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Teoria Psicoanalitica

angelagc038213 de Abril de 2013

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Sigmund Freud

EL PORVENIR DE UNA ILUSIÓN

( 1927 )

Traducción_Luis Lòpez Ballesteros

I

Todo aquel que ha vivido largo tiempo dentro de una determinada cultura y se ha planteado

repetidamente el problema de cuáles fueron los orígenes y la trayectoria evolutiva de la misma,

acaba por ceder también alguna vez a la tentación de orientar su mirada en sentido opuesto y

preguntarse cuáles serán los destinos futuros de tal cultura y por qué avatares habrá aún de pasar.

No tardamos, sin embargo, en advertir que ya el valor inicial de tal investigación queda

considerablemente disminuido por la acción de varios factores. Ante todo, son muy pocas las

personas capaces de una visión total de la actividad humana en sus múltiples modalidades. La

inmensa mayoría de los hombres se ha visto obligada a limitarse a escasos sectores o incluso a

uno solo. Y cuanto menos sabemos del pasado y del presente, tanto más inseguro habrá de ser

nuestro juicio sobre el porvenir. Pero, además, precisamente en la formación de este juicio

intervienen, en un grado muy difícil de precisar, las esperanzas subjetivas individuales, las cuales

dependen, a su vez, de factores puramente personales, esto es, de la experiencia de cada uno y de

su actitud más o menos optimista ante la vida, determinada por el temperamento, el éxito o el

fracaso. Por último, ha de tenerse también en cuenta el hecho singular de que los hombres viven,

en general, el presente con una cierta ingenuidad; esto es, sin poder llegar a valorar exactamente

sus contenidos. Para ello tienen que considerarlo a distancia, lo cual supone que el presente ha de

haberse convertido en pretérito para que podamos hallar en él puntos de apoyo en que basar un

juicio sobre el porvenir.

Así, pues, al ceder a la tentación de pronunciarnos sobre el porvenir probable de nuestra cultura,

obraremos prudentemente teniendo en cuenta los reparos antes indicados al mismo tiempo que la

inseguridad inherente a toda predicción. Por lo que a mí respecta, tales consideraciones me

llevarán a apartarme rápidamente de la magna labor total y a refugiarme en el pequeño sector

parcial al que hasta ahora he consagrado mi atención, limitándome a fijar previamente su

situación dentro de la totalidad.

La cultura humana -entendiendo por tal todo aquello en que la vida humana ha superado sus

condiciones zoológicas y se distingue de la vida de los animales, y desdeñando establecer entre

los conceptos de cultura y civilización separación alguna-; la cultura humana; repetimos, muestra

como es sabido, al observador dos distintos aspectos. Por un lado, comprende todo el saber y el

poder conquistados por los hombres para llegar a dominar las fuerzas de la Naturaleza y extraer

los bienes naturales con que satisfacer las necesidades humanas, y por otro, todas las

organizaciones necesarias para regular las relaciones de los hombres entre sí y muy especialmente

la distribución de los bienes naturales alcanzables. Estas dos direcciones de la cultura no son

independientes una de otra; en primer lugar, porque la medida en que los bienes existentes

consienten la satisfacción de los instintos ejerce profunda influencia sobre las relaciones de los

hombres entre sí; en segundo, porque también el hombre mismo, individualmente considerado,

puede representar un bien natural para otro en cuanto éste utiliza su capacidad de trabajo o hace

de él su objeto sexual. Pero, además, porque cada individuo es virtualmente un enemigo de la

civilización, a pesar de tener que reconocer su general interés humano. Se da, en efecto, el hecho

singular de que los hombres, no obstante, serles imposible existir en el aislamiento, sienten como

un peso intolerable los sacrificios que la civilización les impone para hacer posible la vida en

común. Así, pues, la cultura ha de ser defendida contra el individuo, y a esta defensa responden

todos sus mandamientos, organizaciones e instituciones, los cuales no tienen tan sólo por objeto

efectuar una determinada distribución de los bienes naturales, sino también mantenerla e incluso

defender contra los impulsos hostiles de los hombres los medios existentes para el dominio de la

Naturaleza y la producción de bienes. Las creaciones de los hombres son fáciles de destruir, y la

ciencia y la técnica por ellos edificada pueden también ser tilizadas para su destrucción.

Experimentamos así la impresión de que la civilización es algo que fue impuesto a una mayoría

contraria a ella por una minoría que supo apoderarse de los medios de poder y de coerción. Luego

no es aventurado suponer que estas dificultades no son inherentes a la esencia misma de la

cultura, sino que dependen de las imperfecciones de las formas de cultura desarrolladas hasta

ahora. Es fácil, en efecto, señalar tales imperfecciones. Mientras que en el dominio de la

Naturaleza ha realizado la Humanidad continuos progresos y puede esperarlos aún mayores, no

puede hablarse de un progreso análogo en la regulación de las relaciones humanas, y

probablemente en todas las épocas, como de nuevo ahora, se han preguntado muchos hombres si

esta parte de las conquistas culturales merece, en general, ser defendida. Puede creerse en la

posibilidad de una nueva regulación de las relaciones humanas, que cegará las fuentes del

descontento ante la cultura, renunciando a la coerción y a la yugulación de los instintos, de

manera que los hombres puedan consagrarse, sin ser perturbados por la discordia interior, a la

adquisición y al disfrute de los bienes terrenos. Esto sería la edad de oro, pero es muy dudoso que

pueda llegarse a ello. Parece, más bien, que toda la civilización ha de basarse sobre la coerción y

la renuncia a los instintos, y ni siquiera puede asegurarse que al desaparecer la coerción se

mostrase dispuesta la mayoría de los individuos humanos a tomar sobre sí la labor necesaria para

la adquisición de nuevos bienes. A mi juicio, ha de contarse con el hecho de que todos los

hombres integran tendencias destructoras -antisociales y anticulturales- y que en gran número son

bastante poderosas para determinar su conducta en la sociedad humana.

Este hecho psicológico presenta un sentido decisivo para el enjuiciamiento de la cultura humana.

En un principio pudimos creer que su función esencial era el dominio de la Naturaleza para la

conquista de los bienes vitales y que los peligros que la amenazan podían ser evitados por medio

de una adecuada distribución de dichos bienes entre los hombres. Mas ahora vemos desplazado el

nódulo de la cuestión desde lo material a lo anímico. Lo decisivo está en si es posible aminorar, y

en qué medida, los sacrificios impuestos a los hombres en cuanto a la renuncia a la satisfacción de

sus instintos, conciliarlos con aquellos que continúen siendo necesarios y compensarles de ellos.

El dominio de la masa por una minoría seguirá demostrándose siempre tan imprescindible como

la imposición coercitiva de la labor cultural, pues las masas son perezosas e ignorantes, no

admiten gustosas la renuncia al instinto, siendo útiles cuantos argumentos se aduzcan para

convencerlas de lo inevitable de tal renuncia, y sus individuos se apoyan unos a otros en la

tolerancia de su desenfreno. Unicamente la influencia de individuos ejemplares a los que

reconocen como conductores puede moverlas a aceptar aquellos esfuerzos y privaciones

imprescindibles para la perduración de la cultura. Todo irá entonces bien mientras que tales

conductores sean personas que posean un profundo conocimiento de las necesidades de la vida y

que se hayan elevado hasta el dominio de sus propios deseos instintivos. Pero existe el peligro de

que para conservar su influjo hagan a las masas mayores concesiones que éstas a ellos, y, por

tanto, parece necesario que la posesión de medios de poder los haga independientes de la

colectividad. En resumen: el hecho de que sólo mediante cierta coerción puedan ser mantenidas

las instituciones culturales es imputable a dos circunstancias ampliamente difundidas entre los

hombres: la falta de amor al trabajo y la ineficacia de los argumentos contra las pasiones.

Sé de antemano la objeción que se opondrá a estas afirmaciones. Se dirá que la condición que

acabamos de atribuir a las colectividades humanas, y en la que vemos una prueba de la necesidad

de una coerción que imponga la labor cultural, no es por sí misma sino una consecuencia de la

existencia de instituciones culturales defectuosas que han exasperado a los hombres haciéndolos

vengativos e inasequibles. Nuevas generaciones, educadas con amor y en la más alta estimación

del pensamiento, que hayan experimentado desde muy temprano los beneficios de la cultura,

adoptarán también una distinta actitud ante ella, la considerarán como su más preciado patrimonio

y estarán dispuestas a realizar todos aquellos sacrificios necesarios para su perduración, tanto en

trabajo como en renuncia a la satisfacción de los instintos. Harán innecesaria la coerción y se

diferenciarán muy poco de sus conductores. Si

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