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Cuentros Centroamericanos


Enviado por   •  23 de Noviembre de 2012  •  1.987 Palabras (8 Páginas)  •  648 Visitas

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¿QUIEN INVENTO EL MAMBO?

Le aseguro, señora, que no estoy vendiendo Biblias ni nada por el estilo. Yo soy el Rey del mambo.

-¿El Rey de qué?

-Del mambo, señora, ¡del mambo!

—¿Y eso qué es?

La mujer mira con sospecha al hombrecito que le ha tocado la puerta, con apremio de amigo. Solamente protestantes y sinvergüenzas se atreven a golpear la puerta de gente decente a las diez de la mañana un sábado, cuando ella se ocupa de hervir la ropa sucia y asolear colchones.

—Es música, señora, música que está arrasando en México, Cuba y ahora aquí en Panamá.

Los ojos detallan el saco que parece pertenecer a alguien mucho más alto, los pantalones amplios, ajustados en el tobillo dándoles aspecto de ropa de harem, la cadena de oro colgada hasta la rodilla, los ojos redondos vivaces y el bigote a lo Fu-Man-Chú. En los pies, zapatos adornados por unas hebillas grandotas y ¡tacones! ¡Dios Santo, tacones!

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-¿Qué clase de música es esa?

—Música para bailar, señora. Música con ritmo, y alegría, para menear el cuerpo y olvidar las tristezas, música para todas las edades, para todos los pueblos, ¡música! Música en la mayor, en si menor, do sostenido, blancas, corcheas, fusas... Aquí está todo, señora, permítame una demostración, -le enseña el abultado portafolio que lleva bajo el brazo.

-¡Ah! ¿Es que vende libros de música? Sinceramente no estamos interesados. Mi hija estudia en el Conservatorio Nacional y todos sus libros los compramos en el Almacén Mckay, allá por la Catedral. No creo que la dejen tocar el mambo que usted ha inventado. En realidad a nosotros solamente nos gusta la música clá-si-ca —lo recalca para estar segura de ser entendida—, música de verdad, la de los grandes compositores Schuman, Bach, Chopin y sobre todo Rachmaninoff. Somos miembros fundadores de la Sociedad Pro-Arte Musical y mi hija asiste a conciertos desde que tenía cinco años. Así que, con su permiso, tengo mucho que hacer.

El hombrecito la detiene con un gesto imperioso, antes de que le tire la puerta en las narices.

-¡No! Tampoco estoy vendiendo libros de música, señora. Permítame presentarme. Mi nombre es Dámaso Pérez Pradoff —una sonrisa ilumina sus ojos redondos que parecen bailar en la cara redonda- Escuche usted: El martes comienzo un "show" con mi orquesta en el Hotel Internacional por una semana y necesito ensayar unos arreglos, pero en ese lugar, de día, no es posible acercarse al piano. Hay gente en el comedor a todas horas. Me distraen, me piden autógrafos —la fama tiene sus problemas-, en fin, no puedo estudiar ni crear. Usted me entiende, ¿verdad, señora? Una persona culta como usted sabe bien que nosotros los artistas de música de verdad necesitamos absoluta tranquilidad. El camarero jefe me informó que él había oído que en esta casa tenían un piano nuevecito, recién traído de Europa, que es el mejor que hay en toda la ciudad y me he atrevido a venir hasta acá a suplicarle que me deje usarlo por unas cuantas mañanas para ensayar. Le pagaré bien, le aseguro -añade al ver la cara de asombro de la mujer.

Isabel no ha conocido a nadie que se vista así, con esa cadena largota y los pantalones de pachuco; solamente los ha visto en las películas mejicanas que dan en el "Variedades" y tiene la vaga impresión de que todos son maleantes o por lo menos, marihuaneros.

-Bueno, es que... no sé qué decirle, señor Pradoff, francamente no podría... no sé...

-Cinco dólares por día, señora, por tres horas de uso.

—No es el dinero, comprenda usted, pero no lo conozco y no sé si mi esposo estaría de acuerdo. ¿Cómo es que dice que se llama, Pérez Pradoff? ¡Qué nombre más raro!

-Nada tiene de raro, señora. Es el nombre de un compositor que ya es famoso en otras latitudes y muy pronto lo será en este bello país si solamente me da una oportunidad de practicar en su piano.

Habla y gesticula y se empina en los tacones y hasta se persigna con un enorme crucifijo que le cuelga de una gruesa cadena de plata en medio del pecho; el gesto la impresiona; después de todo, un individuo capaz de adornarse con una cruz de Obispo no puede ser un maleante y acaba por acceder a su petición, aunque siempre le queda cierta desconfianza hacia el desconocido. Lo deja pasar y se arrepiente en seguida, pero es demasiado tarde. El hombrecito se apodera del piano, con un deseo que no deja lugar a dudas de su apremio en ensayar el mambo. Abre la tapa que se desliza con facilidad y con una mano acaricia las teclas, asegurándose de paso que todas están a tono; para arriba y para abajo, dos o tres veces, los dedos se encaraman por las negras con una agilidad asombrosa, como el niño que encuentra su juguete favorito: sol, acorde, escala, trino. Satisfecho, se quita la levita, acomoda los papeles y con el lápiz detrás de la oreja comienza su trabajo, sin darse por enterado del asombro de doña Isabel, que desde una esquina de la sala procura asegurarse de que es ella la propietaria de tan divino instrumento...

-Y por favor, señor Pradoff, ni se le ocurra poner nada húmedo sobre la tapa; es un mueble muy fino, traído especialmente de Nueva York para mi hija, que algún día será una gran pianista y no de mambos, puedo asegurarle.

Pero el otro, ensimismado en su música no le hace el menor caso y la mujer termina por retirarse a la cocina de mala gana, no sin antes advertirle a la empleada que no le quite el ojo de encima al señor Pradoff, porque no está segura de sus intenciones.

Es sábado por la mañana: en el patio, los chiquillos juegan, celebrando el día de asueto, las mujeres lavan la ropa de la semana y asolean colchones

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