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El Centinela


Enviado por   •  18 de Junio de 2014  •  3.810 Palabras (16 Páginas)  •  286 Visitas

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La próxima vez que veáis la Luna llena allá en lo alto, por el Sur, mirad

cuidadosamente al borde derecho, y dejad que vuestra mirada se deslice a lo

largo y hacia arriba de la curva del disco. Alrededor de las 2 del reloj, notaréis un

óvalo pequeño y oscuro; cualquiera que tenga una vista normal puede encontrarlo

fácilmente. Es la gran llanura circundada de murallas, una de las más hermosas

de la Luna, llamada Mare Crisium, Mar de las Crisis. De unos quinientos

kilómetros de diámetro, y casi completamente rodeada de un anillo de espléndidas

montañas, no había sido nunca explorada hasta que entramos en ella a finales del

verano de 1966.

Nuestra expedición era importante. Teníamos dos cargueros pesados que habían

llevado volando nuestros suministros y equipo desde la principal base lunar de

Mare Serenitatis, a ochocientos kilómetros de distancia. Había también tres

pequeños cohetes destinados al transporte a corta distancia por regiones que no

podían ser cruzadas por nuestros vehículos de superficie. Afortunadamente la

mayor parte del Mare Crisium es muy llana. No hay ninguna de las grandes grietas

tan corrientes y tan peligrosas en otras partes, y muy pocos cráteres o montañas

de tamaño apreciable. Por lo que podíamos juzgar, nuestros poderosos tractores

oruga no tendrían dificultad en llevarnos a donde quisiésemos.

Yo era geólogo - o selenólogo, si queremos ser pedantes - al mando de un grupo

que exploraba la región meridional del Mare. En una semana habíamos cruzado

cien de sus millas, bordeando las faldas de las montañas de lo que había antes

sido el antiguo mar, hace unos mil millones de años. Cuando la vida comenzaba

sobre la Tierra, estaba ya muriendo aquí. Las aguas se iban retirando a lo largo de

aquellos fantásticos acantilados, retirándose hacia el vacío corazón de la Luna

Sobre la tierra que estábamos cruzando, el océano sin mareas había tenido en

otros tiempos casi un kilómetro de profundidad, pero ahora el único vestigio de

humedad era la escarcha que a veces se podía encontrar en cuevas donde la

ardiente luz del sol no penetraba nunca.

Habíamos comenzado' nuestro viaje temprano en la lenta aurora lunar, y nos

quedaba aún una semana de tiempo terrestre antes del anochecer. Dejábamos

nuestro vehículo media docena de veces al día, y salíamos al exterior en los trajes

espaciales para buscar minerales interesantes, o colocar indicaciones para gula

de futuros viajeros. Era una rutina sin incidentes. No hay nada peligroso, ni

siquiera especialmente emocionante en la exploración lunar Podíamos vivir

cómodamente durante un mes en nuestros tractores a presión, y si nos

encontrábamos con dificultades siempre podíamos pedir auxilio por radio y

esperar a que una de nuestras naves espaciales viniese a buscarnos. Cuando eso

ocurría se armaba siempre un gran jaleo sobre el malgasto de combustible para el

cohete, de modo que un tractor solamente enviaba un SOS en caso de verdadera

necesidad.

Acabo de decir que no había nada estimulante en la exploración lunar, pero,

naturalmente, eso no es cierto. Uno no podía nunca cansarse de aquellas

increíbles montañas, mucho más abruptas que las suaves colinas de la Tierra.

Cuando doblábamos los cabos y promontorios de aquel desaparecido mar, no

sabíamos nunca qué esplendores nos iban a ser revelados. Toda la curva sur del

Mare Crisium es un vasto delta donde veinte ríos iban antes al encuentro del

océano, alimentados quizá por las torrenciales lluvias que debieron haber batido

las montañas en la breve época volcánica cuando la Luna era joven. Cada uno de

aquellos valles era una invitación, retándonos a trepar a las desconocidas tierras

altas de más allá. Pero aún nos quedaban más de cien kilómetros por recorrer, y

no podíamos hacer otra cosa sino contemplar con nostalgia las alturas que otros

deberían escalar.

A bordo del tractor seguíamos la hora terrestre, y exactamente a las 22,00

enviábamos el mensaje final por radio, y cerrábamos para el resto del día. Fuera,

las rocas ardían todavía bajo el sol casi vertical, pero para nosotros era de noche

hasta que nos despertábamos ocho horas más tarde. Entonces uno de nosotros

preparaba el desayuno, se oía mucho zumbar de máquinas de afeitar eléctricas, y

alguien siempre ponía en marcha la radio de onda corta de la Tierra. En realidad,

cuando el olor del tocino frito comenzaba a llenar la cabina, era a veces difícil no

creer que estábamos de regreso en nuestro propio mundo, todo era tan normal y

casero, excepto por la sensación de poco peso y por la extraña lentitud con que

caían los objetos.

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