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Cabezas Rapadas Sociologia


Enviado por   •  14 de Agosto de 2011  •  9.836 Palabras (40 Páginas)  •  1.538 Visitas

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Cabezas rapadas

Sarlo, Beatriz, "Cabezas rapadas y cintas argentinas", en La máquina cultural. Maestras, traductores y vanguardistas, Buenos Aires, Ariel, 1998. pp11 a 77

LEER Y ESCRIBIR

"Un hijo de un pobre labrador, habiendo ido un día a un pueblo, vio una multitud de niños que salían de la escuela con sus libros debajo del brazo. Se puso a conversar con uno de ellos, y le rogó le enseñase su libro y leyere un poco en él. El niño leyó un bonito cuento que hizo llorar al pobre labradorcito. Cuando llegó a su casa, cogió una canasta y se fue al monte. Allí formó una trampa para coger perdices y, volviendo al día siguiente, halló dentro dos muy hermosas. Las recogió y dirigiéndose al pueblo, se encontró al maestro acompañado de algunos niños.

- Aquí traigo estas perdices para usted, le dijo.

- ¿Y cuánto quieres por ellas?, preguntó el preceptor.

- Señor, dijo el niño, yo no las vendo por dinero; porque aunque lo necesito para comprarme

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un sombrero y un par de zapatos, hay otra cosa que me hace falta. Mi padre no puede pagarme la escuela y si usted quiere enseñarme, yo le traeré de cuando en cuando perdices.

- Hijo mío, dijo el maestro, veo que te gusta más saber que vestirte bien y tener dinero y yo te enseñaré, sin que tengas que pagarme. Este niño aprendió mucho y fue un sabio." 1

La cartilla de lectura de primer grado era el único libro que había entonces, en 1889 o 90, en mi casa. Yo era la primera de los hijos, entonces cuatro, que iba a la escuela; ése era mi libro, pero también un libro que mi madre leía a la noche. No sé cómo me explicaron en la escuela la historia del labradorcito, ni sé si me la explicaron. Naturalmente, veinte años después, si yo, como maestra, hubiera tenido que explicarla, les hubiera dicho a los chicos que se consideraran felices, que ellos no tenían que hacer como el pobre labradorcito, no tenían que pagarle al maestro y salir a cazar perdices para poder aprender a leer porque en la Argentina lo habíamos tenido a Sarmiento. Pero en esa cartilla donde aprendí a leer no se hablaba de Sarmiento sino del sacrificio del labradorcito. De algún modo, mi madre debe haber pensado eso cuando a la noche, con dificultad, descifró la lectura que yo había leído en la escuela a la mañana. Mi madre leía bastante bien, pero se tropezaba con algunas palabras: ella era italiana, había llegado a

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la Argentina de muy chica, se había casado a los quince años con mi padre, que era gallego, y desde entonces había tenido cuatro de los ocho que serían sus hijos. Italiana rubia y fina, del Norte, piamontesa, de ojos claros, piel transparente; hablaba sin acento, se había olvidado completamente el italiano, no quería recordarlo, no quería recordar de dónde habían llegado los Boiocchi para trabajar de jornaleros y de sirvientas. Ernestina Boiocchi, se llamaba mi madre; su marido Manuel del Río, mi padre, le había enseñado a leer en las primeras planas del diario La Prensa. Ella, a su última hija, la hija de la vejez, que nació cuando ella tenía treinta y cinco años, le enseñó a leer, antes de mandarla a la escuela, también en las primeras planas de La Prensa, que mi padre traía de la casa de sus clientes. Pero cuando nació esa última hija ya había algunos libros más en la casa.

Mi última hermana nació cuando yo estaba en cuarto año de la Escuela Normal. Mi padre me fue a buscar a la estación y me dijo: " Esta mañana nació su hermana, después que usted se fue para la escuela". Yo tenía mucha rabia y no supe qué decir. Le pregunté entonces: " ¿Y qué nombre le van a poner?" . Mi padre me dijo: " De- cídalo usted, ya que está tan enojada". Y yo le dije enseguida, porque se ve que lo tenía pensado: " Póngale Amalia" . Amalia, entonces, fue la hija de mis padres y también fue como mi hija: la vestía de muñeca, con puntillas blancas, para

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sacarla a pasear a la vereda en las tardes de verano. Era rubia y fina, como mi madre, aunque algunos malpensados decían que era hija mía, por la edad que yo tenía entonces, pero yo era morocha, como papá. Fue la única de las hermanas mujeres que no sólo fue a la Escuela Normal sino también al Profesorado. Sin embargo, fue la única que no pasó de maestra. Todas las demás fuimos directoras, muy reconocidas. Mi primera escuela, como directora, fue la escuelita de la calle Olaya. Allí llegué en 1921, con la escuela recién fundada.

Nadie en mi casa, ni mi padre ni mi madre, pensaban que yo iba a ser maestra. Desde muy chica trabajaba ayudando a mi padre en el taller de sastrería: él cortaba, mi madre hacía los chalecos y los pantalones, yo picaba las entretelas de las solapas. El salía a hacer las pruebas a las casas de los clientes; envolvía las ropas en una sábana de lino blanco, se vestía bien, siempre anduvo bien vestido por su oficio, y se iba para el centro. Era el sastre de algunos señores distinguidos, me parece, pero nosotros no los veíamos nunca. Nosotros, yo, a picar solapas. Claro, mi padre sabía que yo tenía que ir a la escuela primaria y allí fui, primero a una escuela de una sola pieza, en este mismo barrio, que entonces se llamaba Villa Mazzini, donde la maestra estoy segura de que no había ido a la Escuela Normal. Y, después, cuando mi hermano entró a primero inferior, nos pasó a la escuela más grande,

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que quedaba a veinte cuadras, frente a la iglesia redonda de Belgrano, veinte cuadras de barro, con mi hermano asmático que resollaba todo el invierno. Pero esa escuela nos gustaba a los dos. Allí aprendía y las maestras casi no usaban el puntero. " Rosita", me decía la directora, " vos sí que sos aplicada y tenés buena memoria, buena memoria para los versos y los recitados y buena mano para el dibujo" . Cuando nos daban los boletines de calificaciones se los llevábamos a mi padre: todas buenas notas, los primeros de la clase. Y mi padre, como si no se diera cuenta, nos decía siempre lo mismo: " Echelos al puchero". A su modo, sin embargo, mi padre nos seguía. Al final de cada curso estaban los exámenes, que en ese entonces eran públicos: lectura, idioma nacional, historia argentina, economía doméstica, exposición de labores, ejercicios mili- tares para los varones. Yo estaba muy nerviosa al verlo a papá en la escuela, llena de gente, de señores importantes como el inspector. Una vez, yo era muy chica, cuando los exámenes habían terminado y la gente se estaba yendo,

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