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IMAGEN EXTERNA Una historia de extracciones:

La olvidada identidad de país minero de Chile

Una vez más, se nos viene encima el tema de la imagen de Chile: ¿Le conviene, a un país que aspira a tener un perfil de vinos y salmones, frutas y paisajes, aparecer ante el mundo como un país minero? ¿La oscuridad laberíntica, que desata miedos atávicos en la especie, debe ocultarse?

Miguel Laborde En Chile hemos conocido en estos años varios relatos identitarios del país, y en casi nunca se nombra al sector minero. Como si el mundo del cobre, el litio, el oro, el molibdeno, corriera por un carril distinto, prosaico, ajeno a la poética con la que queremos seducir al mundo.

Parece difícil separarlos con éxito, lo que hace compleja y ambigua nuestra imagen. Le falta el soporte original. Este territorio ya fue minero, como imagen, con los incas, quienes no vinieron a plantar maíz. Ellos crearon aquí una industria artesanal minera, extractiva, ligada al desarrollo de caminos y medios de transporte para llegar al noreste argentino, por la elaboración metalúrgica del mineral, y luego a Cuzco, desde donde las piezas elaboradas con cobre y oro de Chile eran repartidas por el imperio.

También fue la imagen del país para los españoles. Basta con recordar el galeón cargado de oro en la bahía de Valparaíso, que Francis Drake se llevó a la pasada en 1578; es el primer golpe inglés al imperio ibérico, doloroso como un hachazo en una mano, ver el fruto de años de sudor evaporado en minutos. Hizo famoso a Drake, y al oro de Chile.

Pedro de Valdivia fue empresario minero. Con casa fuerte para sus faenas en los lavaderos y herramientas propias, en Marga Marga llegó a extraer una tonelada y media de oro el año 1545, buena cifra muy superada, eso sí, por Quilacoya, cerca de Concepción, al sureste, que llega a producir 16 toneladas anuales. Esto último casi triplica el mítico tesoro de Atahualpa que fue de 6.1 toneladas.

Tal fue la riqueza minera local que el propio secretario real, Francisco de Erazo, obnubilado al ver las cifras obtenidas, le propuso a Jerónimo de Alderete crear una empresa para explotar "el subsuelo en los términos de Chile". Por supuesto, la localización de nuestras primeras ciudades está referida a la de los minerales, desde La Serena y Coquimbo por el norte -funcionales a las minas de Andacollo-, hasta Osorno por el sur en la zona de las de Ponzuelo, pasando por el oro de Lamilla en los términos de Santiago.

Cuando recrudece la Guerra de Arauco, en el siglo XVII, la ubicación de los fuertes de Arauco, Tucapel, Purén y Angol tiene una orientación determinante; proteger los lugares de faenas mineras, defender el oro.

Sigue el siglo XVIII, en que se fundan y refundan ciudades por localización, nuevamente, de metales finos: San José de Maipo por la plata, Talca por el oro de El Chivato, Copiapó por la variedad de minas en Atacama.

La Ruta de las minas

Nuestras ciudades del salitre y del cobre son muy particulares. Primero, por nacer tan lejos de todo. En el resto de los países, Alemania o Inglaterra con el hierro y carbón, Sudáfrica en oro y diamantes, de costumbre había algún asentamiento previo, una ciudad cercana que le servirá de referente, base de operaciones: aquí, en cambio, en la alta cordillera o en medio del desierto, se enfrenta como nunca el desafío de partir de cero en un espacio económicamente "vacío", sin olvidar que, con más modestia, ya se extraía oro, el payen, cerca de 500 años antes de Cristo.

La reflexión previa a la construcción de esas ciudades, el análisis para proyectarlas, es doblemente exigente. Cambiando de escala, podemos compararlas con las estaciones espaciales; todo debe estar calculado, porque cada esfuerzo es muy superior a lo normal, cada error se paga caro. Como sabemos, todo, hasta el agua, obligaba al esfuerzo del transporte a larga distancia.

Incluso, la historia política -de los anarquistas, del Partido Radical, del Democrático, del Comunista- y también la del movimiento sindical, se inician en ese norte minero,

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