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Cuento de un arbol en el desierto


Enviado por   •  24 de Julio de 2016  •  Tareas  •  1.234 Palabras (5 Páginas)  •  643 Visitas

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Un árbol en el desierto

Mi finado padre me contaba que mi abuelo, o sea, su padre, obtuvo un trabajo en las salitreras del norte de Chile por allá por los años 30. Siendo muy joven, se tuvo que trasladar a vivir desde los verdes campos de Valdivia a las áridas pampas calcinadas por el sol de aquel que se dice es el desierto más árido del mundo. Cuánto extrañaba mi abuelo la profusa vegetación del verde sur, y aunque ganaba mucho dinero no podía acostumbrase al ambiente del nuevo lugar donde residía, un paisaje desolado y carente de la más mínima hebra de pasto. Cómo añoraba mi abuelo los bosques sureños, llenos de coihues, hualles, pellines, arrayanes, lingues, ulmos, olivillos y cuanto árbol existe en la selva valdiviana, junto con las praderas de ballicos, tréboles, pasto dulce, pasto ovillo y todas las especies de gramíneas floridas y no floridas. A cambio de eso, veía todos los días, en invierno y en verano, cerros yermos, pampas lisas, rocas, piedras, arenales, en una monotonía sin parar, al abrigo de una atmósfera caldeada y secante y en donde no llovía en siglos.

Así que mi abuelo se decidió, llevaría un poco del Sur al Norte. Estuvo un año entero observando y pensando, discurriendo cómo podía llevar a cabo su plan, consistente en plantar árboles en el desierto.   Tenía todo en contra: la tierra estéril, la falta absoluta de agua y la sequedad abismante. Pero tenía también las ganas, el deseo, los sueños y la ansiedad. Hasta que un día la oportunidad se dio. Le encargaron que viajara al Sur encabezando una flota de 10 destartalados camiones destinados al transporte de ganado comprado por los dueños de la empresa a un hacendado de Linares. Eran principalmente vacunos, para la alimentación de la población de las cinco oficinas o establecimientos que abarcaba la empresa calichera, caballos para el servicio de transporte y mulas y burros para las faenas mineras. Ahí tenía mi abuelo la oportunidad de concretar su plan o de por lo menos comenzar a hacerlo. Destinaría un espacio de los camiones para traer unos tres cubos de tierra vegetal, esa negra y feraz tierra sureña, además de toda clase de semillas e instrumental para la agricultura.  

Y en un par de metros cuadrados del patio del mismo sitio de la vivienda que tenía asignada en el establecimiento, dispuso los tres cubos de tierra, aplanándola bien y dándole  un grosor y profundidad de unos 30 centímetros. Desde ese momento dedicó todo el tiempo libre que tenía de su trabajo y obligaciones laborales para cuidar esa tierra, revolviéndola todos los días y alimentándola con todo tipo de desechos orgánicos que quedaban en el rancho de los obreros: cáscaras de papas, corontas de lechuga y choclos y todo lo que quedara y se pudiera aprovechar: restos de ensalada, espinas de pescado, huesos de la cazuela, restos de zanahorias, betarragas, cebollas, ajos, zapallos, de verduras en general. “¿Y el agua?”, le pregunté a mi papá cuando me contó.  “Ah”, me dijo, “Es que debía haber partido por el principio. La empresa había inaugurado hacía más o menos un año un terminal de planta de saladora de agua de mar. Consistía en una subsidiaria de la compañía, instalada en una caleta nortina que se preocupaba de extraer agua del mar, convertirla en agua dulce mediante un procedimiento difícil de explicar pero que todavía se usa en el Norte, y con más tecnología aún; y bombearla a través del desierto, a más de 1.440 metros sobre el nivel del mar, mediante una maquinaria especial. Así que las oficinas o establecimientos contaban con toda el agua que necesitaban, tanto para uso de la población como para las faenas extractivas y de procesamiento del salitre”. “¡Asombroso!, le dije, pero difícil de sustentar económicamente”. “No, hijo, espetó, recuerda que entonces el salitre era para nuestro país lo que es el cobre ahora. Es decir, mientras las oficinas se mantuvieran produciendo y las potencias extranjeras comprando, habría un  flujo grande y constante de recursos, muchos de los cuales ingresaban a las arcas fiscales del país pero la gran mayoría engrosaba las cuentas bancarias de las compañías mineras particulares, dueñas del grueso de las empresas calicheras, como era el caso de aquella en la que laboraba tu abuelo”. “Así que, desde ese punto de vista, el agua no iba a faltar”, terminó.

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