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RESUMEN DE CAPITULO 26 DEL LEVIATAN DE TOMAS HOBBES


Enviado por   •  11 de Diciembre de 2012  •  4.932 Palabras (20 Páginas)  •  3.101 Visitas

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Leviatán

Thomas Hobbes

CAPITULO XIII. DE LA "CONDICIÓN NATURAL" DEL GÉNERO HUMANO, EN LO QUE CONCIERNE A SU FELICIDAD Y A SU MISERIA

Hombres iguales por naturaleza. La Naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades del cuerpo y del espí¬ritu que, si bien un hombre es, a veces, evidentemente, más fuerte de cuerpo o más sagaz de entendimiento que otro, cuando se con¬sidera en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre no es tan importante que uno pueda reclamar, a base de ella, para sí mismo, un beneficio cualquiera al que otro no pueda aspirar como él. En efecto, por lo que respecta a la fuerza corporal, el más débil tiene bastante fuerza para matar al más fuerte, ya sea mediante secretas maquinaciones o confederándose con otro que se halle en el mis¬mo peligro que él se encuentra. (...)

De la igualdad procede la desconfianza. De esta igualdad en cuanto a la capacidad se deriva la igualdad de esperanza respecto a la consecución de nuestros fines. Esta es la causa de que si dos hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden disfru¬tarla ambos, se vuelven enemigos, y en el camino que conduce al fin (que es, principalmente, su propia conservación, y a veces su delectación tan sólo) tratan de aniquilarse o sojuzgarse uno a otro. De aquí que un agresor no teme otra cosa que el poder sin¬gular de otro hombre; si alguien planta, siembra, construye o po¬see un lugar conveniente, cabe probablemente esperar que ven¬gan otros, con sus fuerzas unidas, para desposeerle y privarle, no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida o de su li¬bertad. Y el invasor, a su vez, se encuentra en el mismo peligro con respecto a otros.

De la desconfianza, la guerra. Dada esta situación de descon¬fianza mutua, ningún procedimiento tan razonable existe para que un hombre se proteja a sí mismo, como la anticipación, es decir, el dominar por medio de la fuerza o por la astucia a todos los hombres que pueda, durante el tiempo preciso, hasta que nin¬gún otro poder sea capaz de amenazarle. Esto no es otra cosa sino lo que requiere su propia conservación, y es generalmente permi¬tido. Como algunos se complacen en contemplar su propio poder en los actos de conquista, prosiguiéndolos más allá de lo que su seguridad requiere, otros, que en diferentes circunstancias serían felices manteniéndose dentro de límites modestos, si no aumentan su fuerza por medio de la invasión, no podrán subsistir, durante mucho tiempo, si se sitúan solamente en plan defensivo. Por consiguiente siendo necesario, para la conservación de un hombre aumentar su dominio sobre los semejantes, se le debe permitir también.

Además, los hombres no experimentan placer ninguno (sino, por el contrario, un gran desagrado) reuniéndose, cuando no existe un poder capaz de imponerse a todos ellos. En efecto, cada hombre considera que su compañero debe valorarlo del mismo modo que él se valora a sí mismo. Y en presencia de todos los signos de desprecio o subestimación, procura naturalmente, en la medida en que puede atreverse a ello (lo que entre quienes no reconocen nin¬gún poder común que los sujete, es suficiente para hacer que se destruyan uno a otro), arrancar una mayor estimación de sus contendientes, infligiéndoles algún daño, y de los demás por el ejemplo.

Así hallamos en la naturaleza del hombre tres causas princi¬pales de discordia. Primera, la competencia; segunda, la descon¬fianza; tercera, la gloria.

La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lo¬grar un beneficio; la segunda, para lograr seguridad; la tercera, para ganar reputación. La primera hace uso de la violencia para convertirse en dueña de las personas, mujeres, niños y ganados de otros hombres; la segunda, para defenderlos; la tercera, re¬curre a la fuerza por motivos insignificantes, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, como cualquier otro signo de subestimación, ya sea directamente en sus personas o de modo indirecto en su descendencia, en sus amigos, en su nación, en su profesión o en su apellido.

Fuera del estado civil hay siempre guerra de cada uno contra todos. Con todo ello es manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos. Porque la GUERRA no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el lapso de tiempo en que la voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente. Por ello la noción del tiempo debe ser tenida en cuenta respecto a la naturaleza de la guerra, como respecto a la naturaleza del clima. En efecto, así como la natura¬leza del mal tiempo no radica en uno o dos chubascos, sino en la propensión a llover durante varios días, así la naturaleza de la guerra consiste no ya en la lucha actual, sino en la disposición ma¬nifiesta a ella durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario. Todo el tiempo restante es de paz.

Son incomodidades de una guerra semejante. Por consiguien¬te, todo aquello que es consustancial a un tiempo de guerra, du¬rante el cual cada hombre es enemigo de los demás, es natural también en el tiempo en que los hombres viven sin otra seguridad que la que su propia fuerza y su propia invención pueden propor¬cionarles. En una situación semejante no existe oportunidad para la industria, ya que su fruto es incierto; por consiguiente no hay cultivo de la tierra, ni navegación, ni uso de los artículos que pue¬den ser importados por mar, ni construcciones confortables, ni instrumentos para mover y remover las cosas que requieren mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad; y lo que es peor de todo, existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve. (...)

En semejante guerra nada es injusto. En esta guerra de todos contra todos, se da una consecuencia: que nada puede ser injusto. Las nociones de derecho e ilegalidad, justicia e injusticia están fuera de lugar. Donde no hay poder común, la ley no existe; donde no hay ley, no hay justicia. En la guerra, la fuerza y el fraude son las dos virtudes cardinales. Justicia e injusticia no son facultades ni del cuerpo ni del espíritu. Si lo fueran, podrían darse en un hombre que estuviera solo en el mundo, lo mismo que se dan sus sensaciones y pasiones. Son, aquéllas, cualidades que se refieren al hombre en sociedad, no en estado solitario. Es natural también que en dicha condición no existan propiedad ni dominio, ni dis¬tinción entre tuyo y mío; sólo pertenece a cada uno lo que pueda tomar, y sólo en tanto que puede conservarlo. Todo ello puede afir¬marse de esa miserable condición en que el hombre se encuentra por obra de la simple naturaleza, si bien tiene una cierta posibili¬dad de superar ese estado, en parte por sus pasiones, en parte por su razón.

Pasiones que inclinan a los hombres a la paz. Las pasiones que inclinan a los hombres a la paz son el temor a la muerte, el deseo de las cosas que son necesarias para una vida confortable, y la es-peranza de obtenerlas por medio del trabajo. La razón sugiere adecuadas normas de paz, a las cuales pueden llegar los hombres por mutuo consenso. Estas normas son las que, por otra parte, se llaman leyes de naturaleza: a ellas voy a referirme, más particu¬larmente, en los dos capítulos siguientes.

CAPITULO XIV. DE LA PRIMERA Y DE LA SEGUNDA "LEYES NATURALES" Y DE LOS "CONTRATOS"

Qué es derecho natural. El DERECHO DE NATURALEZA, lo que los escritores llaman comúnmente jus naturale, es la libertad que cada hombre tiene de usar su propio poder como quiera, para la conservación de su propia naturaleza, es decir, de su propia vida; y por consiguiente, para hacer todo aquello que su propio juicio y razón considere como los medios más aptos para lograr ese fin.

Qué es la libertad. Por LIBERTAD se entiende, de acuerdo con el significado propio de la palabra, la ausencia de impedimentos externos, impedimentos que con frecuencia reducen parte del po¬der que un hombre tiene de hacer lo que quiere; pero no pueden impedirle que use el poder que le resta, de acuerdo con lo que su juicio y razón le dicten. (...)

La ley fundamental de naturaleza. La condición del hombre (tal como se ha manifestado en el capítulo precedente) es una condición de guerra de todos contra todos, en la cual cada uno está gobernado por su propia razón, no existiendo nada, de lo que pueda hacer uso, que no le sirva de instrumento para proteger su vida contra sus enemigos. De aquí se sigue que, en semejante con¬dición, cada hombre tiene derecho a hacer cualquiera cosa, In¬cluso en el cuerpo de los demás. Y, por consiguiente, mientras per¬siste ese derecho natural de cada uno con respecto a todas las co¬sas, no puede haber seguridad para nadie (por fuerte o sabio que sea) de existir durante todo el tiempo que ordinariamente la Na¬turaleza permite vivir a los hombres. De aquí resulta un precepto o regla general de la razón, en virtud de la cual, cada hombre debe esforzarse por la paz, mientras tiene la esperanza de lograrla; y cuando no puede obtenerla, debe buscar y utilizar todas las ayudas y ventajas de la guerra. La primera fase de esta regla contiene la ley primera y fundamental de naturaleza, a saber: buscar la paz y seguirla. La segunda, la suma del derecho de naturaleza, es decir: defendernos a nosotros mismos, por todos los medios po¬sibles.

Segunda ley de naturaleza. De esta ley fundamental de natu¬raleza, mediante la cual se ordena a los hombres que tiendan ha¬cia la paz, se deriva esta segunda ley: que uno acceda, si los demás consienten también, y mientras se considere necesario para la paz y defensa de sí mismo, a renunciar este derecho a todas las cosas y a satisfacerse con la misma libertad, frente a los demás hombres, que les sea concedida a los demás con respecto a él mis¬mo. En efecto, mientras uno mantenga su derecho de hacer cuan¬to le agrade, los hombres se encuentran en situación de guerra. Y si los demás no quieren renunciar a ese derecho como él, no existe razón para que nadie se despoje de dicha atribución, porque ello más bien que disponerse a la paz significaría ofrecerse a sí mismo como presa (a lo que no está obligado ningún hombre). Tal es la ley del Evangelio: Lo que pretendáis que los demás os hagan a vosotros, hacedlo vosotros a ellos. Y esta otra ley de la humanidad entera: Quod tibi fieri non vis, alteri ne feceris.

Qué es renunciar un derecho. Renunciar un derecho a cierta cosa es despojarse a sí mismo de la libertad de impedir a otro el beneficio del propio derecho a la cosa en cuestión. En efecto, quien renuncia o abandona su derecho, no da a otro hombre un derecho que este último hombre no tuviera antes. No hay nada a que un hombre no tenga derecho por naturaleza: solamente se aparta del camino de otro para qué éste pueda gozar de su propio dere¬cho original sin obstáculo suyo y sin impedimento ajeno. Así que el efecto causado a otro hombre por la renuncia al derecho de alguien, es, en cierto modo, disminución de los impedimentos para el uso de su propio derecho originario.

Qué es la renuncia a un derecho. Se abandona un derecho bien sea por simple renunciación o por transferencia a otra per¬sona. Por simple renunciación cuando el cedente no se preocupa de la persona beneficiada por su renuncia.

Qué es transferencia de un derecho. Obligación. Por TRANSFE-RENCIA cuando desea que el beneficio recaiga en una o varias per-sonas determinadas. Cuando una persona ha abandonado o trans-ferido su derecho por cualquiera de estos dos modos, dícese que está OBLIGADO o LIGADO a no impedir el beneficio resultante a aquel a quien se concede o abandona el derecho. (...)

Qué es contrato. La mutua transferencia de derechos es lo que los hombres llaman CONTRATO. (...)

CAPÍTULO XV. DE OTRAS LEYES DE NATURALEZA

La tercera ley de naturaleza, justicia. De esta ley de naturaleza, según la cual estamos obligados a transferir a otros aquellos derechos que, retenidos, perturban la paz de la humanidad, se deduce una tercera ley, a saber: Que los hombres cumplan los pac¬tos que han celebrado. Sin ello, los pactos son vanos, y no contie¬nen sino palabras vacías, y subsistiendo el derecho de todos los hombres a todas las cosas, seguimos hallándonos en situación de guerra.

Qué es justicia, e injusticia. En esta ley de naturaleza consiste la fuente y origen de la JUSTICIA. En efecto, donde no ha existido un pacto, no se ha transferido ningún derecho, y todos los hombres tienen derecho a todas las cosas: por tanto, ninguna acción puede ser injusta. Pero cuando se ha hecho un pacto, romperlo es injusto. La definición de INJUSTICIA no es otra sino ésta: el incumplimiento de un pacto. En consecuencia, lo que no es injusto es justo.

La justicia y la propiedad comienzan con la constitución del Estado. Ahora bien, como los pactos de mutua confianza, cuando existe el temor de un incumplimiento por una cualquiera de las partes (como hemos dicho en el capítulo anterior), son nulos, aunque el origen de la justicia sea la estipulación de pactos, no puede haber actualmente injusticia hasta que se elimine la causa de tal temor, cosa que no puede hacerse mientras los hombres se en¬cuentran en la condición natural de guerra. Por tanto, antes de que puedan tener un adecuado lugar las denominaciones de justo e injusto, debe existir un poder coercitivo que compela a los hom¬bres, igualmente, al cumplimiento de sus pactos, por el temor de algún castigo más grande que el beneficio que esperan del que¬brantamiento de su compromiso, y de otra parte para robustecer esa propiedad que adquieren los hombres por mutuo contrato, en recompensa del derecho universal que abandonan: tal poder no existe antes de erigirse el Estado. Eso mismo puede deducirse, también, de la definición que de la justicia hacen los escolásticos cuando dicen que la justicia es la voluntad constante de dar a cada uno lo suyo. Por tanto, donde no hay suyo, es decir, donde no hay propiedad, no hay injusticia; y donde no se ha erigido un poder coercitivo, es decir, donde no existe un Estado, no hay propiedad. Todos los hombres tienen derecho a todas las cosas, y por tanto donde no hay Estado, nada es injusto. Así, que la naturaleza de la justicia consiste en la observancia de pactos válidos: ahora bien, la validez de los pactos no comienza sino con la constitución de un poder civil suficiente para compeler a los hombres a obser¬varlos. Es entonces, también, cuando comienza la propiedad. (...)

CAPITULO XVI. DE LAS "PERSONAS", "AUTORES" Y COSAS PERSONIFICADAS

Qué es una persona. Una PERSONA es aquel cuyas palabras o accio¬nes son consideradas o como suyas propias, o como represen-tando las palabras o acciones de otro hombre, o de alguna otra cosa a la cual son atribuidas, ya sea con verdad o con ficción.

Persona natural y artificial. Cuando son consideradas como suyas propias, entonces se denomina persona natural; cuando se consideran como representación de las palabras y acciones de otro, entonces es una persona imaginaria o artificial.(...)

Cómo una multitud de hombres se convierte en una persona.

Una multitud de hombres se convierte en una persona cuando está representada por un hombre o una persona, de tal modo que ésta puede actuar con el consentimiento de cada uno de los que integran esta multitud en particular. En efecto, la unidad del representante, no la unidad de los representados es lo que hace la persona una, y es el representante quien sustenta la persona, pero una sola persona; y la unidad no puede comprenderse de otro modo en la multitud.

Cada uno es autor. Y como la unidad naturalmente no es uno sino muchos, no puede ser considerada como uno, sino como varios autores de cada cosa que su representante dice o hace en su nom¬bre. Todos los hombres dan, a su representante común, autoriza¬ción de cada uno de ellos en particular, y el representante es due¬ño de todas las acciones, en caso de que le den autorización ilimi¬tada. De otro modo, cuando le limitan respecto al alcance y me¬dida de la representación, ninguno de ellos es dueño de más sino de lo que le da la autorización para actuar.

Un actor puede ser varios hombres hechos uno por pluralidad de votos. Y si los representados son varios hombres, la voz del gran número debe ser considerada como la voz de todos ellos. En efecto, si un número menor se pronuncia, por ejemplo, por la afir¬mativa, y un número mayor por la negativa, habrá negativas más que suficientes para destruir las afirmativas, con lo cual el exceso de negativas, no siendo contradicho, constituye la única voz que tienen los representados.

Representantes, cuando los grupos están empatados. Un repre-sentante de un número par, especialmente cuando el número no es grande y los votos contradictorios quedan empatados en muchos casos, resulta en numerosas ocasiones un sujeto mudo e incapaz de acción. Sin embargo, en algunos casos, votos contradictorios empatados en número pueden decidir una cuestión; así al conde¬nar o absolver, la igualdad de votos, precisamente en cuanto no condenan, absuelven; pero, por el contrario, no condenan en cuan¬to no absuelven. Porque una vez efectuada la audiencia de una causa, no condenar es absolver; por el contrario, decir que no ab¬solver es condenar, no es cierto. Otro tanto ocurre en una delibe¬ración de ejecutar actualmente o de diferir para más tarde, porque cuando los votos están empatados, al no ordenarse la ejecu¬ción, ello equivale a una orden de dilación.

Voto negativo. Cuando el número es impar, como tres o más (hombres o asambleas) en que cada uno tiene, por su voto negativo, autoridad para neutralizar el efecto de todos los votos afir¬mativos del resto, este número no es representativo, porque dada la diversidad de opiniones e intereses de los hombres, se convierte muchas veces, y en casos de máxima importancia, en una persona muda e inepta, como para otras muchas cosas, también para el gobierno de la multitud, especialmente en tiempo de guerra. (...)

SEGUNDA PARTE. DEL ESTADO

CAPITULO XVII. DE LAS CAUSAS, GENERACIÓN Y DEFINICIÓN DE UN "ESTADO"

El fin del Estado es, particularmente, la seguridad. Cap. XIII. La causa final, fin o designio de los hombres (que naturalmen¬te aman la libertad y el dominio sobre los demás) al introducir esta restricción sobre sí mismos (en la que los vemos vivir for¬mando Estados) es el cuidado de su propia conservación y, por añadidura, el logro de una vida más armónica; es decir, el deseo de abandonar esa miserable condición de guerra que, tal como he¬mos manifestado, es consecuencia necesaria de las pasiones natu¬rales de los hombres, cuando no existe poder visible que los tenga a raya y los sujete, por temor al castigo, a la realización de sus pactos y a la observancia de las leyes de naturaleza establecidas en los capítulos XIV y XV.

Que no se obtiene por la ley de naturaleza. Las leyes de natu¬raleza (tales como las de justicia, equidad, modestia, piedad y, en suma, la de haz a otros lo que quieras que otros hagan por ti) son, por sí mismas, cuando no existe el temor a un determinado po¬der que motive su observancia, contrarias a nuestras pasiones na¬turales, las cuales nos inducen a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y a cosas semejantes. Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza para proteger al hom¬bre, en modo alguno. Por consiguiente, a pesar de las leyes de na¬turaleza (que cada uno observa cuando tiene la voluntad de ob¬servarlas, cuando puede hacerlo de modo seguro) si no se ha ins¬tituido un poder o no es suficientemente grande para nuestra seguridad, cada uno fiará tan sólo, y podrá hacerlo legalmente, sobre su propia fuerza y maña, para protegerse contra los demás hombres. En todos los lugares en que los hombres han vivido en pequeñas familias, robarse y expoliarse unos a otros ha sido un comercio, y lejos de ser reputado contra la ley de naturaleza, cuan¬to mayor era el botín obtenido, tanto mayor era el honor. Entonces los hombres no observaban otras leyes que las leyes del honor, que consistían en abstenerse de la crueldad, dejando a los hombres sus vidas e instrumentos de labor. Y así como entonces lo hacían las familias pequeñas, así ahora las ciudades y reinos, que no son sino familias más grandes, ensanchan sus dominios para su propia seguridad y bajo el pretexto de peligro y temor de invasión, o de la asistencia que puede prestarse a los invasores, justamente se esfuerzan cuanto pueden para someter o debilitar a sus vecinos, me-diante la fuerza ostensible y las artes secretas, a falta de otra ga¬rantía; y en edades posteriores se recuerdan con tales hechos.

Ni de la conjunción de unos pocos individuos o familias. No es la conjunción de un pequeño número de hombres lo que da a los Estados esa seguridad, porque cuando se trata de reducidos nú¬meros, las pequeñas adiciones de una parte o de otra, hacen tan grande la ventaja de la fuerza que son suficientes para acarrear la victoria, y esto da aliento a la invasión. La multitud suficiente para confiar en ella a los efectos de nuestra seguridad no está determinada por un cierto número, sino por comparación con el enemigo que tememos, y es suficiente cuando la superioridad del enemigo no es de una naturaleza tan visible y manifiesta que le determine a intentar el acontecimiento de la guerra.

Ni de una gran multitud, a menos que esté dirigida por un cri¬terio. Y aunque haya una gran multitud, si sus acuerdos están di¬rigidos según sus particulares juicios y particulares apetitos, no puede esperarse de ello defensa ni protección contra un enemigo común ni contra las mutuas ofensas. Porque discrepando las opi¬niones concernientes al mejor uso y aplicación de su fuerza, los individuos componentes de esa multitud no se ayudan, sino que se obstaculizan mutuamente, y por esa oposición mutua reducen su fuerza a la nada; como consecuencia, fácilmente son sometidos por unos pocos que están en perfecto acuerdo, sin contar con que de otra parte, cuando no existe un enemigo común, se hacen gue¬rra unos a otros, movidos por sus particulares intereses. Si pudié¬ramos imaginar una gran multitud de individuos, concordes en la observancia de la justicia y de otras leyes de naturaleza, pero sin un poder común para mantenerlos a raya, podríamos suponer Igualmente que todo el género humano hiciera lo mismo, y enton¬ces no existiría ni sería preciso que existiera ningún gobierno civil o Estado, en absoluto, porque la paz existiría sin sujeción alguna.

Y esto, continuamente. Tampoco es suficiente para la segu¬ridad que los hombres desearían ver establecida durante su vida entera, que estén gobernados y dirigidos por un solo criterio, durante un tiempo limitado, como en una batalla o en una guerra. En efecto, aunque obtengan una victoria por su unánime esfuerzo contra un enemigo exterior, después, cuando ya no tienen un enemigo común, o quien para unos aparece como enemigo, otros lo consideran como amigo, necesariamente se disgregan por la dife¬rencia de sus intereses, y nuevamente decaen en situación de guerra.

Por qué ciertas criaturas sin razón ni uso de la palabra, viven, sin embargo, en sociedad, sin un poder coercitivo. Es cierto que determinadas criaturas vivas, como las abejas y las hormigas, viven en forma sociable una con otra (por cuya razón Aristóteles las enumera entre las criaturas políticas) y no tienen otra direc¬ción que sus particulares juicios y apetitos, ni poseen el uso de la palabra mediante la cual una puede significar a otra lo que con¬sidera adecuado para el beneficio común: por ello, algunos desean inquirir por qué la humanidad no puede hacer lo mismo. A lo cual contesto:

Primero, que los hombres están en continua pugna de honores y dignidad y las mencionadas criaturas no, y a ello se debe que entre los hombres surja, por esta razón, la envidia y el odio, y finalmente la guerra, mientras que entre aquellas criaturas no ocurre eso.

Segundo, que entre esas criaturas, el bien común no difiere del individual, y aunque por naturaleza propenden a su beneficio privado, procuran, a la vez, por el beneficio común. En cambio, el hombre, cuyo goce consiste en compararse a sí mismo con los demás hombres, no puede disfrutar otra cosa sino lo que es emi¬nente.

Tercero, que no teniendo estas criaturas, a diferencia del hom¬bre, uso de razón, no ven, ni piensan que ven ninguna falta en la administración de su negocio común; en cambio, entre los hom¬bres, hay muchos que se imaginan a sí mismos más sabios y capaces para gobernar la cosa pública, que el resto; dichas personas se afanan por reformar e innovar, una de esta manera, otra de aque¬lla, con lo cual acarrean perturbación y guerra civil.

Cuarto, que aun cuando estas criaturas tienen su voz, en cier¬to modo, para darse a entender unas a otras sus sentimientos, les falta este género de palabras por medio de las cuales los hom¬bres pueden manifestar a otros lo que es Dios, en comparación con el demonio, y lo que es el demonio en comparación con Dios, y aumentar o disminuir la grandeza aparente de Dios y del demo¬nio, sembrando el descontento entre los hombres, y turbando su tranquilidad caprichosamente.

Quinto, que las criaturas irracionales no pueden distinguir entre injuria y daño, y, por consiguiente, mientras están a gusto, no son ofendidas por sus semejantes. En cambio el hombre se en¬cuentra más conturbado cuando más complacido está, porque es entonces cuando le agrada mostrar su sabiduría y controlar las acciones de quien gobierna el Estado.

Por último, la buena convivencia de esas criaturas es natural; la de los hombres lo es solamente por pacto, es decir, de modo ar¬tificial. No es extraño, por consiguiente, que (aparte del pacto) se requiera algo más que haga su convenio constante y obligato¬rio; ese algo es un poder común que los mantenga a raya y dirija sus acciones hacia el beneficio colectivo.

La generación de un Estado. El único camino para erigir se¬mejante poder común, capaz de defenderlos contra la invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte que por su propia actividad y por los frutos de la tierra pue¬dan nutrirse a sí mismos y vivir satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, to¬dos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus volun¬tades a una voluntad. Esto equivale a decir: elegir un hombre o una asamblea de hombres que represente su personalidad; y que cada uno considere como propio y se reconozca a sí mismo como autor de cualquiera cosa que haga o promueva quien representa su persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz y a la segu¬ridad comunes; que, además, sometan sus voluntades cada uno a la voluntad de aquél, y sus juicios a su juicio. Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real de todo ello en una y la misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás, en forma tal como si cada uno dijera a todos: autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mí de¬recho de gobernarme a mi mismo, con la condición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho, y autorizaréis todos sus actos de la misma manera. Hecho esto, la multitud así unida en una persona se denomina ESTADO, en latín, CIVITAS. Esta es la ge-neración de aquel gran LEVIATÁN, o más bien (hablando con más reverencia), de aquel dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa. Porque en virtud de esta autoridad que se le confiere por cada hombre particular en el Estado, posee y utiliza tanto poder y fortaleza, que por el terror que ins¬pira es capaz de conformar las voluntades de todos ellos para la paz, en su propio país, y para la mutua ayuda contra sus enemi¬gos, en el extranjero.

Definición de Estado. Qué es soberano y súbdito. Y en ello con¬siste la esencia del Estado, que podemos definir así: una persona de cuyos actos se constituye en autora una gran multitud mediante pactos recíprocos de sus miembros con el fin de que esa persona pueda emplear la fuerza y medios de todos como lo juzgue conve¬niente para asegurar la paz y defensa común. El titular de esta persona se denomina SOBERANO, y se dice que tiene poder soberano; cada uno de los que le rodean es SÚBDITO Suyo.

Se alcanza este poder soberano por dos conductos. Uno por la fuerza natural, como cuando un hombre hace que sus hijos y los hijos de sus hijos le estén sometidos, siendo capaz de destruirlos si se niegan a ello; o que por actos de guerra somete a sus ene¬migos a su voluntad, concediéndoles la vida a cambio de esa sumisión. Ocurre el otro procedimiento cuando los hombres se po¬nen de acuerdo entre sí, para someterse a algún hombre o asam¬blea de hombres voluntariamente, en la confianza de ser protegidos por ellos contra todos los demás. En este último caso puede ha¬blarse de Estado político, o Estado por institución, y en el primero de Estado por adquisición.

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Thomas Hobbes Leviatán, Biblioteca del Político INEP AC

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