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De cómo Ergio, El Autoinductivo, Mató A Un Carapálida

ONCE123410 de Junio de 2014

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De cómo Ergio, el autoinductivo, mató a un carapálida.

El poderoso rey Boludar era amante de las curiosidades, y se dedicaba por completo a coleccionarlas, por lo que con frecuencia olvidaba importantes asuntos de Estado. Tenía una colección de relojes bailarines, relojes de amanecer y relojes nube. Poseía monstruos disecados provenientes de cada rincón del universo, y, en un cuarto especial, bajo una campana de cristal, guardaba la más rara de las criaturas: el homos antropos, increíblemente pálido, bípedo, que incluso tenía ojos, aunque vacíos. El rey ordenó que se incrustaran dos hermosos rubíes en ellos, dándole al homos una mirada roja. Siempre que Boludar se ponía un poco ebrio invitaba a sus comensales favoritos a esta habitación y les enseñaba el horrible cuerpo.

Un día llegó a la corte del rey un electrosabio tan viejo que los cristales de su mente se habían desordenado un poco con la edad. Sin embargo, este electrosabio, llamado Halazon, poseía la sabiduría de toda una galaxia. Se decía que sabía la forma de enristrar fotones, produciendo así collares de luz; e incluso sabía cómo capturar un antropos vivo. Conociendo la debilidad del viejo. El rey ordenó que sus bodegas de vino fueran abiertas de inmediato; después de tomar unos tragos de más de la jarra de Leyden, y cuando los agradables flujos corrían por sus extremidades, el electrosabio reveló al rey un terrible secreto, y le prometió conseguirle un antropos, gobernante de cierta tribu interestelar. El precio que puso era alto -el peso del antropos en diamantes del tamaño de un puño-, pero el rey ni siquiera parpadeó.

Entonces Halazon partió a su viaje. Mientras tanto, el rey comenzó a presumir al consejo real su esperada adquisición, que de cualquier forma no podía esconder; para entonces ya había ordenado la construcción de una jaula en el parque del castillo, donde crecían unos cristales magníficos ante una jaula de gruesos barrotes de hierro. La corte se hundió en una gran consternación. Viendo que el rey no cedería, los consejeros mandaron llamar al castillo a dos eruditos homologistas, a quienes el rey recibió calurosamente, pues tenía curiosidad de cuánto podrían decirle los sabios, Salamid y Thaladon, sobre el pálido ser que aún no conocía.

-¿Es cierto- preguntó tan pronto ellos se hubieron levantado de rendirle homenaje -que el homos es más suave que la cera?

-Lo es, Su Luminiscencia -respondieron.

-¿Y es también cierto que la abertura que tiene en la parte inferior de su cara puede producir un gran número de sonidos?

-Sí, Su Real Alteza, y, además en esta misma abertura el homos mete diversos objetos, después mueve la porción baja de la cabeza –que está sujeta con unas bisagras a la parte superior-, con lo cual despedaza los objetos y los arrastra a su interior.

-Peculiar costumbre, de la cual ya he escuchado antes -dijo el rey-. Pero, díganme, mis sabios, ¿con qué propósito lo hace?

-Existen cuatro teorías sobre ese tema en particular, Su Real Alteza -replicaron los homologistas-. La primera es que lo hace para librarse del exceso de veneno, pues es extremadamente ponzoñoso. La segunda es que realiza este acto con un afán de destrucción, al cual pone por en¬cima de todos los demás placeres. La tercera, por codicia, pues consumiría todo si pudiera, y la cuarta, por...

-¡Bien, bien! -dijo el rey-. ¿Es cierto que la cosa está hecha de agua, y sin embargo no es transparente, como mi títere?

-¡También eso es cierto! Tiene dentro de sí, Su Majestad, una gran cantidad de delgados tubos, por los cuales circula el agua; algunos son amarillos, otros son gris perla, pero la mayoría son rojos... los rojos llevan un veneno espantoso, llamado flogisto u oxígeno, cuyo gas convierte todo lo que toca en óxido o en fuego. Así, el homos mismo cambia de color: perlado, amarillo y rosa.

No obstante, Su Alteza Real, le rogamos humildemente que abandone su idea de traer aquí a un homos vivo, pues es una criatura poderosa y malévola como no hay otra...

-Deben explicarme esto más ampliamente -dijo el rey- como si estuviera a punto de acceder a los deseos de los sabios. Sin embargo, en realidad sólo deseaba satisfacer su enorme curiosidad.

-Los seres a los que pertenece el homos se llaman miasmáticos, Majestad. A éstos pertenecen los silíceos y los proteidos; los primeros son de consistencia más espesa, por lo que podemos llamarlos gelatinoides o jaleidos. Los otros, que son más raros, tienen distintos nombres según diferentes autores; por ejemplo: gomíferos o mucilaginosos, según Pollomender; pastas de lomo pantanoso, o cabezas de ciénega, según Tricéfalos de Arboran; y, finalmente, Analcymander el Broncíneo los bautizó como mechones de ojos cenagosos...

-Es cierto, Alteza. Estas criaturas, en apariencias tan débiles y frágiles que sólo se necesita una caída de veinte metros para convertirlos en un líquido rojo, por su astucia natural representan un peligro mayor que todos los torbellinos y arrecifes del Gran Asteroide del Dogal juntos. Así que le rogamos, Majestad, por el bien del reino...

-Sí, sí, está bien -interrumpió el rey-o Ya se pueden ir, estimados amigos; nosotros tomaremos la decisión con la adecuada deliberación.

Los sabios homologistas hicieron una profunda reverencia y partieron con la mente intranquila, temiendo que el rey Boludar no hubiese abandonado su peligroso plan.

Con el tiempo, un buque estelar llegó en la noche y trajo enormes embalajes, que fueron de inmediato conducidos al jardín real. Poco después, las puertas de oro fueron abiertas a todos los súbditos reales; allí, entre las arboledas de diamantes, los balcones de jaspe tallado y los prodigios de mármol, vieron una jaula de hierro, y en ella una cosa pálida y fláccida, sentada sobre un barrilito ante un plato lleno de una sustancia extraña. Es cierto que la sustancia olía a aceite, pero a aceite quemado sobre una llama y por lo tanto arruinado y totalmente inservible. No obstante, la criatura hundía calmosamente una especie de pala en el plato y, levantando la aceitosa materia, la depositaba en su abertura facial.

Los espectadores se quedaron sin habla por el horror cuando leyeron el letrero de la jaula, el cual decía que tenían ante ellos a un hornos antropos, un cara pálida vivo. La plebe comenzó a provocarlo, pero entonces el homos se levantó, recogió algo del barril en el que estaba sentado, y roció a la boquiabierta multitud con un agua letal. Algunos huyeron y otros cogieron piedras para golpear a la abominación, pero los guardias los dispersaron de inmediato.

Los eventos llegaron a oídos de la hija del rey, Electrina. Parecería que había heredado la curiosidad de su padre, pues no le dio miedo acercarse a la jaula en la que el monstruo pasaba su tiempo rascándose o absorbiendo agua con aceite rancio suficiente para matar a cien súbditos reales en el acto.

El homos rápidamente aprendió el lenguaje inteligente, y era lo bastante intrépido como para trabar conversación con Electrina.

Una vez, la princesa le preguntó qué era esa sustancia blanca que brillaba en sus fauces. -A éstos les llamo dientes -dijo.

– ¡Ay! ¡Regálame uno! -pidió la princesa.

– ¿Y qué me darás tú a cambio? -preguntó él.

-Te daré mi llavecita de oro, pero sólo por un momento.

-¿Y qué tipo de llave es ésa?

-Es mi llave personal; la uso. Cada noche para dar cuerda a mi mente. Seguramente tú también tienes una.

-Mi llave es diferente a la tuya -respondió evasivamente-. ¿Y dónde la guardas?

-Aquí, en el pecho, debajo de esta tapa dorada.

-Dámela...

-¿Y tú me darás un diente? -Claro...

La princesa giró un tornillito dorado, abrió la tapa, sacó una pequeña llave de oro y la pasó por entre los barrotes. El carapálida la tomó ávidamente, cloqueando de júbilo, y se apartó al centro de la jaula. La princesita le imploró y rogó que le devolviera la llave, pero fue inútil. Asustada de que alguien se diera cuenta de lo que había hecho, Electrina regresó a sus habitaciones de palacio con el corazón oprimido. Quizás actuó tontamente, pero sólo era una niña. Al día siguiente sus sirvientes la encontraron sin sentido en su cama de cristal. El rey y la reina llegaron corriendo, con toda la corte detrás de ellos. Yacía como dormida, pero era imposible despertarla. El rey hizo traer a los médicos electricistas de la corte, sus doctores, técnicos y mecanicistas, y éstos, al examinar a la princesa, descubrieron que su tapa estaba abierta. ¡No había tornillito ni llavecita! Se dio la alarma en palacio, reinó el pandemonium, todos corrían de aquí para allá buscando la llavecita, pero sin resultado. A la mañana siguiente, el rey, sumido en la desesperación, fue informado de que su carapálida deseaba hablar con él sobre el asunto de la llave extraviada. El rey mismo fue al parque sin demora, y el monstruo le dijo que él sabía dónde había perdido su llave la princesa, pero que sólo se lo revelaría cuando el rey le hubiera dado su palabra de que le devolvería su libertad, y, más aún, que le proporcionaría un bajel espacial para que pudiera volver con los de su especie. El rey se rehusó obstinadamente; ordenó que buscaran en el parque de extremo a extremo, pero al final accedió a estos términos. Así, se alistó una nave espacial y los guardias escoltaron

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