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El Gato Negro

sergoioioikii14 de Septiembre de 2013

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EL GATO NEGRO

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a

escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero

no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar

hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente

y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios

me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré

explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que

barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas

a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que

la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar

sucesión de causas y efectos naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que

abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis

compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una

gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que

cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y,

cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer.

Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan

que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía.

Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón

de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar

mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más

agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos,

un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una

sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco

supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos

negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo

menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo

yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir

que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi

temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio.

Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los

sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por

infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de

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mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin

embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que

hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el

afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué

enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo

y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis

correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos,

pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de

mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se

separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra,

estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí

mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo.

Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la

orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen

cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una

vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo

sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo

presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de

costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me

quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente

antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no

tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó

el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo,

tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos

primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos

sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo

cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de

que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta

descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el

solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída

final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su

propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a

consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre

fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué

mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el

corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que

no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un

pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posiblemás

allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

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La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de:

"¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo.

Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo

quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que

resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y

mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún

eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las

paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco

espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi

lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su

reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias

personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras

"¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en

la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco

gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor

del pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por

el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había

ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la

multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al

gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa

forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra

el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del

cadáver, produjo la imagen

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