Analogías y diferencias entre Ética, Deontología y Bioética
deyvindeinTrabajo26 de Enero de 2015
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Analogías y diferencias entre Ética, Deontología y Bioética
Por José María Barrio Maestre.
Profesor Titular Universidad Complutense de Madrid
1. El tema de la Ética
El asunto fundamental del que la Ética se ocupa es la felicidad humana, mas no una felicidad ideal y utópica, sino aquella que es asequible, practicable para el hombre. Al menos así aparece en lo que podríamos llamar la tradición clásica de pensamiento moral desde Aristóteles hasta Kant, excluyendo a éste último.
Como todo ser vivo, el hombre no se conforma con vivir simplemente. Pretende vivir bien. Una vez garantizado el objetivo de la supervivencia, se plantea otros fines. Para comprender el significado de lo ético, lo primero que hace falta es entender que la finalidad de la vida humana no estriba sólo en sobrevivir, es decir, en continuar viviendo; si la vida fuese un fin en sí mismo, si careciese de un "para qué", no tendría sentido. Así se comprende la exhortación del poeta latino Juvenal: "Considera el mayor crimen preferir la supervivencia al decoro y, por salvar la vida, perder aquello que le da sentido" (Summum crede nefas animam praeferre pudori / et propter vitam vivendi perdere causas. Satirae, VIII, 83-84).
Tener sentido implica estar orientado hacia algo que no se posee en plenitud. Ciertamente algo de esa plenitud hay que poseer para aspirar inteligentemente a ella: al menos algún conocimiento, a saber, el mínimo necesario para hacerse cargo de que a ella es posible dirigirse. Con todo, el dirigirse hacia dicha plenitud se entiende desde su no perfecta posesión. Soy algo a lo que algo le falta.
Cuando el hombre piensa a fondo en sí mismo se da cuenta de que con vivir no tiene suficiente: necesita vivir bien, de una determinada manera, no de cualquiera. Dicho de otro modo: vivir es necesario pero no suficiente. De ahí que surja la pregunta: para qué vivir (la cuestión del sentido) y, en función de ello, cómo vivir. Justamente ahí comienza la Ética.
La felicidad se nos antoja, en primer término, como una plenitud a la que todos aspiramos y, por tanto, de cuya medida completa carecemos. Sin embargo, esa "medida" no es en rigor cuantificable. La felicidad más bien parece una cualidad. Podríamos describirla como cierto "logro". Así lo hace Aristóteles, para quien la felicidad es "vida lograda" (eudaimonía), a saber, una vida que, una vez vivida y contemplada a cierta distancia -examinada, analizada- comparece ante su respectivo titular como algo que sustancialmente ha salido bien; una vida, en fin, que merece la pena haber vivido.
Tal característica de lo "logrado" se especifica, a su vez, en dos modos prácticos del bien: lo que me salebien y lo que hago bien. En la vida hay acontecimientos que me salen al paso, y otros que hago yo surgir de manera propositiva. En la biografía de todo ser humano se articulan elementos que él ha hecho intervenir por su propia iniciativa, de manera planificada, con acontecimientos imprevistos, y a menudo imprevisibles. Tanto unos como otros implican una importante carga ética: lo que hago, porque lo he traído yo al ser, a la realidad de mi vida o del cosmos; y lo que me pasa, porque aun no habiéndolo planificado yo, me pide una respuesta, me planta cara y me desafía, supone un reto que me obliga a poner en juego los recursos de mi propia identidad moral, identidad que quedará en evidencia por la forma de encarar el destino. Si bien en el segundo aparece más bien como re-activo, en ambos casos se advierte que el ser humano es un ser activo. Y la ética pone de relieve, en primer término, esta índole activa: se refiere a la praxis humana, al obrar -activo o reactivo- que implica libertad y que, por tanto, no está sujeto a una determinación unívoca (ad unum) .
El hombre puede actuar o reaccionar ante una concreta situación de muy variadas maneras, y entre ellas la ética pretende poder dilucidar cuál es la mejor, la más correcta o conveniente de cara al sentido último de la existencia humana, a esa plenitud que, a fin de cuentas, resultará, en conjunto, del buen obrar (eupraxía).
1.1.- La felicidad y el placer. Como todo ser vivo, el hombre es más activo que pasivo. La felicidad a la que se ve llamado no es una situación pasiva en la que pueda llegar a encontrarse. Ahí estriba el desenfoque fundamental del planteamiento hedonista, que también se presenta como una visión ética de la vida. El hedonismo no yerra por afirmar el valor del placer, sino por entender éste como el fin(telos) de la praxis, y no como una consecuencia suya. Robert Spaemann lo ilustra mediante el siguiente experimento mental: "Imaginemos un hombre que está fuertemente atado sobre una mesa en una sala de operaciones. Está bajo el efecto de los narcóticos. Se le han introducido unos hilos en la cubierta craneal, que llevan unas cargas exactamente dosificadas a determinados centros nerviosos, de modo que este hombre se encuentra continuamente en un estado de euforia; su rostro refleja gran bienestar. El médico que dirige el experimento nos explica que este hombre seguirá en ese estado, al menos, diez años más. Si ya no fuera posible alargar más su situación se le dejaría morir inmediatamente, sin dolor, desconectando la máquina. El médico nos ofrece de inmediato ponernos en esa misma situación. Que cada cual se pregunte ahora si estaría alegremente dispuesto a trasladarse a ese tipo de felicidad" (Spaemann, 1995, 40).
No es exactamente lo mismo felicidad que bienestar, al igual que la vida buena no coincide necesariamente con "darse la buena vida", en el sentido que solemos atribuir a esta expresión en castellano. Cualquiera que sabe algo de la vida distingue claramente entre dos tipos de bienes muy comunes: "pasarlo" bien, y "hacerlo" bien. El primero puede ser fuente de alegrías "pasajeras", sin duda necesarias a veces. Pero sólo el segundo proporciona satisfacciones profundas. Hay momentos divertidos, alegrías inesperadas, y otras alegrías trabajadas con esfuerzo durante un período más o menos prolongado, quizá menos chispeantes y explosivas que las primeras, pero mucho más plenas, porque para el hombre es más relevante lo que él hace que lo que le ocurre.
"La palabra "placer" -señala A. Millán-Puelles- se puede usar en dos acepciones: el placer de los sentidos o el del espíritu. Generalmente se toma en la acepción puramente sensorial. Pues bien, los placeres sensoriales, en principio, tampoco son ilícitos. Lo que es ilícito es convertir la búsqueda de ellos en la orientación de nuestra conducta, no porque sean placeres, sino porque son meros placeres sensoriales, y el hombre no es un gato ni un perro, sino un ser dotado de espíritu. Por tanto, orientar nuestra vida sólo hacia los placeres sensoriales es gatearnos, perrificarnos: es bestializarnos. Es lo que decía Boecio; es peor aún, porque un perro no se perrifica (no se degrada). El hombre sí que se degrada cuando pone como norma orientadora de su conducta la sola búsqueda de placeres sensoriales. Pero insisto en que no se trata de que los placeres sensoriales, en principio, sean necesariamente malos. Lo que es esencialmente malo es orientar la totalidad de nuestra conducta a la búsqueda de los placeres sensoriales, no porque sean placeres, sino por ser exclusivamente sensoriales. Porque, en tanto que sensoriales, sólo responden a la parte animal de nuestro ser, que no es la más noble, la más alta, aquella a la que Aristóteles llama hegemonikón, la rectora de nuestra conducta, la que ha de tener la hegemonía" (Millán-Puelles, 1996, 37-38).
El placer verdaderamente humano -el que mejor se corresponde con su realidad activa- no es el que se busca por sí mismo, sino el que surge como resultado de la acción buena, el obrar pleno de sentido. El placer que se plantea autotélicamente, como un fin en sí mismo o, más bien, como lo en sí mismo bueno -tal es la postura genuinamente hedonista- no puede sustraerse a la siguiente doble dificultad: por un lado, es menos satisfactorio que aquél que resulta de la buena acción, de la acción que no tiene como sentido directo mi propia satisfacción sino la satisfacción de un sentido fuera de mí. Así lo testifican las múltiples experiencias de sentirse uno mejor haciendo un favor a otro que recibiéndolo de él. Spaemann aduce incluso una fundamentación hedonística de la idea evangélica según la cual es mejor dar que recibir (1995, 38). Por otro lado, el placer autotélico, precisamente por no hacer justicia al carácter activo del hombre, es irreal, en el sentido de que aliena al hombre de su propia realidad, primeramente porque tal placer es egoísta y el hombre no puede disfrutar de ningún bien sin la compañía de amigos, como dice Aristóteles (la praxis principal es la convivencia, la amistad política); y en segundo término, porque un placer que se busca por sí mismo sólo proporciona satisfacciones que, aunque eventualmente puedan ser muy intensas, suelen ser muy poco extensas, y sólo se mantienen buscando mayores dosis del principio hedónico activo, estableciéndose así un ciclo perverso que suele acabar en un embotamiento mental que hace imposible percibir las realidades superiores, dejando al hombre en un estado de enajenación que fácilmente precipita en la evasión y el vértigo.
Por su parte, no puede obviarse el hecho de que no todo dolor es malo. El propio Epicuro reconoce que no es lícito evitar cualquier dolor. La pena por la muerte de un amigo, o la indignación frente a la injusticia -la indignación
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