigio que los excluyera de las deliberaciones políticas. Así ocurrió. La Constitución de 1999 excluyó al poder civil de toda participación en las Fuerzas Armadas, concentrando todos los privilegios en el comandante en jefe. Un Estado dentro del Estado.

Ingenuamente, algunos postularon que se permitiera la politización, pero que se prohibiera la "partidización". Es un galimatías. Olvidaron lo que la política militante implica en un organismo supuestamente no deliberante. Olvidaron también la historia, si es que alguna vez la conocieron.

Quien más se esmeró en el apoliticismo de los militares fue Juan Vicente Gómez, general de generales. En sus Constituciones se lee: "La fuerza armada no puede deliberar: ella es pasiva y obediente". En suma, ¿puede alguien negar, acaso, que el general Gómez entendía como pocos lo que la política significaba en los cuarteles? No sin dificultades, mandó 27 años hasta que la mano de la Divina Providencia lo separó de este mundo, en 1935.

El papel de los civiles

El análisis que pretende contribuir a comprender la historia no puede limitarse a juzgar a los militares. ¿Qué sucedió con los civiles? En su Evolución política de Venezuela, Augusto Mijares cuestiona el papel de los civiles que ya para 1825 asomaban decididamente en la controversia política como Miguel Peña, Rafael Diego Mérida, y el propio Antonio Leoncadio Guzmán. De modo que, a las rencillas entre militares, se unían las rencillas entre civiles, y como si fuera poco, surge simultáneamente el antagonismo entre los militares y los civiles, “uno de los males más graves entre los que amenazaban nuestras instituciones”, como dijo el historiador. Para ilustrar el antagonismo con el testimonio de un contemporáneo, y de un hombre tan ilustrado como agudo, Mijares invoca a Simón Rodríguez.

Dado que el fenómeno perturbó y perturba la historia venezolana, quizás sea interesante retener el pensamiento del gran personaje, puesto que se trata de una observación capital para nuestros anales: “Raro es el militar que sepa distinguir de literatos; pero, es más raro aun, el literato que quiera hacer justicia a un militar: para un militar sin talento, todos los literatos son filósofos; y es porque en la idea de filósofo va envuelta la de cobarde. Los literatos vulgares tienen a todo militar por ignorante o desalmado. Los buenos literatos podrían humillar la arrogancia de algunos militares, abandonándolos a sus conquistas. Los militares sensatos deberían castigar la impertinencia de los literatos vanos, abandonándolos a sus libros; la escena de dos especies de locos, la una siempre peleando y la otra siempre leyendo, desaparecería”. Así está escrito en las páginas de El Libertador del Mediodía de América y sus compañeros de armas defendidos por un amigo de la causa social de 1830, cuando ya Bolívar era una sombra, y las ambiciones regionales habían derrumbado su gran utopía.

Para completar el panorama de anarquía reinante, el historiador analiza una carta famosa de Páez a Bolívar, y la respuesta del Presidente de la Gran Colombia. “Ud. se abismaría

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