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CUENTOS PARA EDUCAR


Enviado por   •  10 de Septiembre de 2014  •  17.462 Palabras (70 Páginas)  •  424 Visitas

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La tortuga y la hormiga

En un pozo, una tortuga a cierta hormiga decía:

“En este miserable invierno, dime, ¿qué comes, amiga?”

“Como trigo” le responde, “y maíz y otras semillas, de las que dejo en otoño mis bodegas bien provistas.”

“¡Ay! ¡Dichosa tú!”

Exclamaba la tortuga muy arrugada: “¡Qué buena vida te pasas!

¡Qué bien te tratas, vecina!

Mientras yo, ¡pobre de mi!, en este pozo metida todo el año, apenas como una que otra sabandija.”“Pero en ese largo tiempo, ¿qué haces?” pregunta la hormiga.

Y la tortuga responde: “Yo, a la verdad, día por día me estoy durmiendo en el fondo de este pantano, y es raro verme en el suelo arrastrando la barriga.

“Pues entonces no te quejes” le contesta la hormiguita “de las hambres que padeces, ni de tu suerte mezquina: porque es ley muy natural, y al hombre también se aplica, que al ser que nunca trabaja, la miseria lo persiga.

La gallina de los huevos de oro

Un hombre de cierto lugar tenía una gallina que cada día le ponía un huevo de oro, y pretendiendo encontrar en las entrañas de tan productiva ave una gran cantidad del codiciado metal, la mató; pero, al abrirla, tuvo el desengaño de hallar que, por dentro, era totalmente igual a las demás gallinas.

Ansioso por conseguir rápidamente un gran tesoro, perdió el valioso regalo que la gallina le concedía diariamente.

Moraleja: Es conveniente estar contentos con lo que se tiene, y huir de la insaciable codicia.

Teseo el renegón

Teseo era un campesino muy trabajador, pero si algo le salía mal empezaba a renegar así:

- ¡Maldición de las maldiciones malditas!

Así se la pasaba, renegando, refunfuñando, protestando y siempre malhumorado.

Un día, muy temprano, Teseo subió a su carreta y emprendió el viaje rumbo al pueblo. La mañana era fresca y los pájaros cantaban. Todo parecía perfecto hasta que la carreta se atascó. Una rueda se había hundido en el lodo del camino. Entonces Teseo comenzó a manotear y maldecir, pero no hizo nada para resolver el problema.

De pronto, Teseo se acordó de Atlas, un personaje muy poderoso que, según la leyenda era capaz de cargar el mundo en la espalda.

- ¡Atlas! – empezó a gritar Teseo-, ¡Ven y saca mi carreta del lodo!, ayúdame, por favor. ¡Tengo que llegar al pueblo!

Teseo estaba seguro de que Atlas llegaría para ayudarlo, así que lo llamó, y lo llamó hasta que el gran Atlas se hizo presente. Teseo lo miró asombrado.

¿Qué es lo que quieres preguntó Atlas?

- Bueno contesto Teseo, nervioso, mi carreta se atascó y no puedo sacarlo yo solo.

– Continuo Atlas-, toma ese tronco y ponlo atrás de la rueda. Arrea tu caballo y cuando la carreta se mueve empuja el tronco.

Teseo arreo su caballo y cada vez que la rueda se movía él empujaba un poco más el tronco. Así, poco a poco, la carreta salió del lodazal.

- ¡Gracias, Atlas! Sin tu ayuda mi carreta aun seguiría atascada.

Pero si fuiste tú quien hizo todo - señaló Atlas-. Solo deja de renegar y piensa como solucionar los problemas. Tú no me necesitas.

En ese momento Atlas desapareció tan misteriosamente como había llegado.

Teseo continúo su camino hacia el pueblo. Desde ese día reniega menos y trata de resolver sus problemas sin maldecir y ni refunfuñar.

El gusano medidor

Una mañana soleada, el gusano medidor descansaba tranquilamente sobre una rama.

De pronto el ruiseñor, que es un pájaro presumido se acercó para comérselo.

- Espera, no me comas, yo soy muy útil y voy a decirte algo que tú no sabes.

- dijo el gusano.

- ¿Algo que no sé? – preguntó el ruiseñor.

- Sí, cuánto mide tu hermosa cola.

El ruiseñor tuvo curiosidad y aceptó. Entonces el gusano empezó a medir dando pasitos

- Uno, dos, tres, cuatro… tu cola mide cuatro pasos.

- ¿qué otras cosas puedes medir?

- Quiso saber el ruiseñor.

- Todo lo que tú me pidas.

Para probar si era cierto, el ruiseñor llamó al tucán, a la garza y al pavorreal.

- ¡Mide lo más bello que tienen, si no, te como! – le advirtió.

En poco tiempo, el gusano midió el pico del tucán, el cuello de la garza y la cola del pavorreal.

Como premio las aves lo dejaron ir, pero el ruiseñor muy enojado, se puso frente a él.

- Antes de irte, mide lo más bonito que tengo: mi canto.

- Pero yo solo mido cosas, no canciones – respondió el gusano.

Como el ruiseñor ya se lo iba a comer, el gusano pidió asustado:

- Está bien, empieza a cantar.

El ruiseñor inventó una canción tan bonita, que el venado, la ardilla y el pato se acercaron a escucharlo.

Al darse cuenta, cuando por fin el orgulloso ruiseñor terminó de cantar, el gusano ya se había escapado lejos de ahí.

Juan sin miedo

En un reino lejano, hace muchos años, había un rey llamado Jorge el Grande. El rey Jorge estaba muy preocupado porque su única hija no quería casarse. “¿Quién heredará el reino si no tengo nietos ni nietas?”, pensaba el rey.

- Padre – le decía la princesa -, yo quiero como esposo al hombre más valiente del reino. Solo me casaré con quien sea capaz de traerme los tesoros del castillo encantado.

“¿Los tesoros del castillo encantado? ¡Es imposible!”, pensaba el rey.

“Nadie se atreve a ir a ese castillo. Dicen que hay fantasmas horribles y brujas muy peligrosas.

Con gran desesperación el rey convocó a todos los consejeros del reino para buscar una solución.

Pensando y pensando, encontraron una: anunciarían que la princesa tomaría como esposo al joven que le llevará los tesoros del castillo encantado.

Un pregonero real llevó la noticia a todas las ciudades del reino. Al escuchar el mensaje, los jóvenes se entusiasmaban, pero también se morían de miedo. “El castillo es demasiado peligroso”, pensaban.

Nadie quería correr tan grandes riesgos.

Y así pasaron muchos días y muchos meses hasta que una mañana un joven delgado de corta estatura y apariencia débil pidió hablar con el rey.

- Su majestad –dijo el joven-, he escuchado al pregonero.

Sé que usted busca al hombre más valioso del reino, a un hombre que se atreva a entrar al castillo encantado.

- ¡Así es! –contestó el rey-.

¿Conoces a un hombre tan fuerte y valiente?

- Majestad dijo el joven-, si me da su consentimiento seré yo quien traiga los tesoros.

- ¡Ja! – rio el rey-. Eres demasiado soñador. No tienes ni la fuerza ni la altura para enfrentar los peligros del castillo encantado.

- Majestad – respondió el joven con firmeza-, a mi me llaman Juan sin Miedo porque no le temo a nada.

El rey no podía creerle, pero finalmente le dio su consentimiento.

Y así, Juan sin Miedo se dirigió al castillo encantado, a donde nadie del reino se atrevía a entrar.

Dentro del castillo todo estaba oscuro. Juan no podía ver nada a tientas y tropezones caminó por un pasillo hasta que, de pronto vio frente a él un fantasma.

Juan lo saludó entusiasmado, sin sentir ningún temor. El fantasma se fue volando hasta el comedor y Juan lo siguió.

¡Cuás! ¡Tras! ¡Cras! Escuchó Juan de repente. Volteó y vio que por las escaleras bajaba una cadena larguísima que parecía una serpiente furiosa.

Juan siguió caminando y al llegar al comedor encontró brujas moradas, con manos, labios y cabellos rojos. También había fantasmas con orejas largas y puntiagudas que reían a carcajadas. El fantasma más grande le gritó:

- ¡Ven, Juan, a ver si te atreves a cenar con nosotros!

Juan, que sentía un gran apetito, aceptó gustoso. Se sentó a la mesa y saboreo el delicioso platillo que habían preparado las brujas: renacuajos y víboras en escabeche.

Juan cenó y muy satisfecho les dio las gracias y se fue a dormir.

Mientras Juan dormía sintió que su cama se elevaba. Se dio cuenta que volaba por todas las habitaciones.

“Qué divertido”, pensaba Juan.

“No hay por qué tener miedo”.

Por fin, la cama volvió al suelo y Juan se quedó dormido.

Al día siguiente, cuando Juan despertó las brujas y las fantasmas rodeaban su cama.

- Eres el primero en tratarnos sin miedo y con amabilidad –dijeron los fantasmas-, por eso queremos regalarte los tesoros del castillo encantado.

Las brujas le entregaron a Juan un saco de monedas de oro y él muy contento, abrazó a cada fantasma y cada bruja. Después, con el saco en la espalda, salió rumbo al palacio del rey.

Cuando llegó todos los habitantes del palacio aplaudieron. El rey y la princesa salieron para recibir a Juan.

Él les platicó sus aventuras en el castillo. Todos admiraron el valor de Juan y comprendieron que para enfrentar los peligros es importante no guiarse por las apariencias ni dejarse vencer por el miedo.

El día de la boda, Juan y la princesa estaban muy felices y repartieron las monedas de oro entre los habitantes del reino.

El perro y el pedazo de carne

Cierto perro en cierto día se creía muy listo, pues robó de una carnicería un gran pedazo de carne muy apetecible. Se fue lo más lejos posible para poder comérselo con calma. Pero al cruzar un puente sobre un hondo y calmoso río, cuando se le ocurrió mirar hacia abajo. Vio entonces reflejada su propia imagen en el agua.

Y pensó: "Aquel perro que está allá abajo también tiene un gran trozo de carne. Y su trozo se ve como si fuera más grande que el mío. Además ese perro tiene cara de bobo. Lo voy a espantar y podre quedarme con los dos trozos de carne. ¡Qué listo soy y que rico voy a comer!"

Pero, cuando abrió su hocico para ladrar, el pedazo de carne que traía en su hocico se cayó al río, se hundió en el agua y finalmente se esfumó.

Moraleja: Por intentar pasarse de listos, a veces los listos se portan como bobos.

Fábula del ratón y el elefante

Un ratoncillo, de los más diminutos, viendo a un elefante, de los más corpulentos, se burlaba de la pausada marcha del gigantesco animal, que llevaba completa la carga.

A cuestas conducía a una famosa sultana, que iba de peregrinación con su perro faldero, su gato, su mona, su cotorra y toda su casa.

El ratoncillo se asombraba de que los transeúntes se quedaran con la boca abierta mirando aquel enorme volumen.

Pero el ratón pensaba:

Como si el ocupar más o menos sitio, pensaba, nos hiciera más o menos importantes.

Y dijo nuevamente el ratón:

¿Qué admiran tanto? ¿Ese corpachón que amedrenta a los chiquillos? Tan menudos como somos, no nos tememos los ratones en menos que los elefantes... Estaba diciendo aquello cuando el gato de la sultana, cayendo sobre él, le hizo ver en un abrir y cerrar de ojos que un ratón no es un elefante.

Moraleja: La envidia nos hace malas jugadas.

El juez sabio

Baukás, rey de Argelia.

Quiso ver si, como decían, en una ciudad cercana vivía un juez capaz de averiguar la verdad sin equivocarse y de castigar con justicia a los ladrones.

El rey se disfrazó de campesino y fue a caballo a la ciudad en busca del juez. Cerca de la ciudad un joven le pidió a Baukás que lo llevara hasta la plaza y Baukás aceptó.

Cuando llegaron a la plaza el muchacho no quizo bajarse del caballo. "¿Por qué no te bajas?" le dijo Baukás. "¡Por qué he de bajarme si el caballo es mío! ¡Si no quieres dármelo por las buenas, vamos con el juez!" Baukás aceptó.

Una multitud llenaba el lugar donde el juez atendía los casos que debía de juzgar. Antes de que llamara a Baukás y al joven, atendió a un mantequero y un carnicero.

El carnicero estaba completamente sucio de carne y sangre y el mantequero de manteca. Ambos sostenían una bolsa. El carnicero dijo: "Le compré a este hombre manteca y cuando saqué la bolsa para pagar, quiso arrebatármela.

Pero la bolsa es mía y este hombre es un ladrón" El mantequero se defendió: "No es cierto, el carnicero vino a mi tienda a comprar manteca. Cuando llené su vasija, me pidió que le cambiara una moneda de oro, saqué la bolsa y la dejé encima del mostrador, la tomó e intentó huir, yo lo atrapé y lo traje aquí" El juez guardó silencio un momento y dijo: "Dejen aquí el dinero y regresen mañana".

Cuando les tocó su turno a Baukás y al joven, Baukás contó todo de como había ocurrido. El juez lo escuchó y luego le preguntó al joven qué había pasado.

El joven respondió: "No es cierto, yo cruzaba la ciudad en mi caballo y este hombre me pidió que lo llevara a la plaza, acepté pero cuando llegamos no quizo bajarse y dijo que era suyo". El juez guardó silencio un momento y dijo: "Dejen aquí el caballo y regresen mañana".

Al día siguiente se reunió mucha gente para ver de lo que había resuelto el juez. El juez llamó al carnicero y dijo: "El dinero es suyo". Luego señaló al mantequero y pidió que lo castigaran. Después pasaron Baukás y el joven.

Dijo el juez a Baukás: "¿Reconocería a su caballo entre otros 20 caballos?" "si" dijo Baukás "¿Y usted?" le dijo al joven "También" dijo el joven. "Sígame" dijo el juez Baukás. Entraron a una cuadra de caballos. Baukás reconoció inmediatamente al suyo. Luego pidió al joven que entrara y señalara a su caballo. El joven así lo hizo.

Después el juez se sentó en su sitio y dijo a Baukás: "El caballo es suyo, el joven tendrá su castigo"

Cuando terminó, el juez se dirigió a su casa. Baukás lo siguió y le dijo: "Quiero saber cómo supo que el dinero era el del carnicero y el caballo mío" El juez contestó: "Lo del dinero fue fácil, metí en una tina de agua y esta mañana no había manchas de grasas en el agua.

Si el dinero fuera del mantequero, habría estado sucio de manteca. Lo que quería decir que el carnicero no había mentido. Lo del caballo fue más difícil. Yo no los llevé a la cuadra para comprobar si reconocían o no al caballo, si no para ver a quién reconocía el animal. Cuando usted se acercó, el caballo se mostró dócil. Cuando el joven lo tocó, el caballo se enojó y relinchó.

Por eso supe que usted era el verdadero dueño" Entonces Baukás dijo: "No soy un campesino, sino el rey Baukás. Vine a ver si era verdad lo que decían de usted. Ahora estoy convencido de que es un juez sabio. Pídame lo que quiera que se lo daré." El juez dijo: "Gracias, pero no necesito ninguna recompensa" Fin

Cuento de las cigüeñas

En la torre del campanario hay un nido de cigüeñas con tres huevos. Mamá cigüeña ha ido a buscar comida, dejando los huevos solos, pero vigilados de cerca por la vieja campana de bronce, muda desde hace años, porque nadie sube a tocarla.

Pasan las horas, y los huevos empiezan a moverse. De cada uno de ellos asoma un pequeño pico que va rompiendo la cascara poco a poco.

De pronto, nadie sabe cómo, se oye un sonido casi olvidado por los habitantes del pueblo.

¡Gong!... ¡Gong!!... ¡Gong!!

La gente que pasaba por la calle, alza la mirada hacia el campanario y diciendo:

¿Qué ocurre? ¿Quién toca la campana? ¡Algo malo pasa!

Efectivamente, algo malo va a pasar. De los huevos han salido las tres pequeñas cigüeñas que, al verse solas, se mueven asustadas y es tan a punto de caer desde lo alto del campanario.

La gente, al verlo, corre de un lado a otro, gritando. Nadie sabe cómo salvar a las cigüeñas.

Gong, la campana, sigue tocando con todas sus fuerzas.

A lo lejos, mama cigüeña ha oído la campana y volando lo más rápido posible, llega a tiempo de salvar a sus pequeños.

Todos en la plaza, gritan entusiasmados. ¡Seguirán teniendo a sus queridas cigüeñas!

El alcalde toma una sabia decisión: Abrir el campanario y poner una cuerda nueva para poder oír todos los días las campanadas de Gong.

La zorra y el cuervo

La zorra salió un día de su casa para buscar qué comer. Era mediodía y no se había desayunado. Al pasar por el bosque vio al cuervo, que estaba parado en la rama de un árbol y tenía en el pico un buen pedazo de queso.

La zorra se sentó debajo del árbol, mirando todo el tiempo al cuervo, y le dijo estas palabras:

“Querido señor cuervo, ¡qué plumas tan brillantes y hermosas tiene usted! ¡Apenas puedo creerlo! Nunca he visto nada tan maravilloso. Me gustaría saber si su canto es igual de bonito, porque entonces no habrá duda que es usted el rey de todos los que vivimos en el bosque”.

El cuervo, muy contento de oír esos elogios y con muchas ganas de ser el rey del bosque, quiso demostrarle a la zorra lo hermoso de su canto.

Abrió, pues, el pico y canto así:

“¡Crrac!”

La zorra se tapó las orejas, pero abrió bien el hocico para atrapar el queso que el cuervo dejó caer al abrir el pico. Lo atrapó, lo masticó despacio, lo saboreó, se lo tragó, y le dijo al cuervo:

“Muchísimas gracias, señor cuervo. ¡Qué sabroso desayuno!” La zorra se fue, relamiéndose los bigotes, y el cuervo se quedó muy pensativo.

La zorra y el chivo

Cayó una zorra en un profundo pozo, viéndose obligada a quedar adentro por no poder alcanzar la orilla.

Llegó más tarde al mismo pozo un chivo sediento, y viendo a la zorra le preguntó si el agua era buena.

Ella, ocultando su verdadero problema, se deshizo en elogios para el agua, afirmando que era excelente, e invitó al chivo a descender y probarla donde ella estaba. Sin más pensarlo saltó el chivo al pozo, y después de saciar su sed, le preguntó a la zorra cómo harían para salir de allí.

Dijo entonces la zorra:

- Hay un modo, que sin duda es nuestra mutua salvación. Apoya tus patas

delanteras contra la pared y alza bien arriba tus cuernos; luego yo subiré por tu cuerpo y una vez afuera, tiraré de ti.

Le creyó el chivo y así lo hizo con buen gusto, y la zorra trepando hábilmente por la espalda y los cuernos de su compañero, alcanzó a salir del pozo, alejándose de la orilla al instante, sin cumplir con lo prometido.

Cuando el chivo le reclamó la violación de su convenio, se volvió la zorra y le dijo:

- ¡Oye socio, si tuvieras tanta inteligencia como pelos en tu barba, no hubieras bajado sin pensar antes en cómo salir después!

Moraleja:

Antes de comprometerte en algo, piensa primero si podrías salir de aquello, sin tomar en cuenta lo que te ofrezcan tus vecinos.

Las dos ranas

Un día los colores del estío secaron la laguna en que habitaban dos ranas. Entonces ambas se fueron en busca de un nuevo domicilio, y encontraron un pozo profundo que a la sazón casi se desbordaba de agua.

Entonces una de ellas dijo:

Aquí nos acomodaremos fácilmente.

Pero contestó la otra.

Tienes razón, pero si el pozo llega a secarse, ¿cómo saldremos?

Pensando un rato se dieron, pues el abrazo, y se fueron en busca de otra charca, que era su verdadero domicilio.

Moraleja: Muchas veces creen encontrar algo mejor pero nunca tienen seguridad de ello y vuelven al mismo lugar.

La zorra y el leñador

Huyendo una zorra de ciertos cazadores que la perseguían, corrió largo trecho por un despoblado, hasta que viendo a un leñador amigo, le suplicó que la ocultase en su choza.

Este hizo así, pero cuando los cazadores vinieron a preguntarle por la zorra, él les decía con la voz que ignoraba su paradero, mientras con las manos indicaba el punto del escondite; no habiendo comprendido; sin embargo, marcharon los cazadores, y entonces la zorra salió de su guarida y se alejó del hombre sin decir palabra.

El leñador, amostazado, dijo:

¿Es esa la manera que tienes de darme las gracias?

La zorra mirándole atentamente, contestó:

Te las daría de buena gana, si en tu respuesta a mis amigos hubieras marchado acordes los gestos y las palabras.

Y que para hacer los favores hay que hacerlos completos.

Los dos pichones

Los pichones se querían tiernamente, pero uno de ellos se aburría en casa y tuvo la insensata ocurrencia de hacer un largo viaje, entonces le dijo su compañera:

¿Qué vas a hacer? ¿Quieres dejarme? La ausencia es el mayor de los males; pero no lo es sin duda para ti, a no ser que los trabajos, los peligros y las molestias del viaje te hagan cambiar de propósito. ¡Si estuviera más adelantada la estación! Aguarda las brisas primaverales.

¿Qué prisa tienes? Ahora mismo un cuervo pronosticaba desgracias a alguna ave desventurada. Si marchas, estaré siempre pensando en funestos encuentros, en halcones y en cedes. ¡Está lloviendo! diré, ¿Tendrá mi compañero buen albergue y buena cena?

Este discurso movió el corazón del imprudente viajero, pero el afán de ver y el espíritu aventurero prevalecieron al fin y le contestó:

No llores, con tres días de viaje quedaré satisfecho. Volveré enseguida a contarte, punto por punto, mis aventuras, y te divertiré con mi relato. Quien nada ha visto, de nada puede hablar. Ya verás cómo te agrada la narración de mi viaje. Te diré: estuve allí y me paso tal cosa... Te parecerá, al oírme, que has estado tú también.

Se despidieron llorando. Se alejó el viajero y al poco rato un aguacero lo obligó a buscar abrigo. No encontró más que un árbol de tan menguado follaje, que el pobre pichón quedó calado hasta los huesos.

Cuando pasó la borrasca, se secó como pudo, y divisó en un campo inmediato granos de trigo esparcidos por el suelo y junto a ellos otro pichón. Se avivó su apetito, se acercó y quedó preso: el trigo era cebo de traidoras redes.

Estas eran tan viejas y estaban tan gastadas, que trabajando con las alas, el pico y las patas, pudo romperlas el cautivo, dejando en ellas algunas plumas; pero lo peor del caso fue que un buitre, de rapaces garras, vio a nuestro pobre pichón que arrastrando la destrozada red parecía un forzado que huía del presidio.

Ya se arrojaba el buitre sobre él, cuando súbitamente cayó desde las nubes un águila con las alas extendidas. El pichón se aprovechó del conflicto entre aquellos dos bandoleros, echó a volar y se refugió en una granja, pensando que allí acabarían sus desventuras.

Un muchacho malvado hizo voltear la honda, y de una pedrada dejó medio muerto al desdichado pichón, que maldiciendo su curiosidad, arrastrando las alas y los pies, se dirigió cojeando y sin aliento hacia el palomar, adonde llegó al fin como pudo sin nuevos contratiempos.

Ya cuando se hubo recuperado volvió a su natal hogar, con el otro pichón. Juntos al cabo los dos camaradas, el viajero no quiso hacer relato alguno de su “divertido” viaje.

La aventura y la curiosidad no son aconsejables para quienes no tienen medios de defensa. Su debilidad los obliga a volver más pronto de la que pensaban a su punto de partida.

El hombre, su hijo y el burro

En cierta ocasión un hombre andaba de viaje con su hijo y su burro. El niño iba montado en el burro y el padre caminaba junto a él. Al cruzar por un pueblo. La gente los miraba y decía: ¿han visto? ¿Cómo puede ser? El hijo, un joven y fuerte va montado en el burro y su padre, ya viejo, debe caminar. Cuando oyó esto el hombre, bajó a su hijo, se montó él en el burro y continuaron su camino.

Al pasa por otro pueblo. La gente también los miraba y hablaba así:

¡Como puede ser! El hombre va montado en el burro sin consideración y permite que su hijo pequeño corra y se canse a su lado.

Entonces el padre cuando escuchó esto, se bajó del burro y en esta ocasión siguieron caminando ambos a pie y jalando al burro de las riendas.

Nuevamente cruzaron otro pueblo. La gente los miraba y decía: ¡Qué tontos los dos! Tienen un burro y van a pie. Al escuchar lo que decía la gente, el hombre se montó en el burro junto con su hijo.

Pasaron por otro pueblo. La gente los veía y decía con molestia: ¡Qué abuso! ¡Desdichado burro que carga con el peso de dos personas! ¡Qué desconsideración! Al escuchar esto, el hombre se bajo del burro y desmonto también a su hijo. Se les ocurrió buscar unas cuerdas y una gruesa vara. Ataron las patas del burro, lo colgaron de la vara y siguieron caminando cargando el burro.

Pero nuevamente atravesaron otro pueblo y la gente se reía con ganas:

¿Pero que vemos? ¡Qué locura! Un hombre y un niño cargando a un burro, ¡realmente están locos!

El hombre ya muy enfadado, bajó el burro al suelo, soltó sus patas y montó a su hijo, y dijo: así salí de mi casa y así mejor sigo mi viaje.

Moraleja: Es imposible complacer a todo el mundo.

El perro y el cocodrilo

Bebiendo un perro en el Nilo, al mismo tiempo corría

¡Quieto!

Le decía un sagaz cocodrilo.

El perro le contestó:

Dañoso es beber y andar; pero, ¿Es sano el aguardar a que me claves el diente?

¡Oh, que sabio perro! Viejo

Yo venero su sentir en eso lo de no seguir del enemigo el consejo.

Seguir el consejo de algún desconocido es como tirarse la soga al cuello.

El perro y el lobo

Había una vez en una casa, cerca del bosque, vivía un perro que se encargaba de cuidar la propiedad de sus amos. Un día el perro se alejó de su casa porque deseaba conocer a los animales que vivían en el bosque.

Encontró muchos animales que parecían felices y pensó que sería divertido jugar con libremente con todos ellos. De regreso a su casa, el perro se encontró con un lobo.

Los dos se miraron sorprendidos. "Nos parecemos tanto que podríamos ser hermanos", pensaron.

El perro y el lobo comenzaron a platicar y se fueron caminando juntos.

Después de un buen rato sintieron hambre y el lobo le propuso al perro que cazaran algo para comer.

El lobo dijo: "Mira podemos cazar una liebre. No es nada sencillo, por eso te pido que me ayudes a atraparla" el perro de forma apenada dijo: "Pero yo nunca he cazado" dijo el lobo: "¿Entonces qué comes?" contestó el perro: "Tengo un dueño que siempre me alimenta.

A mí me gusta estar con él y ayudarle a cuidar la casa donde vivimos" dijo el lobo: "A mí me gusta cazar" después de un rato, el perro y el lobo encontraron una liebre. El lobo la persiguió y lo atrapó. Llegó la noche y los dos se fueron a dormir.

El perro se sentía confundido por la forma de vida del lobo que no pudo descansar. A la mañana siguiente el perro decidió volver con sus amos e invitó al lobo. Quería compartir su casa y su comida con él. El lobo entró a la casa del perro.

Mientras comían, el perro le explicaba lo agradable que era vivir y jugar con los amos. El lobo pensó que si él viviera como el perro no tendría la libertad ni las emociones a las que estaba acostumbrado. Entonces comentó que no se sentía a gusto en le casa.

Ambos compararon sus costumbres y concluyeron que las de uno y otro eran buenas, pero cada quien debería escoger las que más les gustaran.

El lobo se despidió amistosamente del perro. Cada uno respetó la forma de vida otro y siguieron siendo buenos amigos. Fin

El caballo y el asno

Un caballo y un asno caminaban juntos por una carretera seguidos de su amo.

El caballo no llevaba carga alguna: sin embargo, era tan pesada la del asno que a duras penas le permitía moverse, por lo cual pidió a su compañero le ayudara a llevar una parte de ella.

El caballo, que era egoísta y de mal temple, se negó a prestar ayuda a su camarada que jadeante y sin aliento, cayó muerto en la carretera.

Intentó el amo aliviar al asno, pero era ya demasiado tarde; y así, quitándole la carga, la colocó sobre las costillas del caballo, juntamente con la piel del asno muerto.

De esta suerte el caballo, que por su egoísmo no había querido hacer un pequeño favor, se vio obligado a llevar toda la carga él solo.

Moraleja: Nunca ganaremos nada si somos egoístas y descorteses.

El traje del Emperador

En cierto país reinaba un Emperador muy presumido, cuya única preocupación eran los trajes y vestidos. Era tan conocida su afición que llegaban mercaderes de todo el mundo para venderle sus telas.

Diariamente se pasaba horas y horas delante del espejo probándose los trajes que sus sastres confeccionaban, olvidando por completo sus deberes de Emperador, pues no le quedaba tiempo para gobernar.

El Primer Ministro, muy sabio, inteligente y astuto, viendo cómo por esta causa se empobrecía el país, decidió poner en práctica un plan y dijo: “Debo corregir para siempre esta manía del Emperador”.

Y se presentó ante él y dijo: “Majestad, han llegado de un lejano país dos tejedores que, con sus telares, producen las más maravillosas telas que podáis figuraros”.

Y contestó: “Hacedlos pasar... ¡Quiero verlos inmediatamente...! Si, Majestad, nuestras telas son únicas, y además solo los listos pueden verlas” agregaron: “Si, si, los tontos o los que ocupan cargos para los que no están, preparados, no las ven...”. “¡Pedid cuanto queráis, quiero vuestra tela para hacerme un espléndido traje! ¡Además servirá para que pueda conocer a los que me rodean!” dijo muy ingenuo el Emperador.

Y ordenó al Primer Ministro que les entregara cuanto hiciera falta. Los tejedores se instalaron en palacio y recibieron grandes cantidades de hilo de seda y oro, que escondieron inmediatamente, simulando trabajar con todo afán en su telar pasta muy avanzada la noche.

Cuando se presentó el Emperador para ver la maravillosa tela, no vio nada en el telar, pues nada había, pero los tejedores le dijeron muy convencidos: “¡Tocad, Alteza, que tejido tan suave! ¡Y ved qué colorido!”. “¡Notad, notad qué dibujo tan original!

El Emperador nada veía, pero pensó que era debido a no estar preparado para su cargo, y por ello aseguró: “¡Si, es realmente hermosa! ¡Nunca vi colores parecidos...! ¡Estoy muy satisfecho...!”.

Los tejedores simularon cortar la tela para confeccionar el traje, y aunque cuantos acompañaban al Emperador tampoco veían tela alguna, todos alababan su dibujo y colorido, pues nadie quería pasar por tonto e inepto.

Finalmente, los tejedores dieron por acabado el traje.

“¡Alteza, os está maravillosamente!” le dijeron al Emperador:

“¡Si, si, lo encuentro perfecto, me sienta muy bien! ¡Iré al desfile con él!

Y sin más que la ropa interior, pero creyendo llevar un suntuoso vestido, el Emperador se puso al frente del desfile, mientras todo el pueblo lo aclamaba, pues aunque no veían el traje, nadie quería confesarlo por temor a pasar por tonto.

Pero en medio de las aclamaciones, una niña empezó a decir:

“¡Si no lleva nada encima! ¡Si, va sin traje! Y cuanto más querían hacerla callar, más fuerte gritaba la pequeña. Los gritos de la niña consiguieron, finalmente, que todo el pueblo reconociera que verdaderamente ningún traje llevaba el Emperador.

“¡No lleva traje!, ¡No lleva traje!”, gritaban.

El Emperador comprendió que había sido engañado y corrió a refugiarse en Palacio, quedando curado para siempre de su desmedida afición con la lección recibida, pues nunca debemos compartir opiniones ajenas si no estamos firmemente convencidos de que son ciertas.

El sapo forastero

Un día, llegó un sapo forastero y acampó a la orilla del bosque. Cerdito el Cochinito fue quien primero lo descubrió. ¿Ya lo vieron? —preguntó Cerdito el Cochinito alborotado cuando encontró a Sapo y a Pata.

“No” dijo la Pata: “¿Cómo es?”, “A mí me parece una rata inmunda y sucia” contestó Cerdito el Cochinito. “¿Qué habrá venido a hacer aquí?, hay que tener cuidado con las ratas, son todas unas ladronas.” Dijo Paty la Pata.

“¿Cómo lo sabes?” preguntó Sapo el inquieto. “Eso lo sabe todo el mundo” dijo Paty la Pata indignada.

Pero Sapo no estaba tan seguro. Quería verlo con sus propios ojos.

Esa noche, al oscurecer, divisó un resplandor rojo en la distancia. El Sapo se acercó sigilosamente.

A la orilla del bosque, vio una destartalada tienda de campaña. El forastero había puesto una olla al fuego y se sentía un olor delicioso. Sapo pensó que todo se veía muy acogedor.

El sapo y la rata

Un día, un sapo decidió visitar a Rata el aventurero. Rata el aventurero estaba descansando en el sol, sentado en su nuevo banco que él mismo fabricó.

“¡Hola! soy Sapo el inquieto”, “Lo sé puedo verte, no soy tonto, se leer y escribir y hablo tres idiomas: español, inglés y francés”. El sapo se quedó muy impresionado. Ni siquiera la liebre el inteligente podía hacer eso.

Entonces, apareció Cerdito el Cochinito. “¿De dónde vienes?” preguntó furioso. “De todas partes y de ninguna soy” contestó Rata el aventurero con calma.

“Bueno, ¿Y por qué no te regresas?” gritó Cerdito el Cochinito. “No tienes nada que hacer aquí”. Rata el aventurero no se alteró. “He viajado por todo el mundo” respondió rata el aventurero, aquí hay paz y una hermosa vista del rio. Me gusta este lugar”.

“Apuesto a que te robaste la madera” dijo Cerdito el Cochinito. “La encontré en el bosque, es de todos el bosque” contestó Rata el aventurero con voz digna “Rata inmunda” murmuró Cerdito el Cochinito.

“Si, si...” dijo Rata amargamente. Todo es siempre mi culpa. A las ratas siempre se les acusa de todo. El Sapo, el Cochinito y la Pata fueron a visitar a la Liebre.

“Esa Rata asquerosa debe irse ya” dijo Cochinito. “No tiene ningún derecho a estar aquí, se roba nuestra madera y además, es grosera” exclamó Pata. “Basta, basta” dijo Liebre, “Puede que sea distinto a nosotros, pero no está haciendo nada malo y el bosque es de todos”.

Desde ese día, el Sapo iba siempre a visitar a la Rata. Se sentaban juntos en el banco, gozando de la vista, y la Rata le contaba al Sapo sus aventuras alrededor del mundo, porque había viajado mucho y le habían sucedido cosas muy interesantes.

Pero un día, cuando el Sapo fue a visitar a su amigo Rata, no pudo creer lo que veía. La tienda de campaña había sido desmontada, y allí estaba la Rata con su morral a cuestas. “¿Te vas?” preguntó el Sapo asombrado.

“Es hora de seguir mi camino” dijo la Rata. “Quizá vaya a Brasil, nunca he estado allí” Sapo estaba desolado.

Y así fue. La Rata dejó un gran vacío en la vida de su amigo. Pero el banco de madera había quedado allí y a menudo el Sapo se sentaba al sol a pensar de los recuerdos de su buen amigo Rata.

Ricitos de oro y los tres osos

Había una vez tres osos que vivían en el bosque: Papá oso, mamá osa y el pequeño osito.

En ese mismo bosque vivía Ricitos de Oro pero un día se perdió y descubrió la casa donde vivían los tres osos, encontró la casa cuando nadie estaba, por lo que se metió a la casa como estuvo caminando por el bosque tenía hambre y al entrar vio tres platos de sopa.

Ricitos de Oro probó la sopa del plato grande y dijo: "¡Ay! Esta sopa está muy caliente". Ricitos de Oro probó la sopa del plato mediano y dijo: "¡Brrr! Esta sopa está helada". Ricitos de Oro probó la sopa del plato pequeño y dijo: "¡Mmm! Esta sopa está muy deliciosa", y se comió toda la sopa.

Después de comer, Ricitos de Oro quiso de dormir un poco, fue y buscó las camas.

Se acostó en la cama grande y dijo: "Esta cama está durísima", entonces se acostó en la cama mediana y dijo: "Esta cama está muy blanda", por último se acostó en la cama pequeña, era tan cómoda que se que quedó dormida.

Los osos regresaron a su casa. Papá oso dijo: ¡¡Alguien ha probado mi sopa!! Mamá osa dijo:: ¡¡Alguien ha probado mi sopa!! y el osito dijo:

¡¡Alguien se ha comido toda mi sopa!!. Los tres osos, tristes y hambrientos, decidieron irse a la cama,

Papá oso dijo: ¡¡Alguien ha dormido en mi cama!!, Mamá osa dijo: ¡¡Alguien ha dormido en mi cama!! y el osito dijo: ¡¡Alguien está durmiendo en mi cama!!

Ricitos de Oro despertó y al ver a los osos saltó de la cama y salió corriendo sin parar. Fin

Los tres deseos

Había una vez un leñador que fue al bosque a cortar un viejo árbol.

En el viejo árbol vivía un duende quien le pidió que no lo cortara a cambio de tres deseos que el quisiere, el leñador aceptó y fue corriendo a avisarle su esposa.

Su mujer se puso tan contenta que olvidó hacer la comida, después dijo el leñador: “Me gustaría comer una gran salchicha” entonces apareció una gran salchicha sobre la mesa.

La mujer enojada por el tonto deseo que pidió dijo: “Ojalá que la salchicha se te pegara en la nariz” y la salchicha se le pegó en la nariz.

El leñador dijo: “¡Que la salchicha se me despegue de la nariz!” y la salchicha se cayó a la mesa y los dos se quedaron asombrados por que sus tres deseos se perdieron en nada provechoso, tristes y callados se comieron la gran salchicha, su único deseo.

Ahora pasemos a los cuentos.

1. El árbol de la plata

Pedro Urdemales le había patraqueado a un viajero unas dos onzas de oro, que cambió en moneditas de a cuartillo. Más de mil le dieron, recién acuñadas, y tan limpiecitas que brillaban como un sol. Con un clavito le abrió un portillito a cada una y pasándoles una hebra de hilo, las fue colgando de las ramas de un árbol, como si fueran frutas del mismo árbol. Los cuartillos relumbraban que daba gusto verlos.

Un caballero que venía por el camino que por ahí cerca pasaba, vio desde lejos una cosa que brillaba, y metiéndole espuelas al caballo, se acercó a ver qué era. Se quedó con la boca abierta mirando aquella maravilla, porque nunca había visto árboles que diesen plata.

Pedro Urdemales estaba sentado en el suelo, afirmado contra el árbol. El caballero le preguntó:

— Dígame, compadre, ¿qué arbolito es éste?

— Este arbolito, le contestó Pedro, es el Árbol de la Plata.

— Amigo, véndame una plantita para plantarla; le daré cien pesos por ella.

— Mire, patroncito le dijo Urdemales, ¿para qué lo engaño? Las patillas de este árbol no brotan.

— Véndame, entonces, el árbol entero; le daré hasta mil pesos por él.

— Pero, patrón, ¿qué me ha visto las canillas? ¿Cómo se figura que por mil pesos le voy a dar un árbol que en un año solo me produce mucho más que eso?

Entonces el caballero le dijo:

— Cinco mil pesos te daré por él.

— No, patroncito, ¿se imagina su merced que por cinco mil pesos le voy a dar esta brevita? Si me diera la tontera por venderla, no la dejaría en menos de diez mil pesos; sí, señor, en diez mil pesos, ni un chico menos, y esto por ser a usted.

Dio el caballero los diez mil pesos y se fue muy contento con el arbolito. Pero en su casa vino a conocer el engaño, y le dio tanta rabia que se le hacía chica la boca para echarle maldiciones al pillo que lo había hecho leso.

Mientras tanto, Pedro Urdemales se había ido a remoler los diez mil pesos.

2. La piedra del fin del Mundo

Divisó Pedro Urdemales a mi huaso que venía de a caballo y entonces se puso a sujetar una piedra muy grande que había en la falda de un cerro. Cuando el huaso llegó, Pedro le dijo:

— Si esta piedra se me cae, el mundo se acaba; yo estoy muy cansado; ¿por qué no se pone usted en mi lugar mientras voy a buscar gente que la sujete?"

El huaso accedió, se bajó del caballo y se colocó en el sitio en que estaba Pedro. Entonces Pedro Urdemales se subió al caballo del huaso, y diciéndole que se aguantara un ratito, que ligerito volvía con otros hombres, se mandó a cambiar y lo dejó esperando hasta el día de hoy la vuelta de su caballo.

3. El cura coñete

Entró Pedro Urdemales a servir en casa de un cura muy cicatero, que siempre comía fuera de la casa.

— La obligación es poca — le dijo el cura — tú me acompañarás a las casas a donde yo vaya a comer y mientras como, me tienes la mula, y por cada plato que coma le haces un nudo a la soga con que la amarres, y cuando hayas hecho cinco nudos en la comida y tres en la cena, me avisas, porque yo soy muy olvidadizo y no puedo comer más de cinco platos en la comida, ni más de tres en la cena: el médico me ha ordenado que coma poco. Y a todo esto, dime ¿cómo te llamas?

— Así, señor.

— Bueno, pues, Así, tendrás tres pesos mensuales, ya que tu trabajo va a ser casi ninguno. ¿Estás conforme?

— Como no, pues, señor; no me figuré que su merced fuera tan generoso.

Pasaron algunos días viviendo de esta manera, hasta que Pedro Urdemales, que en todo este tiempo se había estado haciendo el zorro rengo y el que comía poco, le dijo al cura:

— Mire, padre, ¿para qué se mortifica tanto, saliendo todos los días dos veces? Más es lo que gasta en mantener su mula que lo que economiza. ¡Y lo poquito que se moja cuando llueve! ¿Y cuando el sol pica? El día menos pensado le da una pulmonía o un chavalongo. Ha de saber su merced que yo soy muy buen cocinero, y si usted me da cuatro reales diarios, yo le daré, más que comida, unos manjares que se va a chupar los dedos.

No le pareció mal el cura la propuesta y aceptó.

Pedro Urdemales tenía economizada una platita y de ella gastó el primer día, además de los cuatro reales que le dio el cura, cinco pesos, así es que pudo servirle a su patrón una buena cantidad de platos, remojados con muy buenos tragos de la mejor chicha de Quilicura.

El cura se imaginó que estaba en la gloria y no se cansaba de darle gracias a Dios por haberle proporcionado tan buen sirviente, tan económico que ni buscado con un cabo de vela. ¡Por cuatro reales darle tan bien de comer! No encontraría en todo el mundo otro hombre como Así.

Una vez que concluyó de cenar, Pedro Urdemales dijo al cura:

— Padrecito, tengo ahí un doble de leche y un poquito de aguardiente de Aconcagua; si a su paternidad le parece, le puedo arreglar un ponchecito para que se lo tome antes de acostarse le pongo un pedacito de nuez moscada, otro de vainilla y unos clavitos de olor y queda de rechupete ¿qué le parece, patrón?

— No me tientes, así, le contestó el cura; — me has dado mucho de comer y si echo al cuerpo alguna otra cosa, reviento.

— Pero, padre — le dijo Urdemales — pruebe siquiera un traguito; el aguardiente es correlativo y le va a hacer bien!

— Bueno, pues, Así; pero que sea un traguito bien corto.

Se fue Pedro para el interior y en un momento fabricó un ponche bien cabezón, pero le puso tanta azúcar, que se encontraba suavecito. ¡Bueno, en el hombre diablo! Le llevó un medio vasito al cura, que se quedó saboreándolo, y al fin dijo:

— No está malo, Y Pedro Urdemales:

— Si su reverencia quiere, le traigo otro pochichicho, fíjese en que el aguardiente es bajamuelles.

— Tráeme otro poquitito; me ha quedado gustando; se me está haciendo agua la boca.

Trajo Pedro Urdemales un potrillo que haría como un litro, más bien más que menos, y le dijo al cura:

— Sírvase su paternidad lo que quiera, que lo que sobre me lo tomaré yo, si su merced me da permiso.

Esto que oye el cura, agarra el potrillo con las dos manos y se toma todo el ponche de un solo trago. Al tirito se le cerraron los ojos y se quedó dormido como una piedra.

Pedro aguardó un rato, y en cuanto lo oyó roncar se fue cortito a la pieza en que el cura tenía la plata, que era mucha, y se la robó toda; pero antes de irse le pintó la cara con hollín y después se mandó a cambiar.

Al otro día despertó el cura con el sol bien alto, y principió a llamar: "Así, Así, Así; pero nadie le contestaba.

Se levantó entonces medio atontado y con el cuerpo malazo a buscar a Así, y no encontrándolo, se puso a registrar la casa. Cuando vio que su sirviente le había robado, casi se cayó muerto y salió desesperado a la calle, preguntando a todo el mundo:

— ¿Me han visto a Así?

— No, señor,— le contestaban; porque era cierto que nunca lo habían visto así, todo pintado de hollín, y creían que se había vuelto loco. Llegó a casa de unas confesadas que se asustaron todas al verlo y le dijeron:

— ¿Qué tiene, señor? trae la cara como diablo. Le pasaron un espejo, y al verse todo embadurnado, casi se murió de la rabia.

Pedro Urdemales desapareció para siempre, y el cura quedó castigado de su avaricia.

4. Las tres palas

Entró a servir Pedro Urdemales en casa de un caballero hacendado que tenía tres hijas muy bonitas, que le llenaron el ojo.

Pedro se condujo muy bien y en poco tiempo se ganó la voluntad y la confianza de su patrón, que nada hacía sin consultarlo con él.

Fueron un día a ver cómo iban los trabajos de un canal que se construía en la falda de un Cerro y el mayordomo de la obra le dijo que el trabajo no avanzaba como debiera por falta de palas.

Entonces el caballero mandó a Pedro que fuera a buscar tres palas que había en la bodega de la casa, que se las pidiera a su hija mayor, que tenía las llaves.

Llegó Pedro Urdemales a la casa y encontró bordando a las tres niñas. — "Señoritas — les dijo — el patrón está hecho el diablo con ustedes: no sé qué cuentos le han llevado y no quiere hablar más con ustedes; me ha encargado que las lleve donde su abuelita".

Las niñas se pusieron a llorar y le dijeron a Urdemales

— Pero no será a las tres; alguna de nosotras se quedará con mi papá.

— No, señorita, las tres se han de ir; me lo dijo clarito el patrón. Preguntémoselo desde aquí y verán.

Y Pedro gritó:

— ¿No son las tres, patrón, las que he de llevar?

Y el caballero que creía que le preguntaba por las palas, le gritó desde la loma:

— Sí, las tres, y lueguito con ellas.

— Ya ven, pues, señoritas; con que las tres a montar a caballo ligerito, y nos vamos por la puerta de atrás antes que el patrón venga, que es capaz de matarnos a todos a balazos, porque está muy enojado.

Y las tres niñas montaron más que ligero a caballo y se fueron con aquel pícaro. ¡Pobrecitas!

5. La huasquita de virtud

Estaba Pedro Urdemales asando un buen pedazo de lomo de buey en un altito que había cerca de un camino y cuando ya estaba la carne bien asada divisó a un clérigo que venía de a caballo, paso a paso, rezando en su librito. Pedro Urdemales pensó "Voy a hacer leso a este cura, que tiene cara de cicatero"— y bajando inmediatamente al camino, amarró la carne al tronco de un árbol, se sacó la correa con que se sujetaba los pantalones a la cintura y comenzó a azotar la carne, diciendo a cada azote: ásate carnecita. El cura detuvo el caballo y se puso a mirar lo que Pedro hacia; pero éste, aparentando que no lo había visto seguía cascándole a la carne y diciendo: "Ásate, carnecita" — hasta que la desató y se sentó a comerla.

El cura, admirado de lo que veía le dijo:

— Convídeme, amigo un pedacito.

— Con mucho gusto, señor — le contestó Pedro— y le pasó un pedazo.

La probó el cura y viendo que de verdad estaba bien asada y calentita, le preguntó:

— ¿Y cómo hace esto, mi amigo, sin tener fuego? porque el cura no veía ni rastros de leña ni de carbón por ninguna parte.

— De una manera muy fácil, señor — le respondió Pedro; — no hay más que amarrar la carne cruda a un palo o a un árbol, y pegándole con esta correíta de virtud, decirle a cada chicotazo: " Ásate, carnecita "; y antes de los veinte huascazos la carne queda asada.

El cura se dijo — Si le compro la huasquita a este hombre, economizaré mucha plata, porque no tendré que comprar ni carbón ni leña; Y hablando fuerte, le preguntó a Urdemales.

— ¿Por qué no me vendís la huasquita? te daré veinte pesos por ella; ¿qué te parece?

— Me parece muy mal — le contestó Pedro — porque la huasquita no la doy por menos de mil pesos.

— Hombre, está muy cara y nadie te dará tanta plata ¿queréis cincuenta pesos?

— No, señor, es muy poco. — Serán cien pesos

— Que no, señor.

— Doscientos pesos, entonces.

— Contra ná ' me ofrece menos de los mil pesos, porque no se la doy.

— Vaya, pues, te daré trescientos pesos y ni un chico más.

Pedro vio que el cura no largaría ni medio cristo fuera de los trescientos pesos, así es que le dijo:

— Mire, su paternidad, por ser a usted se la daré en los trescientos pesos, pero con la condición de que todos los Viernes diga una misa por el descanso de las benditas ánimas, de que soy muy devoto.

— Bueno, pues, hombre; te daré los trescientos pesos y diré todos los Viernes la misa que me pides.

El cura pasó la plata, recibió la correa, y apretó las espuelas al caballo temiendo que el vendedor se arrepintiese; pero éste, apenas vio el dinero en sus manos, apretó a correr por el bosque patitas pa ' que te quiero, y no salió de entre los árboles hasta bien entrada la noche.

En cuanto el cura llegó a su casa, quiso probar la virtud de la huasquita delante de toda su gente, a la que contó la famosa compra que había hecho. Tomó un pedazo de carne, lo ató al tronco de un árbol y comenzó a darle de huascazos con la correa de virtud, sin olvidarse de decir a cada golpees "Ásate, carnecita", — hasta que contó los veinte huascazos de ordenanza; pero lo único que consiguió fue que la carne con tanto golpe, se puso piltrafienta y no quedó buena más que para dársela a los gatos.

No son para contadas las maldiciones que el cura le echó a Pedro Urdemales, el cual, muy tranquilo, se remolió los trescientos pesos en una chingana que había por ahí cerca.

6. La ollita de virtud

Una vez que Pedro Urdemales estaba cerca de un camino haciendo su comida en una olla que, calentada a un fuego vivo, hervía que era un primor, divisó que venía un caballero montado en una mula, y entonces se le ocurrió jugarle una treta.

Saca prestamente la olla del fuego y la lleva a otro sitio distante, en medio del canino, y con dos palitos se pone a tamborear sobre la cobertera, repitiendo al compás del tamboreo:

— Hierve, hierve, ollita hervidora, que no es para mañana, sino para ahora.

El caballero, sorprendido de una operación tan extraña, le preguntó qué hacía, y Pedro Urdemales le contestó que estaba haciendo su comidita.

— ¿Y cómo la haces sin tener fuego? — interrogó el caballero y Pedro, levantando la tapa de la olla, repuso:

— Ya ve su mercé cómo hierve la comidita. Para que hierva no hay más que tamborear en la tapadera y decirle:

— Hierve, hierve, ollita hervidora que no es para mañana, sino para ahora.

El caballero, que era avaro, quiso comprarle la ollita que podía hacerle economizar tanto; pero Pedro Urdemales se hizo mucho de rogar, hasta que le ofreció mil pesos por ella y Pedro aceptó. El viejo, que creyó hacer un gran negocio, vio muy luego castigada su avaricia, pues la ollita a pesar del tamboreo y del ensalmo, siguió como si tal cosa.

7. La flauta que resucitaba muertos

Pues bien, este viejo avaro no perdonó a Pedro la jugada que le había hecho y en su interior prometió vengarse; peso el desgraciado no sabía con quién se iba a meter.

Sucedió que un día que Pedro y uno de sus compañeros de correrías mataban un cordero, divisaron que por el camino venía, muy lejos afín de la casa en que estaban, el referido caballero, y como Pedro sabía que este señor era hombre vengativo pensó que seguramente venía a castigarle: pero inmediatamente se le ocurrió jugarle una nueva treta. Dijo a su camarada que se tendiera en la cama y se fingiera muerto y con la sangre del cordero le untó la camisa y demás ropa, y guardando en las faltriqueras una flauta de caña que había hecho en la mañana, esperó al caballero al lado del falso muerto, blandiendo el cuchillo ensangrentado con que acababa de matar al cordero.

— ¿Qué has hecho, desgraciado? Has asesinado a ese pobre, y voy, al punto a denunciar a la justicia el crimen que has cometido para que te dé el castigo que mereces. Y para si pensaba: "así purgará su crimen y me vengaré de él".

Pero Pedro, soltando una carcajada, le contestó: ¿Que no sabe, señor, que yo no soy un criminal? Lo que he hecho ha sido para probar esta flauta de virtud que hace poco me han regalado, y la que, con sus sonidos, resucita a los muertos. Fíjese y verá cómo mi amigo, a medida que la toque, poco a poco se levanta sano y salvo.

Y así fue, en efecto, porque, al poco rato de que Pedro se puso a hacer sonar la flauta, el otro bellaco comenzó a mover primero una pierna, después la otra, en seguida un brazo, más tarde el otro, la cabeza, el tronco, y por fin se levantó restregándose los ojos y estirando los brazos, desperezándose, como quien despierta de un pesado sueño.

— ¿No ve, señor? ¿Qué le decía yo?

— Pedro, véndeme la flauta; te doy quinientos pesos por ella.

— Dos mil si quiere, y si no, no hay negocio.

— Conténtate con mil, y trato cerrado.

— Los dos mil he dicho, y si no, no.

— Saliste con la tuya, Pedro; toma los dos mil pesos y dame la flauta.

Se fue el caballero muy contento para su fundo, y al entrar a la casa le dijeron que la señora estaba durmiendo la siesta.

— Mejor ocasión no se me presentará — dijo él, e invitando a la servidumbre para que lo acompañara y presenciara el prodigio, entró de puntillas al dormitorio y sacando un afilado puñal lo enterró en el pecho de su esposa.

Los criados se quedaron mudos de espanto; pero él, con la mayor tranquilidad, les dijo sonriéndose:

— ¡No hay que asustarse, niños, si la cosa no es para tanto! Ya verán cómo la señora se levanta en cuanto me oiga tocar esta flauta. Y se puso a tocarla; pero por más que le hizo mil posturas, la señora siguió tan muerta como mi abuelo.

Pronto llegó la nueva a oídos de la justicia, y de nada le valieron al caballero las explicaciones que dio, porque lo condenaron a muerte.

8. El huevo de yegua

Un gringo recién llegado a Valparaíso iba subiendo por el cerro de la Cordillera a tiempo que bajaba Pedro Urdemales con un enorme zapallo en brazos.

El gringo detuvo a Urdemales y le dijo:

— ¿Qué cosa ser ésa, amiguito?

— Es un huevo de yegua, señor, — le contestó Urdemales.

— ¿Y cuánto valer?

— Dos pesos no más, señor.

— Y usté tomar estas dos pesos y darme a mí la hueva de yegua.

Y así se hizo.

Siguió subiendo el gringo, y por mal de sus pecados dio un tropezón que lo obligó a soltar el zapallo, que se fue rodando cerro abajo. Se levantó el gringo y apurado siguió corriendo tras el zapallo; pero éste, que iba ya muy lejos, se dio contra un árbol que se levantaba al lado de una cueva, y del golpe se partió. Al ruido salió de la cueva una zorra toda asustada, arrancando como un diablo. El gringo, que alcanzó a divisar que del lado del zapallo, que había quedado abierto, salía un animalito, siguió corriendo de atrás y gritaba:

— ¡Atajen la potrilla, atajen la potrillita!

Creyó él que el animalito que huía era el potrillo que debía haber dentro del huevo de yegua, el cual había salido vivo al romperse el huevo.

9. El sombrero de los tres cachitos

Pedro Urdemales se había hecho un sombrero con tres cachitos.

Una vez fue a pedir a una cocinería que le prepararan una buena comida para él y varios amigos. Pagó anticipadamente y convino con el dueño del negocio en que cuando le preguntara por el valor de la comida, le respondiera "tanto es, señor " y se retirara sin hacer juicio de lo que él le contestara.

Llegó en la tarde Pedro Urdemales con sus amigos y comieron y bebieron hasta quedar tiesos; y cuando llegó la hora de irse, llamó Pedro al dueño de la cocinería y le preguntó: — Cuánto le debo, patrón, — y el cocinero le respondió:

— Veinte pesos, señor; — a lo cual Pedro Urdemales, dando vuelta su sombrero y mostrándole uno de los cachitos, le dijo:

— Páselos por este cachito.

Entonces el cocinero dijo:

— Está bien, señor— hizo un saludo, y sin más se fue.

Al otro día temprano se dirigió a una tienda y compró toda clase de ropa blanca: camisas, calzoncillos, pañuelos de narices y demás. Pagó la cuenta y le hizo al comerciante el mismo encargo que al dueño de la cocinería.

Pedro Urdemales se hizo el encontradizo con sus amigos, anduvo paseando un rato con ellos y después les dijo que lo acompañaran a comprar un poco de ropa blanca, que necesitaba.

Fueron todos juntos y una vez que pidió lo que en la mañana había comprado y pagado y que se lo envolvieron, preguntó cuánto debía:

— Treinta pesos, señor, le dijeron.

— Bueno pues, — contestó Pedro Urdemales dando vuelta su sombrero— páselos por este cachito.

— Está bien, señor — dijo el tendero, hizo un saludo y se fue a atender a otro casero.

A todos los amigos de Urdemales les llamó la atención este modo tan singular de pagar cuentas y le preguntaron que cómo era que con sólo dar vuelta el sombrero y decir "páselos por este cachito" la cuenta quedaba pagada. Pedro les dijo que el sombrero era de virtud y que se lo había traído de un país muy lejano un pariente suyo, que había muerto.

Uno de los amigos, que era rico, le propuso que se lo vendiera; pero él le contestó que era muy caro y que no lo vendería por nada; pero tanto lo majadereó, que al fin se lo vendió por todo el dinero que el amigo llevaba consigo.

Dueño del sombrero este amigo, creyó que iba a hacer lo mismo que Urdemales; pero le salió la gata capada. Convidó a muchos conocidos a comer a un gran restaurante y comieron y bebieron de lo mejor. Cuando le trajeron la cuenta, preguntó sin mirarla:

— ¿Cuánto es?

A lo que el mozo contestó:

— Trescientos pesos, señor.

Entonces dio vuelta su sombrero y señalando una de las puntas le dijo al mozo:

— Pásalos por este cachito.

— Le digo, señor, que son trescientos pesos — repuso

— Y yo te digo que los pases por este cachito.

— No se burle de mi, señor; tiene que darme los trescientos pesos, y en la de no, llamo a la policía.

Y fue lo que sucedió, porque como le había dado a Pedro Urdemales todo lo que llevaba consigo por el sombrero, no pudo pagar y tuvo que ir preso.

10. El burro que cagaba plata

Una vez se encontró Pedro Urdemales un burro, y montando en él se fue donde un caballero muy rico y generoso que lo tomó a su servicio por un año, pagándole una moneda de oro cada mes.

Pedro Urdemales y su burro lo pasaron muy bien durante ese tiempo y engordaron bastante. Concluido el año, Pedro Urdemales, que no había necesitado gastar nada porque de todo se le daba en abundancia, se encontró con que había economizado doce hermosas monedas de oro, que cambió por muchas de plata, y no sabiendo dónde guardarlas, como lugar más seguro se las encajó al burro debajo de la cola.

Iba pasando Pedro por frente de los jardines del Rey, cuando el Rey lo divisa y le dice:

— Muy bonito tu burro, Pedro, ¿quién te lo ha prestado?

— El burro es mío, Su Majestad, y mi bueno me ha costado; y no es nada lo bonito, como otra gracia que tiene.

— ¿Y qué gracia es ésa?— preguntó el Rey.

— Va a verla Su Sacarrial Majestad, — le respondió Urdemales.

Y clavándole las espuelas al burro con toda su fuerza, del doler que le causara, le hizo largar una ventosidad y con ella salieron unas cuantas monedas de plata de las que había depositado en la parte consabida.

Pedro le dijo al Rey:

— Ya ve, pues, señor, la layita de burro que tengo, que no hay otro como él en todo el mundo. El come su pastito como cualquiera otro, pero el pastito se le vuelve plata.

— Pedro, — le dijo el Rey, — véndeme tu burro.

— ¡Cómo, señor, le voy a vender un burro de esta laya! Fíjese Su Sacarrial Majestad que cada vez que necesito plata, no tengo más que montarme en él y clavarle un poquito las rodajas y al tirito me regala con varias monedas.

— Véndemelo, Pedro; te daré dos mil monedas de oro por él; es tu Rey quien te lo pide.

— Por ser mi Rey quien me lo pide se lo venderé, aunque no es negocio: dos mil monedas de oro es poco para ser dadas por el Rey.

Le mandó dar el Rey a Pedro, dos mil quinientos ducados y el mejor caballo que se criaba en sus potreros, y en cuanto no más se vio montado, las enveló ño Peiro que no dejó más que la polvaera.

El Rey hizo que pusieran al burro en la mejor pesebrera y le dieran bastante pasto y del mejor, y al día siguiente, antes de almorzar, convidó a la Reina, a los príncipes y a todos los grandes de la Corte para que vieran la maravilla que había comprado.

Cuando ya estaban todos en los balcones, el Rey en persona montó en el burro y le clavó las espuelas muy suavemente; el humo, nada. Le clavó las espuelas más fuertes y entonces el burro plantó un corcovo, levantó la cola y entre ventosidades y otros excesos despidió hasta unas veinte monedas de plata.

Todos se quedaron con la boca abierta, admirados de ver una cosa tan extraordinaria. Algunas damas viejas dijeron que era señal de acabo de mundo.

Al día siguiente se hizo la misma experiencia, siempre con buen resultado, porque el burro largó todas las monedas que le quedaban aún, sin dejar adentro una ni para remedio.

El Rey estaba tan contento que no le cabía un alfiler. El no sabía que la minita se había broceado. Así es que cuando al otro día repitieron la operación, el burro lanzó de todo, menos plata.

Era de ver la rabia del Rey y cómo ordenaba a sus generales que mandaran tropas en persecución de Pedro, que lo había engañado. Las tropas salieron pero ya hacía tres días que Pedro había hecho la venta y dos que habla salido de los estados del Rey.

¿Irían a pillar a esa liebre?

11. El entierro

Pedro Urdemales había gastado toda su plata y buscó servicio.

Se fue a casa de un caballero que tenía una villa a alquilarse como mozo, y el caballero lo tomó, pero con la condición de que no había de comer ni un grano de uva.

A Pedro Urdemales le gustaban las uvas como un diablo y comía toda la que podía; pero cuando sentía deseos de obrar, para que no lo pillaran por los orujos, hacía su diligencia en una gran tinaja que había enterrado y tenía escondida.

El caballero estaba muy contento de Urdemales, porque nunca había encontrado rastros de orujos.

Cuando Pedro hubo llenado la tinaja, le echó tierra encima y más encima polvos de oro que había comprado con la platita que había economizado en el servicio, y lo tapó bien tapado, de modo que no se conociera. Entonces se presentó al caballero y le dijo que quería retirarse del servicio; pero que como toda la familia se había portado tan bien con él, quería avisarle que había encontrado un entierro y que le diría dónde estaba en cambio de un poco de plata y un buen caballo. El caballero accedió: le entregó lo que le pedía y se trasladó con él a ver el entierro.

Después de esto, Pedro montó en su caballo y se las echó; y el caballero y sus hijos armados de sendas palas, se fueron a desenterrar el tesoro.

Cuando estuvieron allí, el caballero les dijo a sus hijos:

— La primera palada la saco yo y es para su madre.

Y así lo hizo; pero metió la pala con tanta fuerza para sacarla llena, y lo que constituía el entierro estaba tan blandito, que se fue de punta con pala y todo, y con el golpe de la caída, salió de adentro una cosa tan hedionda que a todos los embadurnó y casi los apestó; y si no hubiera sido por librar al caballero de morir ahogado, los hijos habrían huido como condenados.

Sacaron al caballero medio muerto de la tinaja y tuvieron que darle un baño completo con mucha agua de colonia para quitarle el mal olor. Y como mientras sucedía esto, habían pasado muchas horas, pensó el caballero que era inútil perseguir a Pedro, que iba montado en un muy buen caballo, y sin saber siquiera qué dirección había tomado.

12. Los chancos empantanados

Esta era una vieja que tenía un hijo muy diablo llamado Pedro Urdimales, que salió un día a buscar trabajo donde un caballero que le dijo que tenía necesidad de un hombre que le cuidara unos chanchos, y le encargó que no los pasara por un barrial que había por ahí cerca.

Pedro dijo que le pondría mucho cuidado y que no los pasaría por ahí.

Hacia como tres días que los cuidaba, y urdió echarlos allá para hacer negocio.

Pasó un caballero y le preguntó si acaso vendían chanchos.

Pedro dijo le que tenia orden de venderlos los que le comprasen con una condición, que le dejasen las colas.

Se hizo el negocio y el caballero se llevó loe chanchos, sin cola, como Pedro le había dicho.

Entonces Pedro tomó las colas y las ensartó en el barro y después se fue donde el patrón, fingiéndose el muy asustado, a decirle que los chanchos se le habían ido al barrial y no los podía sacar. El caballero se fue con él a hacer que los sacara, y le decía por el camino, — ¡Tanto que te encargué que no los pasaras por aquí!

Llegaron al barrial y Pedro se hacía que tiraba con harta fuerza de las colas, y como salían solas, decía:

— No ve, señor, los chanchos se han enterrado tanto en el barro que la cola se les corta de tanto que las tiro.

Así fue tirando todas las colas hasta que no quedó ninguna.

Entonces el caballero le dijo que no lo tenía más a su servicio, le pagó los tres días que le debía y lo echó.

Pedro Urdemales se fue muy contento con la platita que le dio su patrón y la que había recibido del caballero que compró los chanchos, y decía:

— Ya voy saliendo bien; tan lesito que es esta maire! — Y siguió andando por un camino en que se puso a hacer su necesidad.

13. La perdiz de oro

En esto estaba cuando vio venir a un caballero montado en muy buen caballo, y apenas tuvo tiempo de levantarse, amarrarse los calzones y ponerle el sombrero encima a lo que acababa de dejar en tierra. El caballero le preguntó:

— Pedro ¿qué estás haciendo ahí? — y Pedro le contestó:

— Estése calladito no más, señor: usted no sabe lo que estoy cuidando.

— ¿Y qué es lo que cuidas?— dijo el caballero.

— Es una perdicita de oro que vengo siguiendo desde puallá , muy lejos, y no tuve más como pescarla que ponerle el sombrero encima, y no hallo cómo sacarla.

Entonces le dijo el caballero:

— Ven acá; dámela, hombre; pero yo tampoco tengo en qué ponerla. Hombre, anda mi casa a buscar una jaula.

— ¿Y adónde es su casa patrón?— le preguntó Pedro.

— Anda camino derecho unas diez cuadras y después tuerces a la izquierda y la primera casa que veas, esa es la mía: golpeas y pides la jaula.

— ¿Y cómo voy de a pie tan lejazo, pues patroncito? Me demoro mucho— le dijo entonces Pedro.

— Vas en mi caballo, pues hombre.

— ¿Y cómo voy en cabeza y sin manta con ente este solazo que hace?— volvió a decir Pedro.

— Ponte mi sombrero y mi manta — replicó el caballero, y se los pasó.

Salió entonces Pedro muy contento, yendo bien aperado y hasta con caballo y dejó al caballero cuidando la perdiz y esperando le jaula.

Pasó un buen rato, y viendo el caballero que Pedro no volvía y que se hacía tarde, hizo empeño en tomar la perdiz y puso mucha atención para que no se le escapara. Al fin levantó una puntita del sombrero y metió la mano debajo con toda ligereza para coger la perdiz, pero en lugar de tomarla se engrudó toda la mano con meca. Ya estaba un poco oscuro y no vio lo que era y para asegurarse con qué se había untado la mano se la llevó a las narices. De la rabia que le dio, hijito de mi alma, sacudió la mano con toda fuerza y se pegó tan feroz golpe en una piedra, que, sin querer, del dolor, se llevó la mano a la boca y se chupó los dedos.

Después el caballero se fue rabiando en contra de Pedro y Pedro por allá decía:

— ¡No me está yendo muy mal en las diabluras que voy haciendo!

14. El raudal

A poco que anduvo llegó a un río por el que iban pasando tres caballeros. Entonces él se bajó del caballo para un lado en que había un raudal, diciendo:

— Aquí voy a hacer lesos a estos tres caballeros.

Luego los caballeros se acercaron a Pedro y le preguntaron:

— ¿Qué estás haciendo aquí, Pedro?

— Señor, estése calladito, que estoy sacando plata de este raudal — y les muestra en la manta la plata que le habían dado por la venta de los chanchos, y les dice que de una sola zambullida que había hecho en el agua había sacado toda esa plata.

Uno de los caballeros, codiciosos, se interesó a sacar plata, y le dijo:

— Mira, Pedro, déjame botarme yo (sic) y sacar por una vez.

Pedro le contestó:

— Señor, no le tenga interés a esto, porque yo soy más pobre que usted.

El caballero porfió a entrar y le dijo que entraba a sacar un poco no más.

Por fin, que Pedro le dijo:

— Patroncito, entre, pero salga luego.

El caballero le preguntó:

— ¿Cómo te dejas caer tú?

— Señor, — le contesta Pedro — yo me dejo caer de cabecita para abajo; pero sáquese siquiera la manta y las espuelas, no se vaya a enredar y se ahogue.

El caballero se sacó sus prendas y se dejó caer y luego pasó por una corriente que sólo Pedro veía, y lo arrastró.

Viendo que no salía el caballero, Pedro les decía a los otros:

— El caballerito no me va a dejar na ' de plata, porque se va demorando mucho adentro.

Entonces le dijo el otro:

— Pedro, yo voy a buscarlo y no me interezco (sic) por la plata — y se dejó caer y sucedió lo mismo que con el otro, que pasó por la corriente y se lo llevó.

Ya después no llegaba ninguno de los dos, ni el primero ni el segundo. Entonces dijo el tercero:

— ¡Qué buena estará la vetita! Yo voy, Pedro, a buscarlos y si traemos plata, te damos la mitad.

Se dejó también caer y luego Pedro lo vio pasar por la corriente.

Dijo Pedro entonces:

— ¡Ya ahora me voy con los tres caballitos de tiro y aperadito de un todo: mantas, espuelas y la haldaíta de plata!

15. Los tres frailes

A mucho que habían andado, llegó a un pueblecito en que vivían unas beatas a donde llegaba siempre gente, y entre ellos, tres frailes; y una noche se encontraron éstos con unos caballeros y tuvieron un disgusto y mataron a los tres frailes y los dejaron ahí muy escondidos.

Llegó Pedro y una de las beatas le dijo:

— Mira Pedro, guárdame un secreto, te pago bien pagado: que vayas a enterrar a un padre que está muerto, que nadie lo ha podido enterrar porque se sale de la sepultura y se viene otra vez para acá, (la querían pasar como que era un solo padre el muerto).

Entonces Pedro les dice:

— Señorita, déjelo a mi cuidado, y no me pague sino en caso de que no vuelva más.

Ya cuando vino la oración, subió a caballo al padre, lo amarró de las piernas y le puso un palo en el pescuezo para que quedara la cabeza derecha, y él tiraba el caballo de las riendas; y pasaba a las casas cuyas puertas estaban abiertas y pedía limosna, y en todas partes le daban, y salían a ver al padre, que iba muy enfermo, como Pedro decía.

La gente cuchuchaba que nunca había visto un enfermo tan raro, porque le hallaban hasta mal olor. Pedro les contestaba que el mal olor provenía de unas heridas que estaban corrompidas por no habérselas curado a tiempo.

De este modo llegó al cementerio, lo enterró bien enterrado, y dijo Pedro:

— No puedo creer que dejándolo así tan bien enterrado se pueda salir. — Y se fue contento para donde las beatas, porque ya iba a ganar su cortecito.

Cuando llegó Pedro, ya las beatas tenían a otro padre en la misma pieza, tal como estaba el que había sacado y enterrado.

Pedro les dijo:

— Señoritas, ya está hecho lo que me mandaron.

— Pedro, — le contestan ellas— vamos a la pieza a ver si no se ha vuelto.

Fueron a la pieza, y lo primero que hayan es al padre. — ¿No ves— le dicen— como se volvió?

Pedro entonces exclamó:

— ¡Maldito este padre de los diablos, qué aquerenciado estaba aquí, que no se quiere ir ni muerto!

Llegada la noche siguiente, lo sacó de la misma manera que al primero, lo llevó al cementerio y lo enterró bien enterrado; le echó piedras encima y hasta tierra. En fin, que lo enterró más que al otro.

Mientras tanto, las beatas hablan colocado al tercer fraile en la misma pieza.

Llegó Pedro y les dijo:

— Señoritas, ya está hecho lo que me mandaron.

— Vamos, Pedro, a ver a la pieza; no vaya a haber vuelto, como tiene de costumbre.

Fueron, e igualmente hallaron al padre.

— ¿No ves, Pedro, como volvió otra vez?— le dijo una de las beatas.

— Señoritas, ya no lo voy a enterrar más que esta vez. Lo voy a dejar aquí un ratito y después lo vengo a buscar.

Y se fue a juntar leña a un llano. Dejó harta leña junta, le prendió fuego y volvió a buscar al padre.

Cuando llegó con el padre, encontró que toda la leña estaba bien prendida y echó al padre al medio del fuego, y él se sentó cerca y con el calorcito se quedó dormido.

Tocó la casualidad que habían ido a buscar a un padre para confesar a un enfermo y que pasaron por ahí mismo en donde se había quedado dormido Pedro. El padre muerto ya no estaba más que humeando. El padre que iba a confesar al enfermo creyó que lo que había en el fuego era un asado que estaba haciendo Pedro y que se estaba quemando. Entonces, de a caballo, se allega a donde Pedro, le pega un huascazo y le dice:

— Pedro, que se te quema el churrasco.

Pedro se levanta, mira y ve que el que tiene delante es un padre, y le dice:

— Mira, padre de los diablos, ya no te puedo dejar ni quemado. — Entonces Pedro empezó a dar de peñascazos al padre, y le gritaba:

— Te enterré dos veces y te saliste te quemé y te volviste a salir.

En seguida Pedro se fue donde las beatas, que le dijeron:

— Ahora sí que quedó bien enterrado, porque no ha vuelto. Y le pagaron muy bien su trabajo.

Pedro se fue pensando: — Está tan vivo como antes, pero habrá agarrado miedo a las piedras que le disparé y se habrá ido para su convento, y por eso no ha vuelto.

El caso es que las beatas lo hicieron leso, pues que lo hicieron creer que era un solo padre el muerto. Y ésta fue la primera vez que engañaron a Pedro Urdemales. Y se acabó el cuento y se lo llevó el viento; y todo el mal es ido, y el poco bien que queda sea para mí y los que me han oído.

16. Dóminus Vobíscum

Pedro Urdemales andaba sin plata y sabiendo que un cura rico necesitaba un mozo, se presentó a solicitar el empleo. Lo aceptaron, y tan activo e inteligente se manifestó desde el primer momento, que todos los de la casa le tomaron cariño. En la noche fue a pedirle órdenes al cura, que liba a acostarse, y el cura le dijo:

— Has trabajado todo el día y aún no sé cómo te llamas. ¿Cuál es tu nombre?

— Señor, — le contestó— mi nombre es un poco raro; pero cada uno se llama como le pusieron en el bautismo y a mí me pusieron Dóminus Vobíscum.

— De veras que el nombre es raro— asintió el cura, pero en fin, es un nombre muy apropiado para mozo de eclesiástico. Bueno, pues, Dóminus Vobíscum, ya es tarde, vete luego a acostar para que mañana te levantes temprano.

— Buenas noches, señor cura.

— Buenas noches, Dóminus Vobíscum.

Acababa de salir Pedro Urdemales de la pieza del patrón cuando encontró en el patio a una de las sobrinas del cura, que también iba a recogerse.

— Has estado todo el día en la casa y todavía no sé tu nombre. ¿Cómo te llamas?

— Señorita, tengo un nombre muy ridículo y no me atrevo a decírselo. Llámeme usted como quiera.

— Pero, hombre, lo natural es llamar a cada cual con el nombre que tiene.

— El mío es... pero no se ría, señorita: La ensalada me hace daño.

— De veras que tienes un nombre muy curioso, pero si así te llamas, así habrá que nombrarte. Y se fue a acostar.

Pocos pasos más a allá encontró a la otra sobrina del cura, que también iba a acostarse y que al verlo se detuvo.

— Dime cómo te llamas, que aún no lo sé.

— Señorita dispénseme que no se lo diga; tengo un nombre muy cochino y no podría usted llamarme con él.

— ¿Por qué no? Si tienes un nombre, lo justo es que con él te llamen. Dímelo no más.

— Se lo diré, señorita, porque usted me lo manda, pero no se enoje. Cuando me bautizaron me pusieron Ya me ensucio.

— ¡Qué nombre tan particular! pero si es el tuyo, con él habrá que llamarte. — Y se metió a su dormitorio pensando: ¡Pero a quién se le ocurre poner a un cristiano un nombre tan puerco!

Mientras tanto, la hermana del cura roncaba que era un contento y ni se había acordado de preguntarle a Pedro cómo se llamaba.

Pedro esperó hasta la 1 de la mañana, y sacándose los zapatos, entró al escritorio del cura y a los dormitorios de la hermana y sobrinas, y después de robar a toda la familia el dinero y las alhajas, montó en el caballo que el cura tenía para salir a visitar la parroquia y huyó a todo escape.

Al otro día, cuando se dieron cuenta de la acción de Pedro Urdemales no se oían sino lamentaciones en la casa. — Esto nos pasa — decían — por tomar al primero que se presenta, sin exigirle recomendaciones de personas conocidas, pero no nos sucederá otra vez.

Habría transcurrido como un mes cuando se le ofreció a Pedro Urdemales un buen negocio con un labrador que le dio cita para un domingo en la iglesia de la parroquia de que era cura el de este cuento. Entró Pedro a la iglesia con cierto temor, que pronto desechó, porque no era hombre miedoso, y se puso en un rincón mientras terminaba la misa. Precisamente en ese momento se daba vuelta el cura hacia los fieles para decir Orate frates ... pero divisó a Pedro y dijo mostrándolo con el dedo:

— Dóminus Vobíscum.

— Señor cura, le dijo el que ayudaba la misa, en voz baja— si le corresponde decir orate frates .— ¡Qué orate frates ni que niño muerto — le contestó el cura; — si lo que yo digo es que ahí, en ese rincón, está Dóminus Vobíscum y que deben tomarlo preso!

— El señor cura se ha vuelto loco— pensó el monaguillo.

Mientras tanto, una de las sobrinas, que miraba hacia atrás para ver si había venido su novio, vio a Pedro Urdemales, e inmediatamente le dijo a su madre:

— Mamá, mamá, La ensalada me hace daño.

— Bien te lo dije anoche que no fueras golosa, ¿para qué comiste tanta?

Y la otra niña, que también atisbaba por todas partes con el mismo fin que su hermana, vio asimismo a Pedro y comenzó a codazos con su madre:

— Mamá, mamá, Ya me ensucio.

— Anda a vaciarte a la casa, cochina; eso te pasa por ser glotona como tu hermana. ¿No les decía yo que no comieran tanta ensalada?

Y Pedro Urdemales, que vio que el cura, y la hermana del cura y las sobrinas lo habían visto y conocido, sin esperar hacer el negocio, salió disimuladamente y subiendo a caballo escapó a toda carrera.

Cuando se vio lejos, libre ya de cuidados y temores, se bajó de la cabalgadura y cambió la ropa vieja que llevaba puesta por la que le había entregado la mujer, que estaba como nueva, y se comió muy tranquilamente la gallina.

Con los doscientos pesos tuvo Pedro para mantenerse y divertirse algunos días.

17. El cartero del otro mundo

Un día que Pedro Urdemales amaneció sin cristo en los bolsillos, se le ocurrió la siguiente estratagema para hacerse de dinero. Se montó en un burro con la cara para atrás y entró al pueblo gritando:

— "El cartero del otro mundo ¿quién manda cartas para el cielo? ¿quién manda cartas para el cielo?"-Muchos salieron a la bulla, pero nadie le encargaba nada, hasta que una mujer lo llamó y le preguntó:

— ¿Usted viene del cielo?

— Si, señora, y luego me voy de regreso. Soy el cartero de San Pedro.

— ¡Quién lo hubiera sabido con tiempo para haberle escrito a mi marido, que se murió hace un mes!

— Ya no hay tiempo de escribir, señora., porque ando apurado, pero si usted quiere mandar a su marido plata, ropa y algunas cositas de comer, porque está muy pobre y muy flaco, puede enviárselas conmigo.

— ¡Ay, cuánto le agradezco su buena voluntad! En un momentito voy a arreglarle un paquete para que le lleve de todo.

Y efectivamente, poco rato después la mujer le entregaba un gran paquete con toda clase de ropas de hombre, una gallina fiambre y doscientos pesos en buenos billetes, y le encargaba que todo lo diera a su marido personalmente y que no olvidara decirle que siempre lo tenía muy presente en sus oraciones para que Dios le aumentara la gloria.

Pedro se despidió de ella y siempre montado en el burro con la cabeza para atrás, se alejó gritando:

— "Que se va el cartero, ¿nadie manda cartas para el cielo?"-Y en cuanto salió del pueblo se montó como debía y apretó a correr a todo lo que daba el burro.

Cuando se vio lejos, libre ya de cuidados y temores, se bajó de la cabalgadura y se cambió la ropa vieja que llevaba puesta, por la que le había entregado la mujer, que estaba como nueva, y se comió muy tranquilamente la gallina.

Con los doscientos pesos tuvo Pedro para mantenerse y divertirse algunos días.

18. El saco

Una tarde que Pedro Urdemales andaba vestido de fraile, haciéndose pasar por tal para que le dieran limosnas, se encontró de repente con una gran cueva muy honda, en cuyo fondo vio amontonadas numerosas talegas llenas de monedas de oro y plata y de alhajas valiosísimas. En un rincón en que se alzaba la cocina divisó colgados un cordero abierto y dos cuartos traseros de otro, cuya frescura incitaba a comerlos; y Pedro, que con el cansancio que le había producido la marcha por aquellos andurriales se sentía con un apetito fenomenal, cogió una de las piernas y se puso a asarla. En ello estaba cuando llegó una tropilla de bandidos, que eran los que habitaban la cueva, y asiéndolo lo ataron de pies y manos para arrojarlo a un río profundo que corría por ahí cerca.

Pero los bandidos también venían con hambre, y mientras la satisfacían comiéndose la pierna que Pedro había puesto a asar y que ya estaba en punto, y asaban la otra, pues una no bastaba para diez hombres que eran ellos, metieron a Pedro en un saco y lo dejaron al lado afuera un poco distante de la cueva.

Y como era hombre a quien casi siempre sonreía la suerte, tocó la casualidad de que en los precisos momentos en que quedó solo, pasase por ahí un vaquero arriando un hermoso piño de vacas y terneros, gritando "¡Ah vaca! ¡Ah vaca! — ¡A dónde va la Barrosa! venga p'acá el Coliguacho!... ¡Ah vaca! ¡ah vaca! ¡ah vaca!... y cuando Pedro sintió que el vaquero pasaba cerca de donde él estaba, se puso a quejarse en voz alta:

— "¡Dios mío, que me vayan a echar al río porque no quiero recibir plata, pero bien sabes tú, Señor, que no puedo recibirla y tendré que dejar que me ahoguen!"

El vaquero, que era de suyo compasivo, al oír estas quejas se acercó al saco, y abriéndolo vio salir la cabeza de un fraile con su capilla calada.

— ¿Qué le pasa, padrecito? le preguntó

— ¡Qué me ha de pasar, hermano! que andaba pidiendo limosnas para mi convento y que por desgracia tropecé con unos caballeros que quisieron entregarme por fuerza unos talegos de plata: pero como nuestra regla nos prohíbe recibir mucho dinero por junto porque hemos hecho voto de pobreza, me negué a recibirlo y porque no les di en el gusto me han maniado y metido en este saco para tirarme al río.

— Yo creo, padrecito, que la cosa tiene remedio. ¿Por qué no cambiamos ropa y yo me pongo en su lugar? Cuando los caballeros vengan a tirarme al río, yo les diré que lo he pensando bien y que veo que me conviene recibir las talegas y como ya se está oscureciendo, cuando me saquen del saco no me conocerán y me entregarán la plata. Hagamos el cambio u váyase usted con el rebaño a otra parte.

No se lo dijeron a un sordo y el cambio de traje se hizo con suma rapidez, quedando Pedro libre y el vaquero atado de pies y manos y metido en el saco vestido de fraile.

Pocos momentos después salieron los bandidos hartos de comer y ahítos de beber de los exquisitos vinos que guardaban en la cueva, y echándose uno de ellos el saco al hombro, se dirigieron al río, sin hacer juicio de las protestas del vaquero de que aceptaba gustoso todo el dinero que quisieran darle, aunque fueran cuatro talegas o más; y llegados a la ribera, lo lanzaron entre dos, al medio de las aguas.

Pedro, desde lo alto de un árbol, contemplaba la escena y pensaba que lo que le ocurría al pobre vaquero era lo que le habría pasado a él sin su astucia; y no se bajó hasta que cesaron de producirse los górgoros que en el agua ocasionaba la caída del saco.

Pedro pasó la noche con el piño de ganado por ahí cerca, y al otro día temprano, después de atravesar un brazo del río con el fin de que los animales y él mismo salieran completamente mojados, pasó por frente de la cueva de los bandidos, arriando las vacas y los terneros y gritando a toda bocas "!Ah vaca! ¡ah vaca! ah vaca!... ¡Adónde va la Barrosa!... ¡Venga

p'acá el Coliguacho!... ¡Ah, vaca! ¡ah vaca! ¡ah vaca!..."

Los bandidos, que ya se habían levantado, conocieron la voz de Pedro y salieron a verlo. Era él efectivamente.

— ¿Qué es esto, Padre? dijo el capitán de los bandoleros. Nosotros lo hacíamos en el fondo del río. ¿Cómo ha podido salir de ahí? ¿Y que colgó los hábitos?

— La Providencia, hermano, que siempre vela por los pobres, me ha ayudado también en este trance. Cuando el saco cayó al fondo, sentí que alguien lo descosía, y así era en verdad, porque poco después me sacaban y me desataban, y viendo que yo era un pobre fraile que andaba pidiendo limosnas para mi convento, la gente que vive en el fondo del río, que es muy buena cristiana, y muy piadosa y muy caritativa, me dio estos animalitos y acaban de sacarnos afuera, después de obsequiarme anoche con una suculenta cena y con un excelente desayuno en la mañana. ¡Qué gente tan buena y tan cariñosa! Dios les pagará el bien que me han hecho! Lo único que me pidieron fue que les dejara los hábitos, que querían conservar como reliquia.

— ¡Compañeros!— dijo el capitán a su tropa— ¡a vestirse! todos con hábitos que les robamos a los dominicos y que el Padre nos amarre de pies y manos y nos meta en un saco a cada uno y nos tire al río. Con el ganado que nos dé la gente que hay en el fondo del agua tendremos para vivir holgadamente el resto de nuestros días. En paz y tranquilidad. Creo que el Padre no se negará a hacemos este servicio.

— Se los haré con mucho gusto, aunque demore en llegar a mi convento. Ya estarán los reverendos con cuidado.

E inmediatamente se pusieron a la obra y en menos de hora y media estaban. Todos los bandidos amarrados, ensacados y en el fondo del río; y Pedro se encontró dueño de un buen piño de ganado y de todas las riquezas que los bandidos habían atesorado en la cueva.

Pero poco le duraron a Pedro tantos bienes, con los amigos y amigas, que no le sobraban, como les sobran a todos cuando hay higos, se le fueron por entre los dedos de una mano, antes de un año.

19. Las apuestas con el gigante

En una de sus correrías, la noche sorprendió a Pedro Urdemales en medio de las montañas y para librarse de la intemperie se metió en una gran cueva que encontró en el camino y se tendió a dormir. Cuando despertó en la mañana vio un enorme Gigante que lo miraba con curiosidad.

— ¿Quién eres tu?— le preguntó el Gigante — ¿y quién te dio permiso para dormir en mi casa?

— Yo soy Pedro Urdemales, — contestó el interpelado — y para dormir aquí le pedí permiso a mi cuerpo, que se sentía fatigado y necesitaba descanso.

— ¿Con que tú eres el mentado Pedro Urdemales? ¿Y es cierto que eres tan diablo como dicen?

— Tal vez no tanto, señor Gigante; soy regularcito no más.

— Voy a probarte, para ver si la fama coincide con los hechos.

— Cuando quiera, pues, señor, que estoy a sus órdenes.

— Bueno, vas a ser mi huésped por una semana y cada día haremos una apuesta; el que gane recibirá mil pesos del perdidoso por cada apuesta en que salga triunfante. Supongo que tendrás plata.

— ¡Que no iba a tener este niño! Es claro, pues, señor, y aquí tiene para que vea— dijo Pedro, mostrando un gran rollo de billetes.

— Entonces mañana lunes comenzaremos. Vamos a apostar primero quién dispara más alto una piedra.

— Me parece muy bien. Pero sepa, señor Gigante, que yo soy chimbero santiaguino y que nadie me la ha ganado hasta ahora a disparar peñascazos.

— Déjate de faramallas y mañana veremos quién gana.

Pedro Urdemales se levantó al otro día muy temprano, armó una trampa y poco después cazaba un pajarito de color gris, parecido ala diuca, que guardó en el bolsillo de la blusa.

Apenas lo divisó el Gigante, le dijo:

— Ya es hora de hacer la apuesta.

— Bueno, pues, estoy a su disposición. Comience usted, que es el dueño de casa.

Y el Gigante, inclinándose, tomó del suelo un enorme guijarro y lo lanzó con tanta fuerza, que, a pesar de su tamaño, apenas se divisaba y se demoró cerca de un cuarto de hora en caer.

— De veras que es bien forzudo usted— dijo Pedro; pero ahora va a ver usted de qué es capaz un buen chimbero.— Y sacando del bolsillo, oculto en la mano, el pajarillo que había cazado en la trampa, se inclinó a tierra como para tomar un guijarro, y enderezándose, fingió que lo disparaba, y el avecita, viéndose libre, se remontó a tanta altura que se perdió de vista.

El Gigante se quedó esperando que la piedra cayese, pero Urdemales sonriéndose, le decía:

— Espere no más; si la piedra todavía va subiendo, subiendo, y no dejará de subir hasta que llegue a la Luna.

El Gigante tuvo que confesarse vencido, y pagó mil pesos a Pedro Urdemales

Después el Gigante llevó a Pedro a unas canteras y mostrándole unas piedras blancas muy duras le dijo que al otro día apostarían quién desharía entre sus manos una de esas piedras hasta reducirla a polvo.

— Dificililla está le cosa— dijo Pedro— pero habrá que tentarla.

Y como la apuesta era para el día siguiente, le pidió permiso al Gigante para ir al pueblo vecino a despachar unas diligencies urgentes. El Gigante no puso dificultad y sólo le pidió que se volviera el mismo día, porque a él le gustaba hacer sus apuestas en la mañana temprano.

Fue Pedro al pueblo y volvió antes de oscurecerse, y al otro día, cuando el sol no aparecía aún, ya estaban en facha los apostadores. Pedro dijo:

— Empiece usted que es de aquí: después trabajaré yo, que soy forastero

Entonces el Gigante tomó entre sus manazas una gran piedra blanca, y haciendo un pequeño esfuerzo, la redujo a finísimo polvo.

— ¡Bravo!— aclamó Pedro; ahora vamos a ver cómo me porto yo.

Y sacando de la faltriquera unos quesillos (que para comprarlos había ido al pueblo), fingió tomar de la cantera una piedra blanca, y apretándolos entre sus manos, comenzó a caer el agua que contenían, hasta dejarlos bien secos y convertidos en algo que parecía un puñado de harina.

— Me la ganaste también,— dijo el Gigante— porque por más que yo apreté la piedra, no pude sacar ni una gota de agua y tú sacaste más de un litro.— Y le pagó otros mil pesos a Urdemales. En seguida agregó:

— Mañana miércoles vamos a ver cuál de los dos, de un bofetón, abre un hoyo más profundo en la roca.

— Aceptada la apuesta— contestó Pedro Urdemales, y mientras el Gigante salió a traer un ternero para su almuerzo, con el asador abrió un hoyo tan hondo en la roca, que le cabía todo el brazo: y disimuló la abertura tapándola con una delgada piedra que calzaba perfectamente.

Después de desayunar, al otro día, dijo Pedro al Gigante:

— A la hora que quiera puede empezar, que yo seguiré detrasito de usted.

Y sin hacerse de rogar, el Gigante dio tan feroz puñetazo en la roca que metió todo el puño. Cierto que de las coyunturas de los dedos le chorreaba abundante sangre,

— ¡Ahora me toca a mí— dijo Pedro!— ¡Atención!

Y con toda su fuerza dio un puñetazo en la piedra que había puesto de tapa al hoyo fabricado el día anterior, y tras de ella, con gran asombro del Gigante, metió el brazo hasta el hombro.

— Me ganaste otra vez— gruñó el Gigante, que no se explicaba cómo un hombre tan chico podía vencerlo, y le pagó los mil pesos que acababa de perder, agregando:

Entonces mañana jueves vamos a apostar cuál de los dos se echa a la espalda una carga más grande de leña y la lleva más lejos.

— Convenido; pero acuérdese, señor Gigante que yo soy muy forzudo y ya estoy viendo que usted va a perder.

El jueves, a la hora acostumbrada, estaban los dos apostadores al lado de afuera de la caverna. Pedro dijo a su contendor

— Comience usted que tiene más edad que yo.

Y el Gigante, seguido de Pedro, se dirigió a un bosque no muy distante de la cueva y ya en el sitio se puso a despojar las ramas más gruesas de los árboles, y cuando hubo re reunido un montón enorme, lo ató con una cuerda, se lo echó al hombro como quien se echa una pluma y lo llevó hasta la entrada de la caverna. Pedro Urdemales, que lo había seguido sin pronunciar palabra, tomó tres lazos muy largos que colgaban de un clavo y atándolos uno con otro se dirigió al bosque, tirándolos de una punta.

— ¿Qué vas a hacer con esos lazos añadidos?

— Ya verá lo que voy a hacer.

Y atando al primer árbol la punta que llevaba cogida, siguió rodeando el bosque sin soltar los lazos añadidos, que escurría por entre las manos a medida que andaba. El Gigante que marchaba detrás de él, dijo de pronto:

— Pero sepamos que vas a hacer, Pedro.

— Pues amarrar todo el bosque para echármelo a la espalda y llevármelo a mi casa, porque pienso negociar en leña al por mayor ¡Malito negocio voy a hacer ahora que el tiempo está frío y la leña tan cara!

— ¡No seas diablo, Pedro! Me doy por vencido; toma los mil pesos y déjame la leña. Mañana Viernes sí que te gano: apostaremos quién puede acarrear, en un viaje, mayor cantidad de agua de la laguna.

El viernes bastante temprano, ya estaban ambos contendientes en facha; Pedro dijo:

— Comience usted, que es tan re grande.

El Gigante se echó al hombro un tonel que haría más de mil arrobas y se dirigió a la laguna, que estaba al otro del bosque; lo llenó y cargándoselo al hombro, lo llevó a la caverna como si nada llevara y lo dejó al lado adentro. Pedro lo siguió callado, y tomando una barreta, dijo:

— Ahora me toca a mí, — y se fue acompañado del Gigante. Una vez en la orilla de la laguna, se puso a cavar.

— ¿Qué haces, hombre?— le preguntó el Gigante.

— Voy a cavar por toda la orilla para llevarme la laguna entera para mi tierra, porque por allá está el agua muy escasa.

El Gigante se asustó y le dijo:

— Pedro, no seas diablo; me doy por vencido; toma los mil pesos y déjame el agua.

Se la voy a dejar por ser a usted, no más; pero créame que más que los mil pesos me convendría llevarme la laguna... ¿Y cuál será la sexta apuesta, señor Gigante?

— Mira, Pedro, mejor será que no hagamos ninguna otra apuesta.

— ¡Cómo, ninguna otra apuesta! Entonces confiésese completamente vencido de antemano y entrégueme los otros mil pesos.

— ¡Eso si que no! Vamos a la sexta apuesta. Mañana sábado veremos cuál de los dos dispara más lejos una lanza. Yo arrojaré ésta y tú esta otra.

— Perfectamente— contestó Pedro.

Al otro día, en cuanto estuvieron en el sitio en que iba a tener lugar la apuesta, dijo Pedro:

— Dispare usted primero, ya que se tiene por tan forzudo.

Y aquel desaforado Gigante se puso en facha y casi sin hacer esfuerzo, lanzó el rejón tan lejos que cayó a más de diez cuadras de distancia.

— No lo ha hecho mal— dijo Pedro.— Ahora yo... Pero dígame antes ¿en dónde vive su señora madre?

— Muy lejos de aquí, pero muy lejos: en Francia.

Por este camino derecho se llega a su casa viajando en tren expreso, en quince días ¿Y se puede saber para qué me lo preguntas?

— Para que esta lanza que tengo en mis manos, que va a llegar allá en menos de quince minutos, le lleve memorias mías.

Y tomándola del medio, comenzó a balancearla, como para que saliera con fuerza, al mismo tiempo que decía

— ¡Lanza, lanza, lanza, ándate para Francia, hasta donde está la madre del Gigante y atraviésale la panza!

— ¡Alto ahí!— gritó el Gigante; — eso sí que no, que mi madre es sagrada. Me confieso vencido; toma los mil pesos; vete y no vuelvas más por acá.

Y nuestro Pedro Urdemales se fue contentísimo de haber engañado al Gigante y haberse embolsicado seis mil pesos con tanta facilidad. Fue esa una semana muy provechosa para Pedro.

20. La gallina

Pedro Urdemales había comprado una gallina muy bonita, y teniendo que hacer un viaje muy largo, se la dejó encargada al Rey, que la hizo llevar al gallinero.

Un día la princesa vio la gallina y la encontró tan linda que le dieron ganas de comérsela; pero el Rey le dijo que era ajena y que mejor escogiera otra para hacérsela guisar. La Princesa se empecinó y dijo que o se comía esa gallina, o no comía nada hasta morirse de hambre, y se puso a llorar.

El Rey, que la quería mucho y no podía verla sufrir, consistió que matasen la gallina de Urdemales y la Princesa se la comió hecha estofado.

Después de algún tiempo, Pedro pasó a buscar su gallina y se encontró con que se la había comido la hija del Rey. Pedro la reclamó y el Rey ofreció pagársela muy bien pagada, pero Pedro no consintió:

— "O me dan mi gallina, o me llevo a la Princesa, que se comió mi gallina". — Y nadie lo pudo sacar de esto.

El Rey le entregó la Princesa, y Pedro, metiéndola en m saco, se la echó al hombro y se largó por esos mundos, hasta que, después de mucho andar, llegó a un rancho en que vivía una viejecita. Pedro le pidió agua, y la viejecita le dijo que fuese él mismo a buscarla a un esterito que corría a los pies del rancho. Dejó Pedro su saco en tierra y con un calabazo que le proporcionó la anciana, fue en busca del agua. La viejecita aprovechó la ausencia de Pedro para ver lo que el saco contenía, porque era curiosa como un diantre, y lo abrió, y al ver a la linda Princesa que había adentro y a quien ella conocía bien porque la había criado a sus pechos, se le ocurrió cambiarla por una perra arestinienta, muy brava, que tenia. Y así lo hizo; sacó a la princesa y la escondió muy bien escondida y en su lugar metió la perra en el saco.

Poco después volvió Pedro y echándose su saco al hombro se despidió de la vieja y siguió su camino.

Mientras iba andando, la perra se movía en el saco, pero Pedro le decía, creyendo que era la Princesa:

— No se desespere, hijita, que luego vamos a llegar y quedará contenta".

Cuando llegó Pedro a su casa, abrió el saco para sacar a la Princesa pero en vez de salir ella, saltó afuera la perra y le mordió las pantorrillas.

Desde ese momento Pedro Urdemales vivió muy triste, hasta que murió de la pena que le causó el haber sido engañado por una vieja.

Fin

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