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Estrategias De Lectura Sole


Enviado por   •  13 de Enero de 2014  •  741 Palabras (3 Páginas)  •  252 Visitas

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Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de

recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces

una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas

que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos

prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para

mencionarlas había que señalarías con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia

de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y

timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de

barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquiades, hizo una

truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios

alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el

mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio,

y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse,

y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había

buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades.

«Las cosas, tienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de

despertarles el ánima.» José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos

que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible

servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un

hombre honrado, le previno: «Para eso no sirve.» Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel

tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos

lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar

el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. «Muy pronto ha de sobrarnos oro

para empedrar la casa», replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el

acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región,

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