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Asimov Isaac

Teatreroz25 de Septiembre de 2012

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Una de las divisiones que más daño ha hecho a nuestra cultura es la que escinde los saberes en dos grandes ramas opuestas, la de letras y la de ciencias. Esta radical y arraiga¬da dualidad que prevalece desde la enseñanza elemental ha sido igualmente negativa para las dos culturas. Por una parte, no ha logrado cultivar un pensamiento científico a la altura de las enormes mutaciones ocurridas en las últimas décadas del siglo, con las consecuencias altamente negativas que se derivan para la técnica y la producción del país. Por el otro lado, ha marginado a la llamada cultura humanística de esa creciente complejidad que se ha apoderado de los saberes tradicionales como consecuencia, justamente, del protagonismo científico-técnico en el mundo actual; hecho éste que también ha tenido influencias decisivas en el desa¬rrollo de la filosofía, las ciencias sociales, la ética, la crítica o la estética, además de conmover profundamente los ciclos de creación, transmisión, circulación, implantación y acu¬mulación de los discursos literarios y artísticos.

La cultura de hoy resulta francamente ininteligible al margen de los acontecimientos próximos ocurridos en los campos de la física, la cosmología, las matemáticas, la biolo¬gía, la cibernética, la química, la teoría de la evolución, la genética o la neurofisiología. Estas ciencias básicas, que responden al eterno deseo del hombre de comprender el mundo, no sólo originan formas revolucionarias de conoci¬miento de la realidad; también generan efectos inmediatos para el desarrollo de la industria, la agricultura, los ocios, las organizaciones sociales, el trabajo, la guerra o el bienes¬tar individual.

Los vertiginosos acontecimientos fundacionales ocurridos en el mundo de las ciencias básicas o aplicadas —hecho éste que hace hablar hoy de un verdadero cambio de paradig¬ma—, ante todo son acontecimientos de rango cultural. Implican nuevos universos de ideas, teorías y modos de creación, y se inscriben veloz y puntualmente en la sociedad y en la historia. O para decirlo como en el siglo XIX se decía de la novela: son el discurso en el que habla y se reconoce la sociedad actual.

Ahora es más evidente que nunca la íntima relación que la cultura científica mantiene con la humanística, pero a poco que miremos hacia el pasado sin censuras mentales, comprenderemos que las dos culturas de las que hablaba Snow nunca han estado verdaderamente divorciadas, aun¬que así nos lo hayan contado: el famoso duelo entre los saberes de ciencias y los de letras no sólo es necio, también es falso.

Esos momentos estelares de la ciencia que Asimov refiere en este bello libro, también son momentos estelares de la cultura humanística. Este recorrido literario por las biogra¬fías seductoras de Copérnico y Galileo, Newton y Lavoisier, Faraday y Edison, Mendel y Darwin, Arquímedes y Pasteur, Curie y Einstein, muestra y demuestra con elegancia narrativa hasta qué punto la comunicación entre el científico y el artista fue constante e intensa a lo largo de la civiliza¬ción. Pero también evidencia este libro de Asimov que cualquier antagonismo entre el pensamiento científico y el humanístico, además de empobrecer la cultura, entraña un grave riesgo en todos los órdenes. Para decirlo con palabras de Edgar Morin, una ciencia privada de conciencia humanística es algo tan estremecedor como una conciencia que habla del mundo de espaldas a la ciencia.

Isaac Asimov es uno de los escritores contemporáneos que más ha hecho por la integración plena y feliz de las dos culturas. Su gran instrumento es la divulgación rigurosa de esos acontecimientos científicos y técnicos que han alterado el conjunto de los saberes humanos y han organizado nue¬vas formas de conocimiento. Porque hoy más que nunca la divulgación de la cultura científica constituye la tarea funda¬mental, básica, para el desarrollo de la cultura del futuro, es decir, la cultura que no le teme al futuro.

La ciencia nos enseña diariamente que el Universo es complejo en todos sus órdenes, pero las herramientas que solemos utilizar para analizar y juzgar esa complejidad cre¬ciente suelen ser escandalosamente simples. La divulgación, en consecuencia, se convierte en una tarea imprescindible para la puntual y correcta integración en el ámbito de lo social y de lo individual de esos centrales acontecimientos científico-técnicos que están en el origen de este nuevo hecho de civilización que estamos viviendo los hombres en las postrimerías del siglo.

Pero la divulgación de los saberes científicos — su demo¬cratización, en definitiva — no sólo es inexcusable para complejizar la cultura «de letras»; también es la garantía de que la hoy todopoderosa ciencia nunca se verá privada de su necesaria conciencia crítica.

Juan Cueto

1. Arquímedes

Cabría decir que hubo una vez un hombre que luchó contra todo un ejército. Los historiadores antiguos nos dicen que el hombre era un anciano, pues pasaba ya de los setenta. El ejército era el de la potencia más fuerte del mundo: la mismísima Roma.

Lo cierto es que el anciano, griego por más señas, combatió durante casi tres años contra el ejército ro¬mano... y a punto estuvo de vencer: era Arquímedes de Siracusa, el científico más grande del mundo antiguo.

El ejército romano conocía de sobra la reputación de Arquímedes, y éste no defraudó las previsiones. Cuenta la leyenda que, habiendo montado espejos curvos en las murallas de Siracusa (una ciudad griega en Sicilia), hizo presa el fuego en las naves romanas que la asediaban. No era brujería: era Arquímedes. Y cuentan también que en un momento dado se proyectaron hacia adelante gi¬gantescas garras suspendidas de una viga, haciendo presa en las naves, levantándolas en vilo y volcándolas. No era magia, sino Arquímedes.

Se dice que cuando los romanos —que, como deci¬mos, asediaban la ciudad— vieron izar sogas y maderos por encima de las murallas de Siracusa, levaron anclas y salieron de allí a toda vela.

Y es que Arquímedes era diferente de los científicos y matemáticos griegos que le habían precedido, sin que por eso les neguemos a éstos un ápice de su grandeza. Arquímedes les ganaba a todos ellos en imaginación.

Por poner un ejemplo: para calcular el área encerrada por ciertas curvas modificó los métodos de cómputo al uso y obtuvo un sistema parecido al cálculo integral. Y eso casi dos mil años antes de que Isaac Newton in¬ventara el moderno cálculo diferencial. Si Arquímedes hubiese conocido los números arábigos, en lugar de tener que trabajar con los griegos, que eran mucho más incó¬modos, quizá habría ganado a Newton por dos mil años.

Arquímedes aventajó también a sus precursores en audacia. Negó que las arenas del mar fuesen demasiado numerosas para contarlas e inventó un método para ha¬cerlo; y no sólo las arenas, sino también los granos que harían falta para cubrir la tierra y para llenar el uni¬verso. Con ese fin inventó un nuevo modo de expresar cifras grandes; el método se parece en algunos aspec¬tos al actual.

Lo más importante es que Arquímedes hizo algo que nadie hasta entonces había hecho: aplicar la ciencia a los problemas de la vida práctica, de la vida cotidiana. Todos los matemáticos griegos anteriores a Arquímedes —Tales, Pitágoras, Eudoxo, Euclides— concibieron las matemáticas como una entidad abstracta, una manera de estudiar el orden majestuoso del universo, pero nada más; carecía de aplicaciones prácticas. Eran intelectua¬les exquisitos que despreciaban las aplicaciones prácti¬cas y pensaban que esas cosas eran propias de merca¬deres y esclavos. Arquímedes compartía en no pequeña medida esta actitud, pero no rehusó aplicar sus cono¬cimientos matemáticos a problemas prácticos.

Nació Arquímedes en Siracusa, Sicilia. La fecha exacta de su nacimiento es dudosa, aunque se cree que fue en el año 287 a. C. Sicilia era a la sazón territorio griego. Su padre era astrónomo y pariente de Hierón II, rey de Siracusa desde el año 270 al 216 a. C. Arquímedes estudió en Alejandría, Egipto, centro intelectual del mundo mediterráneo, regresando luego a Siracusa, donde se hizo inmortal.

En Alejandría le habían enseñado que el científico está por encima de los asuntos prácticos y de los problemas cotidianos; pero eran precisamente esos proble¬mas los que le fascinaban a Arquímedes, los que no podía apartar de su mente. Avergonzado de esta afi¬ción, se negó a llevar un registro de sus artilugios mecá¬nicos; pero siguió construyéndolos y a ellos se debe hoy día su fama.

Arquímedes había adquirido renombre mucho antes de que las naves romanas entraran en el puerto de Sira¬cusa y el ejército romano pusiera sitio a la ciudad. Uno de sus primeros hallazgos fue el de la teoría abstracta que explica la mecánica básica de la palanca. Imaginemos una viga apoyada sobre un pivote, de manera que la longitud de la viga a un lado del fulcro sea diez veces mayor que el otro lado. Al empujar hacia abajo la viga por el brazo más largo, el extremo corto se desplaza una distancia diez veces inferior; pero, a cambio, la fuerza que empuja hacia abajo el lado largo se multiplica por diez en el extremo del brazo corto. Podría decirse que, en cierto sentido, la distancia se convierte en

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