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Los Contratos públicos En El Modelo Peruano


Enviado por   •  15 de Abril de 2015  •  6.764 Palabras (28 Páginas)  •  196 Visitas

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Los contratos públicos en el modelo peruano

(*)(**)Ricardo Paul Távara Vilchez

Sumario: 1. La noción de contrato público. 1.1. Una cuestión terminológica (y sustantiva) previa: ¿contratos públicos, contratos del Estado, contratos del sector público, contratos de la Administración o contratos administrativos? 1.2. La naturaleza de los contratos públicos y su diferencia con los contratos celebrados entre privados. 1.2.a. La identidad de naturaleza entre la contratación pública y la contratación privada, a partir de la ausencia de potestades administrativas en la contratación pública. 1.2.b. El reconocimiento de potestades administrativas en la contratación pública, y sus consecuencias para la definición del contrato público (las teorías del acto administrativo bilateral, del acto separable y la teoría del contrato relación jurídica contractual nacida de un acto unilateral). 1.2.b.1. Las potestades públicas en la contratación… y los problemas de admisión de la noción del acto administrativo bilateral. 1.2.b.2. La recepción (y crítica) de la noción de acto separable en la contratación pública 1.2.b.3. El contrato público como relación contractual nacida de un acto unilateral 1.3. La definición legal de los contratos públicos en el Perú 2. La clasificación de los contratos públicos. La distinción entre los contratos administrativos y los contratos privados de la Administración. 2.1. La clasificación de los contratos públicos.

1. La noción de contrato público.

1.1. Una cuestión terminológica (y sustantiva) previa: ¿contratos públicos, contratos del Estado, contratos del sector público, contratos de la Administración o contratos administrativos?

Cuando pensamos en la Administración, lo primero que se nos viene a la cabeza es la idea de una organización a la cual acudimos para que nos autorice a realizar alguna actividad (licencias, permisos, autorizaciones), que puede sancionarnos si cometemos infracciones, establece regulaciones de carácter general (aunque subordinadas a las leyes), o, incluso, que nos presta determinados servicios, o supervisa como otros los prestan, para asegurar que sean brindados bajo ciertas condiciones, para lo cual puede llegar a imponer ciertas obligaciones, generales o especiales (obligaciones de servicio público). Estas actividades parecen propias de la Administración, distintas a las que pueda realizar un particular, dado que claramente constituyen actos en ejercicio de sus potestades propias, y por ello sometidas a su régimen jurídico peculiar.

Sin embargo, la Administración pública también contrata (cada vez más, al punto que se habla ya de la «administración concertada»), y al hacerlo realiza una actividad que, al parecer, realizan igualmente los particulares entre ellos.

(*)Ensayo basado en el trabajo realizado por el Ph.D. Victor Baca Oneto en “La invalidez de los contratos públicos”, Thomson-Civitas, Madrid (España), 2006; entre otros.

(**) Alumno de 7tmo ciclo de Derecho campus Piura con curso de especialización en Contrataciones del Estado por la Pontificia Universidad Católica del Perú, y becado por la Corte Peruana de Arbitraje – COFIDE para el curso de especialización en Arbitraje.

En estos casos, nos encontramos ante lo que llamamos «contratos públicos», que serían aquellos en donde una de las partes es una Administración pública, por lo que se definirían por un criterio orgánico. Se trata de una expresión equivalente a la de «contratos del Estado» o «contratos de la Administración», que han sido utilizadas por nuestra legislación en algunos casos. Sin embargo, justamente porque estas expresiones pueden tener un contenido más restringido en Perú, vinculados a los que más adelante llamaremos contratos de gestión patrimonial, preferimos utilizar la expresión «contratos públicos», empleada en el Derecho comunitario europeo, y que goza de cierto reconocimiento en la doctrina española, como denominación de la categoría general, que engloba a todo los supuestos de contratos de los que es parte el Estado.

Sin embargo, no puede utilizarse las expresiones «contratos administrativos» y «contratos del sector público» como equivalentes a «contratos públicos», pues tienen, respectivamente, un contenido más restringido y más amplio que ésta. Así, como veremos más adelante, los contratos administrativos son únicamente ciertos contratos públicos, que se caracterizan porque en ellos la Administración contrata en un ámbito de su específica competencia, lo que justificaría que pueda ejercer ciertas potestades durante la relación contractual. Por su parte, los contratos del sector público hacen referencia un fenómeno más amplio, que incluiría no sólo los contratos propiamente públicos, sino también los contratos armonizados, en donde se aplicaría la normativa comunitaria pese a la ausencia de una Administración pública pues no sería únicamente aplicable propiamente a los Poderes públicos, sino incluso a los privados que operan con fondos públicos.

1.2. La naturaleza de los contratos públicos y su diferencia con los contratos celebrados entre privados.

De acuerdo a lo señalado en las líneas precedentes, la Administración contrata, y cuando lo hace nos encontramos ante lo que llamamos contratos públicos. Sin embargo, la verdadera cuestión que cabe analizar es si existe alguna diferencia entre estos y los contratos que celebran los privados entre sí. Al respecto, podemos distinguir entre quienes creen que la contratación pública es sustancialmente idéntica a la privada, pues en ella la Administración actuaría como lo hacen los particulares en el mercado, de aquellos que afirman existe una diferencia esencial, en tanto también cuando contrata la Administración pública actúa en base a potestades administrativas, lo que explica, por ejemplo, que carezca de autonomía de la voluntad. En la contratación pública, por tanto, existirían también actos administrativos, que para algunos son separables del contrato mismo, mientras que para otros el contrato (como relación contractual) nace de estos actos unilaterales, sin que sea necesario acudir a la teoría del acto separable. A continuación explicaremos con algo más de detalle cada una de estas posiciones.

1.2.a. La identidad de naturaleza entre la contratación pública y la contratación privada, a partir de la ausencia de potestades administrativas en la contratación pública.

Es conocida la posición de BOQUERA OLIVER, quien sostuvo años atrás en un trabajo clásico en la doctrina española que contrato (entendiendo como tal el acuerdo de voluntades) y poder público se excluyen, y todos los contratos son figuras de Derecho privado (BOQUERA OLIVER, J. Mª, 1970, p. 30). Así, empieza este autor definiendo al «poder público» como “la posibilidad de crear e imponer unilateralmente efectos jurídicos, la posibilidad que tiene una persona de crear e imputar situaciones jurídicas a otras personas, sin necesidad de que éstas lo consientan” (Ibídem, p. 24), y al «poder administrativo» como una variante de éste, que se caracterizaría porque su eficacia descansa en una presunción iuris tantum de legalidad (Ibídem, p. 26). Así, a partir de una noción funcional de la Administración pública, sostiene que ésta tiene dos «capacidades»: la jurídico privada, por la cual crea situaciones jurídicas contando con el consentimiento de otra persona (Ibídem, p. 31) y la propia del poder administrativo, por la cual crea e impone situaciones jurídicas (Ibídem, p. 30 y p. 101, la cursiva es nuestra). Y, a partir de estas bases, afirma que “cuando el sujeto dotado de estas dos posibilidades llega a un acuerdo con otro sujeto jurídico para crearse recíprocamente derechos y obligaciones, ejercita su capacidad jurídico privada. Si empleara el poder administrativo no necesitaría del consentimiento del destinatario de las obligaciones y derechos para constituirle en sujeto de los mismos. La persona con capacidad administrativa y privada, si contrata, no ejercita poder administrativo y si ejercita poder administrativo, no contrata. Con el empleo de poder administrativo, los efectos jurídicos – por definición – nacen de la sola voluntad de su titular y son impuestos a su destinatario sin contar con su voluntad [...] ejercitar el poder administrativo y contratar son dos actividades que se oponen; quizá mejor, dos actuaciones siempre paralelas. Poder público y contrato son dos realidades que se excluyen” (Ibídem, pp. 31 y 32, la cursiva es nuestra).

No obstante, la posición de BOQUERA OLIVER en torno a la admisión en el ordenamiento español de la existencia de los contratos administrativos (nosotros diríamos públicos) ha variado en los últimos años, a partir de la aprobación en España de la ya derogada Ley 13/1995, asimilándose notablemente con la de quienes sostiene la teoría de los actos separables (BOQUERA OLIVER, J. Mª, 1999, p. 13 y ss.; y BOQUERA OLIVER, J. Mª, 2000, p. 222 y ss.).

Así, para este autor el acto de adjudicación sería un acto administrativo que produciría dos efectos, uno unilateral y por tanto administrativo, que sería la elección del contratista y el rechazo de los demás aspirantes, y otro bilateral y privado, como define a la coincidencia de voluntades de las dos partes que da origen al contrato. No obstante, recientemente otro autor ha vuelto a afirmar que los contratos públicos (aunque entiendo que se refiere esencialmente a los contratos de gestión patrimonial) no son actos administrativos, porque no hay ninguna decisión de autoridad, por lo que no habría ningún inconveniente para defender su bilateralidad constitutiva y, por tanto, su identidad sustancia con los contratos privados (BOCANEGRA SIERRA, R., 2006, p. 41).

1.2.b. El reconocimiento de potestades administrativas en la contratación pública, y sus consecuencias para la definición del contrato público (las teorías del acto administrativo bilateral, del acto separable y la teoría del contrato relación jurídica contractual nacida de un acto unilateral).

1.2.b.1. Las potestades públicas en la contratación… y los problemas de admisión de la noción del acto administrativo bilateral.

No obstante, la mayoría de la doctrina entiende que la actuación administrativa en la contratación es distinta a la privada, lo que justifica, por ejemplo, que no exista una verdadera autonomía de la voluntad en estos casos. Si bien hay quien ha dicho lo contrario, en general se reconoce que también en el ámbito contractual se manifiesta la vinculación positiva de la Administración a la norma, tan bien definida por MERKL, según el cual para ésta “el Derecho administrativo no es sólo la condictio sine qua non, sino condictio per quam de la Administración” (MERKL, 1986, p. 30). Mientras que en el Código civil las leyes, la moral y el orden público son un límite externo a la voluntad de los particulares, en el caso de la Administración pública el interés público, el ordenamiento jurídico y los principios de buena administración son condicionantes de su legitimación para contratar, de modo que nunca actúa con libertad, sino con discrecionalidad (ARIÑO ORTIZ, G., 1970, p. 73; DE SOLAS RAFECAS, R., 1990; DE SOLAS RAFECAS, 2002, p. 237 y ss.; GARCÍA DE ENTERRÍA, E., 2004, p. 109 y ss.; y REBOLLO PUIG, M., 2004, pp. 41 y ss.).

Esta diferencia se explica, finalmente, porque los actos que realiza la Administración pública al contratar son también actos administrativos, por lo que se trata de actos del Poder público en ejercicio de las potestades que lo definen como tal. ¿Existen, por tanto, potestades en la contratación pública, que justifican entender que existen verdaderos actos administrativos en ésta? Como veremos más adelante, en algunos casos los contratos se utilizan como alternativa al dictado de actos administrativos no contractuales, por lo que la potestad que se ejercerá contractualmente será la misma que se ejercería sin contrato. No obstante, presenta más problemas el caso de aquellos contratos por los cuales la Administración interviene en el mercado, a los que denominamos contratos de gestión patrimonial, y que están regulados en nuestra Ley de Contrataciones con el Estado, aprobada mediante el Decreto legislativo 1017 (LCE) y su Reglamento. ¿Cuál es la potestad que ejerce en este caso la Administración, si es que existe?

En estos casos, no debe olvidarse que al contratar, la Administración está distribuyendo bienes a los que todos tenemos derecho a optar, lo que justamente exige la presencia de un procedimiento administrativo, por el que se asegure la elección de la mejor oferta. Como parte de la doctrina ha notado, en estos casos nos encontramos ante un acto de justicia distributiva (MARTÍNEZ LÓPEZ-MUÑIZ, J. L., 1998, p. 960), a diferencia de los contratos entre privados, en donde se pone en juego la justicia conmutativa (Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1130.30 y 1131.b y ss.). Por tanto, aunque en su vertiente más débil, en tanto se necesita del consentimiento del particular, también aquí es posible identificar una potestad administrativa en juego (la distribución de bienes públicos), lo que justificará la existencia de un procedimiento para la formación de la voluntad de la Administración, que se manifiesta a través de actos administrativos, a los que sería aplicable supletoriamente lo dispuesto por la Ley 27444, del Procedimiento Administrativo General.

Si en los contratos públicos la Administración pública ejerce potestades, entonces es que existe un acto administrativo. La primera opción, por tanto, es entender que así como los contratos entre privados son actos jurídicos bilaterales, los contratos públicos son actos administrativos bilaterales. Sin embargo, esta afirmación encuentra una seria objeción, porque los actos administrativos se entiende que son por naturaleza unilaterales, pues deben imputarse a la Administración, titular de la potestad en virtud de la cual se dictan, aunque en el procedimiento participe el administrado. ¿Cómo, entonces, podemos encontrar un acto administrativo en el contrato? La doctrina ha optado por distinguir entre el contrato y los actos administrativos, separables de éste; o por entender se trata de contratos (relaciones contractuales) nacidas de actos administrativos unilaterales.

1.2.b.2. La recepción (y crítica) de la noción de acto separable en la contratación pública.

La primera posición es la que plantea la recepción de la noción de acto separable, teoría nacida en el Derecho francés como una respuesta frente la jurisprudencia del Consejo de Estado que a partir de los últimos años del siglo XIX decidió reservar a las partes del contrato la condición de legitimados procesales para discutir su validez a través del recurso de plena jurisdicción, lo que dejaba sin posibilidad de recurso a los interesados ajenos al vínculo contractual. En consecuencia, para evitar esta situación de indefensión el propio Consejo de Estado recurrió a la ficción jurídica del carácter separable de ciertos actos, para permitir que contra ellos al menos procediera el recurso por exceso de poder para obtener su anulación.

Sin embargo, esta separación producía otros problemas, pues a diferencia de lo que la teoría del «todo indivisible» pregonaba, la anulación de estos actos no ocasionaba automáticamente la del contrato, que debía ser declarada por los jueces competentes. Pero sólo las partes del contrato podían impugnarlo, por lo que fue necesario buscar mecanismos que obligaran a la Administración a hacerlo, y además nada garantizaba que finalmente el juez del contrato declarara su invalidez. Obviamente, esta teoría ha sido objeto de críticas por parte de la doctrina francesa (MACERA TIRAGALLO, B.-F., 2002, passim; TERNEYRE, P., 1988, pp. 69 y ss.; y WEIL, P., 1952, pp. 202 y ss.), que han terminado por trasladarse al seno del propio Consejo de Estado, como lo muestran las conclusiones del Comisario de Gobierno M. Casas en el asunto Société Tropic travaux signalisation Guadeloupe, que ponen en discusión la regla según la cual un tercero no puede pretender se declare la invalidez (y se detenga la ejecución, por supuesto) de un contrato del que no es parte, lo que podría convertir en innecesaria a la teoría de los actos separables como fue concebida en el Derecho francés.

Esta teoría fue importada por el Derecho español, aunque con una finalidad algo distinta, pues fue utilizada para delimitar la competencia de la jurisdicción civil y de la administrativa. Así, en tanto serían actos (administrativos) «separables» del contrato todos las dictados durante al procedimiento de contratación, incluido el acto de adjudicación, por los que las controversias suscitadas en torno a ellas serán conocidas por los jueces contencioso administrativos, también cuando se trata de contratos privados de la Administración. Si las controversias se refieren a la ejecución de los contratos, éstos serán competentes sólo si se trata de contratos administrativos, mientras que lo serán los jueces ordinarios cuando sean contratos privados de la Administración.

Desde el punto de vista conceptual, que nos interesa en este momento, lo que permite la utilización de la categoría de los actos separables es entender que pese a que el contrato en sí es un acto bilateral, nacido por la confluencia de voluntades entre la Administración y los administrados, existen actos administrativos unilaterales, separables de éste, a los cuales se les aplica el Derecho administrativo. El contrato, por tanto, es un acto jurídico bilateral, que requiere para dictarse de una serie de actos administrativos unilaterales.

Sin embargo, un sector de la doctrina ha reaccionado frente a la utilización de esta categoría, que consideran innecesaria e inadecuada (MACERA TIRAGALLO, B.-F., 2001, p. 182 y ss.; y MARTÍNEZ LÓPEZ MUÑIZ, J. L., 1998, p. 964). A diferencia de lo que sucede en el Derecho francés, en España la anulación de los actos separables trae consigo la del propio contrato, por lo que lo separable acaba nuevamente unido. En realidad, la anulación del acto de adjudicación es la del propio contrato, no debido a una separabilidad luego negada, sino porque mediante la primera se perfecciona el segundo, que de este modo nacería por un acto administrativo unilateral, que da origen a una relación contractual.

Ya BOQUERA OLIVER (1963, pp. 209 y 210) había puesto de relieve esta situación, al afirmar que “es evidente que la repercusión automática de la anulación del acto sobre la validez del contrato es opuesta a la lógica de la teoría. De admitirla resultaría que los actos del procedimiento, que se independizan del contrato para hacer posible su impugnación, vuelven después a formar un todo indivisible con él para lograr que su anulación ocasione la nulidad del contrato. En el momento de la impugnación, acto y contrato viven con independencia, y se identifican en el momento de resolver la pretensión de anulación. Desde luego, esto no ocurre en la patria de la teoría. Nuestra jurisprudencia lo ha dispuesto así alguna vez pero no cabe duda de que es una consecuencia ilógica”.

1.2.b.3. El contrato público como relación contractual nacida de un acto unilateral

La teoría de los actos separables es seguramente la que permite explicar del modo más simple la existencia de actos administrativos en el procedimiento contractual. Sin embargo, no deja de presentar algunos inconvenientes, derivados del régimen jurídico de éstos, que no termina de encajar con una separación que aparece y desaparece según sea conveniente. Como decíamos más arriba, no tiene sentido decir que estamos ante actos administrativos separables, si luego su anulación es la del propio contrato, como tampoco lo tiene reconocer potestades de revisión de oficio a la Administración para anular sus contratos, pues esto tiene sentido cuando se trata de actos unilaterales, en los cuales el propio autor del acto los anula debido a su invalidez, pero no en los bilaterales. Claro, cabría decir que la Administración no anula el contrato, sino el acto unilateral separable, pero lo cierto es que la anulación de éste conlleva la del propio contrato.

Estas incongruencias de la aplicación de la teoría del acto separable para explicar la presencia de actos administrativos en la contratación pública han llevado a algunos autores a dar un paso adicional, y entender que se trata de un acto administrativo que da origen a una relación contractual.

Esta teoría ha sido criticada por ARIÑO ORTIZ (2007, pp. 86 y ss.), quien basa su apreciación en dos puntos: (1) la tesis de la desigualdad jurídica alegada en los trabajos citados como argumento para justificar la unilateralidad constitutiva de la relación contractual le parece poco convincente, especialmente porque en el tráfico privado tampoco existe la supuesta igualdad sobre la cual florecen los contratos; y, (2) la visión unilateralista negaría la fuerza del contractus-lex, según la cual el contrato debe de ser la primera normal aplicable a la relación, con preferencia incluso del Derecho objetivo, al menos mientras no sea anulado. Existe, sin embargo, respuesta para ambas críticas. En primer lugar, la desigualdad existente entre la Administración y los contratantes al momento en que el contrato nace es «esencial», y se produce por una razón que no se da en las desigualdades «fácticas» existentes entre privados: en los contratos públicos una de las partes es titular de una potestad pública, por la cual ejerce una función de justicia distributiva. En segundo lugar, como sí veremos a lo largo de este trabajo, la posición de quienes creemos que el contrato público tiene un origen unilateral no afecta la regla del contractus-lex ni tampoco le otorga a la Administración pública poderes que el propio ARIÑO ORTIZ no reconozca en los mismos casos, pues, independientemente de su origen, la relación es verdaderamente contractual y, por tanto, son los principios propios de los contratos los que se deben aplicar durante su duración. En todo caso, la criticable modificación de la Ley 30/2007, de 30 de octubre de 2007, de Contratos del Sector público, introducida en cumplimiento de la STJUE de 3 de abril de 2008, asunto C-444/06, Comisión c/ España, que ha cambiado el régimen tradicional español según el cual era la adjudicación y no la suscripción el acto que perfeccionaba el contrato, ha introducido elementos nuevos al debate, que no es el momento de abordar ahora, pero que no afectarían a esta naturaleza unilateral, en la medida que el acto administrativo final sería la suscripción y no la adjudicación. Puede verse un breve comentario a esta cuestión en MARTÍNEZ LÓPEZ-MUÑIZ, J. L., 2010, pp. 691 y ss.

Es decir, se trata de verdaderos contratos, porque hay una relación sinalagmática, pero ésta nace de un acto unilateral de la Administración pública, materializado ya sea en la adjudicación del contrato, según el modelo clásico español, o en el acto de suscripción, como se ha afirmado luego de la modificación introducida a partir de la Ley 34/2010, la que ha sido criticada por MARTÍNEZ LÓPEZ-MUÑIZ (2011, pp. 323 y ss.; y MARTÍNEZ LÓPEZ-MUÑIZ, J. L., 2010, pp. 691 y ss.). La voluntad del administrado es necesaria para que la Administración contrate, pero ésta no es la que da origen a los efectos contractuales, sino que éstos derivan del acto administrativo unilateral de aquélla, que no es separable del contrato (como acto contractual), sino que constituye al contrato (como relación contractual). Hay bilateralidad, pero esta no es constitutiva, sino que se manifiesta en la relación jurídica sinalagmática entre las partes del contrato. Si hay potestades, los efectos tienen que atribuirse a su titular, y el recurso al acto separable confunde más que ayuda.

Por tanto, el «contrato público» nace de un acto unilateral. ¿Es esto posible? ¿No son contrato y acto unilateral nociones contrapuestas? Para responder a esta pregunta, es preciso distinguir previamente entre dos cosas distintas: el acto por el que nace una relación o situación jurídica, y esta última. Generalmente, y “como influencia de los canonistas, el voluntarismo jurídico de la escolástica tardía y el racionalismo e individualismo propio de la ilustración” (DIEZ PICAZO, 1996, p. 120), se conoce como «contrato» al acto bilateral por el que surge una relación jurídica. No obstante, también existen relaciones jurídicas contractuales, caracterizadas especialmente por su reciprocidad. Es más, en el origen de la noción de contrato está la reciprocidad de la relación (está en la raíz del vocablo griego sinalagma), como consecuencia de la cual se empezó a sostener la necesidad de un acuerdo, pues era la única forma de producir obligaciones recíprocas entre iguales.

Así, en Roma se definía al contrato como la obligación recíproca: “contractus est ultro citroque obligatio” (Labeón-Ulpiano, Digesto 50.16.19). Frente a quienes sostienen que contractus signifique consenso o convención, BONFANTE mantiene que “la palabra romana contractus (elipsis de contractus negotii o negotium contractum), más que el acuerdo, alude y da realce al negocio o a la relación, causa del vínculo obligatorio, ya que la relación objetiva tiene en el Derecho romano mayor peso e importancia que en el Derecho moderno” (BONFANTE, P., 1929, pp. 299 y 400; y en el mismo sentido GROSSO, G, 1950, p. 36). Más radicales se muestran AUGÉ (1968, pp. 68 y ss.) y SOTO KLOS (1978, pp. 569 y ss), para quienes el consensualismo en la noción de contrato sería sólo un parétesis en un desarrollo confuso, largo tiempo dominado por concepciones distintas, como la aristótelica de Synallagma, llegando a afirmar el segundo que el verdadero aporte del Derecho administrativo en materia contractual consiste en volver a poner el énfasis en la reciprocidad funcional del contrato.

Aun en el Derecho civil se acepta la posibilidad de que nazcan, muy excepcionalmente, relaciones jurídicas entre dos particulares en todo idénticas a las contractuales, pero no en virtud del mutuo consentimiento, sino debido a un acto del Poder público (contratos forzosos). Es decir, el Poder público puede crear relaciones jurídicas contractuales entre dos sujetos privados, en ejercicio de sus potestades. Y allí radica justamente el eje de la cuestión, pues este Poder público, justamente en ejercicio de sus potestades (y amparándose en su especial naturaleza), puede crear también unilateralmente relaciones jurídicas «contractuales» en las cuales es parte, caracterizadas por la reciprocidad de la prestación y la necesidad de mantener el equilibrio contractual. Es decir, se trata de verdaderos contratos, in facto esse (pues existe un enlace causalizado de prestaciones), aunque su origen (el contrato in fieri) sea unilateral.

Obviamente, definir el contrato público como un acto unilateral en su origen y bilateral en sus efectos resulta cuando menos llamativo, lo que ha llevado a algún autor a afirmar que su uso es injustificado, incoherente e incomprensible desde un punto de vista dogmático (DE SOLAS RAFECAS, R, 2003, pp. 677 y ss.). Sin embargo, la voz contrato en Derecho civil hace referencia tanto al acto por el que se constituye la relación contractual como a esta última, y originalmente se definía por la segunda, aunque en la actualidad sea casi un lugar común acudir a la primera y definir al contrato como acuerdo. Esto es lógico en el ámbito civil, donde casi siempre uno puede obligarse sólo por el propio consentimiento (aunque se reconozca la existencia de los contratos forzosos, como es el caso de DIEZ PICAZO, L.,1959, pp. 85 y ss.), pero no tiene porqué ser igual en los contratos públicos, donde uno de los sujetos es una Administración pública y, por tanto, un sujeto con potestades, que puede modificar unilateralmente la situación jurídica de los particulares. Obviamente, esto no implica negar la existencia de acuerdo en los contratos públicos, sino simplemente que el nacimiento de la relación jurídica sea consecuencia de dicho acuerdo y no del acto del sujeto titular de la potestad para darle origen. Si existen dos manifestaciones de consentimiento, se trata de expresiones de voluntades heterogéneas, que no tienen la misma relevancia jurídica cuando una de ellas es expresión del ejercicio de potestades.

En palabras de MARTÍNEZ LÓPEZ-MUÑIZ (1998, p. 955, la cursiva es nuestra), “para que la existencia de un acuerdo de voluntades de dos o más sujetos para constituir una relación jurídica de obligaciones y derechos recíprocos entre ellos dé nacimiento per se ipsum, como tal acuerdo, como tal consentimiento de voluntades concordes, a esa relación jurídica, será necesario que todas esas voluntades vengan a originar o perfeccionar el acto jurídico constitutivo (o meramente declarativo) correspondiente en condiciones de esencial igualdad jurídica, de modo que pueda predicarse a la vez y conjuntamente de todos sus sujetos, sus auténticos coautores. No será necesario que todas las partes contribuyan con igual amplitud a la configuración del contenido de la relación jurídica a establecer (es perfectamente posible el acto bilateral, el pacto o el contrato de adhesión, en el que todo el contenido lo fije uno de los sujetos autores del acuerdo), ni será precisa una situación de total igualdad en el seno de la relación que se constituya (no ya económica, sino ni siquiera jurídica), pero no habrá acto jurídico propiamente bilateral o plurilateral, en su momento perfectivo o constitutivo, si las voluntades de sus dos o más coautores no tienen la misma relevancia en el hecho de dar nacimiento recognosibles en Derecho al acto jurídico de que se trate”.

En consecuencia, para quienes defienden esta tercera teoría sobre la naturaleza del contrato público, éste puede definirse como “un acto administrativo unilateral en su emisión, necesitado de previa aceptación y contractual en sus efectos” (MACERA TIRAGALLO, B.-F., 2001, P. 176). Así, si bien es necesario el consentimiento del particular, la existencia de dos voluntades no supone necesariamente la transformación del acto con que se perfecciona el contrato de unilateral en bilateral, pues, “la rencontre de deux volontés distinctes pour l’adoption d’une mesure n’empêche pas que celle-ci puisse être un acte administratif unilatéral” (DELVOLVÉ, P., 1983, p. 75). Lógicamente, el punto siguiente en nuestro análisis debería ser analizar cuál de estos conceptos es el que ha sido recibido por el Derecho positivo peruano. Sin embargo, dejamos este punto para el final de nuestra exposición, ya que para esto es preciso analizar previamente la clasificación de los contratos públicos y la dispersión normativa existente.

1.3. La definición legal de los contratos públicos en el Perú

No obstante, la tesis de la unilateralidad constitutiva del contrato público encuentra un problema en el Derecho peruano, pues según la definición número 13 del Reglamento de la Ley de Contrataciones del Estado, el contrato es “el acuerdo para regular, modificar o extinguir una relación jurídica dentro de los alcances de la Ley y del Reglamento”. Es decir, utiliza unas palabras muy parecidas a las empleadas por el Código civil, mostrando que en el fondo subyace la idea de la identificación entre ambas categorías, de modo que también el contrato público sería un acto jurídico bilateral, nacido de la confluencia de voluntades.

Además, si analizamos el texto completo de ambas normas, veríamos cómo nuestro sistema guarda ciertas similitudes con el modelo clásico francés. Así, en Francia los postores no adjudicatarios sólo gozan de legitimidad para impugnar los actos separables del contrato mediante el recurso por exceso de poder, pero no el contrato en sí mismo, cuya validez sólo puede ser puesta en duda por las partes, que serían los únicos legitimados para hacerlo, a través de la acción de plena jurisdicción. Paralelamente, en Perú el contrato suscrito sólo puede ser impugnado mediante arbitraje, lo que restringe el ámbito de los legitimados a las partes del contrato, vinculados por dicha cláusula arbitral. Los postores no adjudicatarios únicamente pueden impugnar, a través de los recursos administrativos pertinentes, los actos administrativos previos, hasta el otorgamiento de la buena pro. Por tanto, igual que allí, parece que tendría sentido reconocer la técnica de los actos administrativos separables, distintos del acuerdo que constituye el contrato.

Sin embargo, antes de aceptar esta conclusión, es necesario hacer una lectura algo más detenida de nuestros textos normativos, pues esas similitudes ocultan notables diferencias. La primera, sobre la que volveremos más adelante, es que en Francia es también impugnable como acto separable la manifestación de voluntad administrativa en el acuerdo de celebración del contrato, lo que tiene importancia para garantizar la vigencia de alguno de los principios de la contratación pública, en especial la inalterabilidad del contrato. Pero, además, encontramos que en Perú, a diferencia de lo que sucede en Francia y al igual de lo que sucede en España, la «separación» no impide que la declaración de invalidez del otorgamiento de la buena pro sea la del propio contrato. Así, una vez agotados los mecanismos de recurso, la Administración pública puede celebrar el contrato público, que sólo será discutible en arbitraje por las partes. Sin embargo, puede que el postor a quien se le hubiera denegado su pretensión en vía administrativa acuda al Poder judicial, y si gana allí, se anulará no sólo el otorgamiento de la buena pro, sino también el propio contrato, que de ese modo deja de ser separable.

Por otro lado, nuestra legislación le ha reconocido a la Administración pública la potestad de revisar de oficio sus actos, también en materia contractual. Es preciso indicar que esta posibilidad no se limita a aquellos casos en donde el contrato no se ha celebrado todavía, en que inequívocamente estamos ante actos administrativos unilaterales, a los que dicha potestad sería aplicable en virtud de lo dispuesto por la Ley 27444, del procedimiento administrativo general, sino también a los contratos ya suscritos. Sin embargo, llama mucho la atención que se ha reconocido esta potestad en una regulación como la peruana, pues la Administración sólo revisa de oficio los actos que ella misma dicta, lo que exigiría atribuirles carácter unilateral en su origen también a los contratos públicos. En consecuencia, la definición reglamentaria de éstos no sería tan clara, en tanto se reconocen al mismo tiempo poderes a la Administración propios de aquellos sistemas en donde puede defenderse su unilateralidad constitutiva. Es evidente que existe un “acuerdo” (puesto que hay dos voluntades coincidentes), pero, como se ha indicado antes, los efectos contractuales no surgen de ese “acuerdo”, sino del ejercicio de una potestad, que ha sido atribuida a uno de los sujetos: la Administración. No obstante, es preciso reconocer que se trata de una interpretación algo forzada en nuestro ordenamiento, impregnado de la visión bilateral en su origen del contrato público, que no se acierta a distinguir del contrato privado.

2. La clasificación de los contratos públicos. La distinción entre los contratos administrativos y los contratos privados de la Administración.

2.1. La clasificación de los contratos públicos.

La primera gran división de los contratos públicos es aquella que distingue entre los contratos de cooperación y los contratos de subordinación, según las partes se encuentren en pie de igualdad o no, y que encuentra su origen en el Derecho alemán. Los primeros se celebran entre entidades públicas en pie de igualdad, para ejercer de modo conjunto sus potestades, respecto de un asunto para el que ambas tienen competencia. Los segundos pueden darse entre dos Administraciones públicas o entre una de éstas y un particular, pero lo determinante es que la Administración (o una de ellas) aparece en una posición de superioridad jurídica respecto a la otra parte, pues actúa en ejercicio de sus potestades propias.

Nos apartamos así del concepto más estricto de los contratos de subordinación (subordinationsrechtlichen Verträgen) en Derecho alemán, donde éstos son aquellos en donde la Administración podría dictar un «acto unilateral» con el mismo contenido que el contrato, sin contar con la participación del particular (propiamente, los acuerdos procedimentales a los que nos referimos más adelante). Sin embargo, y dado que no solamente en este caso existe desigualdad entre las partes (y no partimos de una definición legal, como ocurre en Alemania), nosotros emplearemos la noción de contrato de subordinación para referirnos a aquellos contratos en donde haya una desigualdad originaria entre las partes: un particular por un lado y la Administración pública en ejercicio de sus potestades del otro

Debe dejarse claro que esta superioridad no es meramente económica, sino jurídica, pues por un lado tenemos a un sujeto que actúa en virtud de las potestades que le son propias, sin libertad y positivamente vinculado al ordenamiento jurídico, y por otro a un particular que carece de dicho poder. No cabe, por tanto, identificar estos contratos con los contratos por adhesión del Derecho privado, en donde la diferencia entre las partes no es sustancial sino posicional, además de que en los contratos públicos los administrados sí que participan en la determinación del contenido del contrato, en un elemento tan esencial, por ejemplo, como el precio.

Es imposible no hacer una referencia a MESSINEO (1968, pp. 48 y ss.), que desde su perspectiva iusprivatista, le negaba verdadero carácter contractual al llamado contrato de derecho público, aunque no al contrato de adhesión. Así, a partir de la distinción entre desigualdades económicas y desigualdades jurídicas, incluye a la posición de superioridad de la Administración entre estas últimas, y sostiene que por ello “nei rapporti fra privato e ente pubblico, in quanto munito di potere di supremazia, non vi è luogo per un contratto in senso tecnico” (p. 48), para más adelante preguntarse si, traspuesto del Derecho privado al administrativo “nella sua veste propia di ente di diritto púbblico, dotato, di regola, di supremazia e di potere di imperio”, conserva el contrato su naturaleza jurídica, dando una respuesta negativa, ya que “deve ritenersi che, essendo la disciplina del contratto, secondo il codice civile, improntata al presupposto chiaro (sebbene solo implicito) della pariteticità fra le parti  nel caso considerato, dove la pariteticità viene nemo, si trascende il terreno del contratto in senso tecnico, pur se, nella pratica, sia adoperato tale nome per designarlo” (p. 60). En otro lugar (MESSINEO, 1952, pp. 52 y ss.), este autor había rechazado la categoría del contrato público, afirmando que “cuando [la Administración pública] actúa en función de caracter público habrá lugar, por lo común, a un acto administrativo de naturaleza unilateral (que llevan en si todo el contenido de la relación jurídica patrimonial a realizarse), pero no a un contrato; la declaración de voluntad, con la que se manifiesta la eventual aceptación del particular, funciona como condición suspensiva o, según el punto de vista, resolutoria del acto administrativo. Hay aquí algo análogo a lo que se verifica en el derecho privado cuando dos negocios juridicos unilaterales, si bien autónomos en cuanto a su estructura, se condicionan y se combinan en sus efectos” (p. 54), reconociéndole caracter contractual (paritario) únicamente a los contratos que celebra la Administración actuando como sujeto privado o a los contratos entre dos entes públicos actuando como tales, ya que en estos casos no existirá disparidad (en sentido muy similar, entre los iuspublicistas, ALESSI, R., 1970, pp. 265 y ss., aunque este autor utiliza como argumento para negar la admisibilidad de los contratos de Derecho público – no así los de Derecho privado – entre la Administración y los particulares la prevalencia del interés general que defiende la primera sobre los intereses de los segundos).

A su vez, dentro de los contratos de subordinación es posible distinguir entre los contratos de compromiso, que tienen por objeto la eliminación de una duda en la razonable valoración de los hechos o el derecho y los contratos de intercambio, que se caracterizan porque quien contrata con la Administración se obliga a una contraprestación. Dentro de los contratos de compromiso a su vez pueden incluirse tanto a los contratos de transacción, por los que se busca eliminar una controversia mediante concesiones recíprocas, como a los contratos de fijación, por los que las partes buscan eliminar una incertidumbre – aunque en estos pueda faltar en algunos casos el enlace causalizado de prestaciones que define al contrato.

Entre los contratos de intercambio podemos a su vez incluir a los acuerdos procedimentales o contratos sobre actos y potestades, entre los que se incluyen a los convenios urbanísticos, a través de los cuales la Administración ejerce sus potestades de modo concertado, dando por terminado un procedimiento administrativo con la participación de los particulares afectados por él, y los contratos o acuerdos prestacionales.

En estos últimos la potestad que ejerce la Administración es una de justicia distributiva, aunque es posible distinguir dos supuestos: el de las concesiones, en donde lo que distribuye la Administración son bienes excluidos del comercio de los hombres, y los contratos de gestión patrimonial (los marchés publics del Derecho francés o los public procurements del Derecho anglosajón, que, por cierto, es la expresión que se utiliza en la versión del Ministerio de Justicia para traducir el título de nuestra Ley de Contrataciones del Estado al inglés), mediante los cuales la Administración obtiene bienes o servicios o hace realizar trabajos mediante el pago de un precio.

Antes de seguir adelante, es preciso hacer una aclaración: muchas de las llamadas concesiones en Derecho peruano son en realidad acuerdos procedimentales, autorizaciones contractualizadas para lograr una mayor seguridad jurídica, pero en las cuales no existe la previa reserva de la actividad que define a la concesión.

Los contratos de gestión patrimonial son un medio para intercambiar prestaciones patrimoniales, a través de los cuales la Administración ejerce una potestad de distribución de bienes y derechos que, en el plano de las legítimas expectativas o intereses, les pertenecen a todos. Se trata, por tanto, de contratos que “suponen la utilización por parte de la administración de instrumentos contractuales dentro del ámbito específico de las relaciones patrimoniales que son comunes a todos los sujetos de Derecho. Como se ha dicho expresivamente, la Administración actúa aquí como «cliente» de los empresarios privados, esto es, en un terreno de simple colaboración o intercambio patrimonial: paga dinero o transfiere posibilidades de actuación frente al público a ella reservadas a cambio de cosas o servicios que busca y que recibe” (GARCÍA DE ENTERRÍA, E. y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, T.-R., 2004, Vol I, p. 681).

No obstante, entre los contratos de gestión patrimonial es posible todavía hacer una clasificación adicional, propuesta por ZWAHLEN (1958, pp. 611ª y ss). Por un lado, están los contratos de colaboración, en los cuales la Administración paga un precio para obtener del particular la prestación principal que define al contrato, frente a los contratos de atribución, en donde sucede lo contrario.

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