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KEVIN150127 de Mayo de 2013

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Uno de los principales dogmas de la doctrina marxista sostenía que en toda formación social la estructura económica es determinante; la cultura y todas las expresiones identitarias pertenecían a la superestuctura, una especie de limbo secundario determinado por el modo como el individuo produce los bienes para perpetuar su existencia. Los modelos socialistas basados en el materialismo histórico fueron la refutación más decisiva del economicismo marxista; en ellos, el aparato político determinó por completo la producción económica. Pero el colmo de las incongruencias se alcanzó a partir del fracaso del socialismo histórico y el surgimiento del neoliberalismo.

A diferencia del marxismo, donde era más importante la conciencia de clase que la libertad, el neoliberalismo asume argumentos útiles y pragmáticos que giran en torno a dos palabras clave: derecho y libertad. Bajo esta ideología legalizadora de la riqueza inmoral, el poder económico asumió una función determinante y, siguiendo el dogma marxista, encumbró a los empresarios sobre los políticos y el resto de la sociedad. Por medio de regalos, sobornos y amenazas, los dueños del capital han doblegado a la casta política, dejando al ciudadano común desamparado ante un mundo saturado de ofertas orales y genitales, y la seductora posibilidad de hacerse legalmente rico especulando con la pobreza ajena.

Se entiende, entonces, que el papel del Estado sea hoy más decisivo que nunca para proteger al ciudadano común de la voracidad y la astucia de los privilegiados. ¿Y qué cultura se puede esperar en una sociedad hecha por y para los vendedores de basura efímera reportadora de grandes ganancias?

Una sociedad que pone el énfasis en la economía y, sobre todo, en la tecnología condena a la cultura a ser mero entretenimiento. La cultura es el alma identitaria de los pueblos, y el nivel evolutivo de una sociedad lo da el nivel cultural de los ciudadanos. ¿De qué vale la libertad si carecemos de conocimiento para usufructuarla? Todos los regímenes que desprecian la cultura hacen de la desconfianza y el miedo las características primarias del sometimiento. En un Estado donde se entroniza el terror, la libertad y la cultura se diluyen en favor de la autoconservación y el orden autoritario.

En el México neoliberal que padecemos, el miedo ya no solo es una amenaza latente, un cerco demencial que imposibilita una vida libre y digna, sino que constituye también la forma más estúpida y efímera de morir en vida. En la calle, en el trabajo, en la escuela, en el hogar mismo, el ciudadano atemorizado se amuralla en la desconfianza y se niega a participar en el proyecto cívico. Aun el político, el funcionario público que promete protección y seguridad, está él mismo desamparado y desprotegido. Se ve ya con claridad que, bajo el imperio de la inseguridad y la ignorancia, la libertad y la cultura son una absurda quimera.

El ciudadano común cree fácilmente por ignorancia en lo que dicen los medios, y se refugia mansamente en cualquier religión por temor. La visión iluminadora del cielo y de la tierra ha sido sustituida por una inmediatez noticiosa que desprecia la inteligencia y requiere un mínimo de racionalidad para ser entendida. Se trata de una sociabilidad estabulada que celebra las novedades tecnológicas como providenciales sustitutos de las fiestas y de los ritos que fundamentan toda identidad.

Para el neoliberal la naturaleza es todo aquello que puede venderse y generar riqueza; el único tiempo que le interesa es el del rating, y el único espacio, el publicitario. En las actuales campañas publicitarias de los candidatos a la Presidencia de la República hay personajes histriónicos, pero no proyectos culturales. Mas, aunque los hubiera, sería de ingenuos esperar que en un Estado ―de cualquier ideología― dominado por el poder económico pudiera producirse una cultura libre y reflexiva.

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