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Bataille George Capitulo 1

theend016 de Octubre de 2013

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Prólogo

El espíritu humano está expuesto a los requerimientos más sorprendentes. Constantemente se da miedo a sí mismo. Sus movimientos eróticos le aterrorizan. La santa, llena de pavor, aparta la vista del voluptuoso: ignora la unidad que existe entre las pasiones inconfesables de éste y las suyas.

Con todo, no es imposible hallar la coherencia del espíritu humano, cuyas posibilidades se extienden en un territorio que va desde la santa hasta el voluptuoso.

Me sitúo en un punto de vista desde el que percibo estas posibilidades, que son opuestas, en concierto. No intento de ninguna manera reducirlas unas a otras, sino que me esfuerzo en captar, más allá de toda posibilidad de negar al otro, una última posibilidad de convergencia.

No pienso que el hombre tenga la más mínima posibilidad de arrojar un poco de luz sobre todo eso sin dominar antes lo que le aterroriza. No se trata de que haya que esperar un mundo en el cual ya no quedarían razones para el terror, un mundo en el cual el erotismo y la muerte se encontrarían según los modos de encadenamiento de una mecánica. Se trata de que el hombre sí puede superar lo que le espanta, puede mirarlo de frente.

Si paga este precio, no le afecta ya la extraña falta de reconocimiento de sí mismo que hasta aquí lo ha definido.

Por lo demás, no hago más que seguir un camino en el que otros se han adentrado.

Mucho antes de la publicación de la presente obra, el erotismo ya había dejado de ser considerado un tema del que un «hombre serio» no puede tratar sin venir él a menos.

Ya hace bastante tiempo que los hombres hablan sin temor, y por extenso, del erotismo. En esta misma medida, se conoce aquello de lo que hablo. Sólo he querido buscar, en la diversidad de los hechos descritos, cohesión. He intentado mostrar, de un conjunto de conductas, un cuadro coherente.

Esta búsqueda de un conjunto consistente opone mi esfuerzo a la labor de la ciencia. La ciencia estudia cada cuestión aisladamente. Acumula trabajos especializados. Creo que el erotismo tiene para los hombres un sentido que la manera científica de proceder no puede proporcionar. El erotismo no puede ser estudiado sin, al hacerlo, tomar en consideración al hombre mismo. En particular, no se puede tratar el erotismo independientemente de la historia del trabajo y de la historia de las religiones.

En esta misma medida, los capítulos de este libro se alejan a menudo de la realidad sexual. Y además he dejado de lado algunas cuestiones que alguna vez parecerán más importantes que las tratadas.

Lo he sacrificado todo a la búsqueda de un punto de vista desde el cual sobresalga la unidad del espíritu humano.

La presente obra se compone de dos partes. En la primera he expuesto sistemáticamente, con su propia cohesión, los diferentes aspectos de la vida humana considerada desde el punto de vista del erotismo.

En la segunda he reunido varios estudios independientes, en los cuales se aborda la misma cuestión. La unidad del conjunto es innegable. En ambas partes se trata de la misma investigación. Los capítulos de la primera parte y los estudios independientes de la segunda fueron escritos al mismo tiempo, entre la guerra y el año actual (1957). Ahora bien, esta manera de proceder tiene un defecto, y es que no he podido evitar repetir alguna cosa. En la primera parte, por ejemplo, he vuelto en ocasiones sobre temas tratados de otra manera en la segunda. Esto me ha parecido un inconveniente tanto menos grave cuanto que responde al aspecto general de la obra. En este libro, una cuestión aislada engloba siempre el tema entero. En cierto sentido, este libro se reduce a una visión de conjunto de la vida humana, tomada cada vez desde un punto de vista diferente.

Con los ojos fijos en una visión de conjunto como ésta, me he dedicado más que nada a la posibilidad de hallar de nuevo, en una perspectiva general, la imagen que me obsesionó durante la adolescencia: la de Dios. Ciertamente, no vuelvo a la fe de mi juventud. Pero en este mundo abandonado en el que nos movemos como fantasmas, la pasión humana sólo tiene un objeto. Lo que varía son los caminos por los cuales la abordamos. El objeto de la pasión humana tiene los más variados aspectos, pero su sentido sólo lo penetramos cuando logramos percibir su profunda coherencia.

Insisto sobre el hecho de que, en esta obra, los movimientos de la religión cristiana y los impulsos de la vida erótica aparecen en su unidad.

No habría escrito este libro si hubiera estado solo a la hora de elaborar los problemas que me planteaba. Quisiera indicar aquí que mi esfuerzo fue precedido por Le miroir de la tauro-machie, de Michel Leiris, donde el erotismo es considerado como una experiencia vinculada a la vida; no como objeto de una ciencia, sino como objeto de la pasión o, más profundamente, como objeto de una contemplación poética.

Es, en particular, a causa de Le miroir, escrito por Michel Leiris justo antes de la guerra, por lo que este libro debía serle dedicado.

Quiero, además, agradecerle aquí de manera expresa la ayuda que me proporcionó en el momento en que, enfermo como estaba, me vi en la imposibilidad de ocuparme yo mismo de encontrar las fotografías que acompañan mi texto.

Diré aquí hasta qué punto estoy impresionado aún por el apoyo solícito y eficaz que un gran número de amigos me ha proporcionado en esta ocasión, cuando se han encargado, por las mismas razones, de procurarme la documentación correspondiente a lo que yo buscaba.

Citaré los nombres de: Jacques-André Boissard, Henri Dus-sat, Théodore Fraenkel, Max-Pol Fouchet, Jacques Lacan, André Masson, Roger Parry, Patrick Waldberg, Blanche Wiehn.

No conozco al señor Falk, ni a Robert Giraud, ni al admirable fotógrafo Pierre Verger, a quienes debo igualmente una parte de la documentación.

No dudo de que el objeto mismo de mis estudios, y el sentimiento de la exigencia a la que mi libro responde, están de manera esencial en el origen de su solicitud.

No he citado aún el nombre de mi más viejo amigo: Alfred Métraux. Pero es que debía referirme de manera general, aprovechando la ayuda que me ha prestado en esta obra, a todo lo que le debo. No solamente me introdujo, a partir de los años que siguieron a la primera guerra mundial, en el terreno de la antropología y de la historia de las religiones, sino que, además, su autoridad indiscutible me ha permitido sentirme seguro —sólidamente seguro— al hablar del tema decisivo de lo prohibido y la transgresión.

Introducción

Podemos decir del erotismo que es la aprobación de la vida hasta en la muerte. Propiamente hablando, ésta no es una definición, pero creo que esta fórmula da mejor que ninguna otra el sentido del erotismo. Si se tratase de dar una definición precisa, ciertamente habríamos de partir de la actividad sexual reproductiva, una de cuyas formas particulares es el erotismo. La actividad sexual reproductiva la tienen en común los animales sexuados y los hombres, pero al parecer sólo los hombres han hecho de su actividad sexual una actividad erótica, donde la diferencia que separa al erotismo de la actividad sexual simple es una búsqueda psicológica independiente del fin natural dado en la reproducción y del cuidado que dar a los hijos. Así, a partir de esta definición elemental, vuelvo inmediatamente a la fórmula que propuse para empezar, según la cual el erotismo es la aprobación de la vida hasta en la muerte. En efecto, aunque la actividad erótica sea antes que nada una exuberancia de la vida, el objeto de esta búsqueda psicológica, independiente como dije de la aspiración a reproducir la vida, no es extraño a la muerte misma. Hay ahí una paradoja tan grande que, sin esperar más, intentaré dar a mi afirmación una apariencia de razón de ser con dos citas:

«Por desgracia el secreto es demasiado firme», observa Sade, «y no hay libertino que esté un poco afianzado en el vicio y que no sepa hasta qué punto el acto de quitar la vida a otro actúa sobre los sentidos...».

El mismo escribe esta frase, más singular aún:

«No hay mejor medio para familiarizarse con la muerte que aliarla a una idea libertina».

He hablado de una aparente razón de ser. En efecto, este pensamiento de Sade podría ser una aberración. De todos modos, aunque sea verdad que la tendencia a la que se refiere no es tan rara en la naturaleza humana, se trata de una sensualidad aberrante. Pero no por ello deja de existir una relación entre la muerte y la excitación sexual. La visión o la imagen del acto de dar muerte pueden despertar, al menos en algún enfermo, el deseo del goce sexual. Pero no podemos limitarnos a decir que la enfermedad es la causa de esta relación. Personalmente, admito que en la paradoja de Sade se revela una verdad. Esta verdad no está restringida a lo que abarca el horizonte del vicio; hasta creo que podría ser la base de nuestras representaciones de la vida y de la muerte. Y creo finalmente que no podemos reflexionar sobre el ser independientemente de esta verdad. El ser, las más de las veces, parece dado al hombre fuera de los movimientos de la pasión. Diré, por el contrario, que jamás debemos representarnos al ser fuera de esos movimientos.

Pido excusas por partir ahora de una consideración filosófica.

En general, la sinrazón de la filosofía es su alejamiento de la vida. Pero quiero tranquilizarles inmediatamente.1 La consideración que introduzco nos remite a la vida de la manera más íntima: nos remite a la actividad sexual, considerada esta vez a la luz de la reproducción. He dicho que la reproducción se oponía al erotismo; ahora bien, si bien es cierto que

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