Inferencias
Enviado por qephem456 • 15 de Junio de 2014 • 7.644 Palabras (31 Páginas) • 186 Visitas
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En la Diestra de Dios Padre
Tomás Carrasquilla.
Este dizque era un hombre que se llamaba Peralta. Vivía en un pajarate muy grande y
muy viejo, en el propio camino real y afuerita de un pueblo donde vivía el Rey. No era
casao y vivía con una hermana soltera, algo viejona y muy aburrida.
No había en el pueblo quién no conociera a Peralta por sus muchas caridades: él lavaba
los llaguientos; él asistía a los enfermos; él enterraba a los muertos; se quitaba el pan de
la boca y los trapitos del cuerpo para dárselos a los pobres; y por eso era que estaba en
la pura inopia; y a la hermana se la llevaba el diablo con todos los limosneros y leprosos
que Peralta mantenía en la casa. "¿Qué te ganás, hombre de Dios -le decía la hermana-,
con trabajar como un macho, si todo lo que conseguís lo botás jartando y vistiendo a tanto
perezoso y holgazán? Casáte, hombre; casáte pa que tengás hijos a quién mantener".
"Cálle la boca, hermanita, y no diga disparates. Yo no necesito de hijos, ni de mujer ni de
nadie, porque tengo mi prójimo a quién servir. Mi familia son los prójimos". "¡Tus prójimos!
¡Será por tanto que te lo agradecen; será por tanto que ti han dao! ¡Ai te veo siempre más
hilachento y más infeliz que los limosneros que socorrés! Bien podías comprarte una
muda y comprármela a yo, que harto la necesitamos; o tan siquiera traer comida alguna
vez pa que llenáramos, ya que pasamos tantos hambres. Pero vos no te afanás por lo
tuyo: tenés sangre de gusano".
Esta era siempre la cantaleta de la hermana; pero como si predicara en desierto frío.
Peralta seguía más pior; siempre hilachento y zarrapastroso, y el bolsico lámparo
lámparo; con el fogoncito encendido tal cual vez, la despensa en las puras tablas y una
pobrecía, señor, regada por aquella casa desde el chiquero hasta el corredor de afuera.
Figúrese que no eran tan solamente los Peraltas, sino todos los lisiaos y leprosos, que se
habían apoderao de los cuartos y de los corredores de la casa "convidaos por el sangre
de gusano", como decía la hermana.
Una ocasioncita estaba Peralta muy fatigao de las afugias del día, cuando, a tiempo de
largarse un aguacero, arriman dos pelegrinos a los portales de la casa y piden posada:
"Con todo corazón se las doy, buenos señores -les dijo Peralta muy atencioso-; pero lo
van a pasar muy mal, porqu'en esta casa no hay ni un grano de sal ni una tabla de cacao
con qué hacerles una comidita. Pero prosigan pa dentro, que la buena voluntá es lo que
vale".
Dentraron los pelegrinos; trajo la hermana de Peralta el candil, y pudo desaminarlos a
como quiso. Parecían mismamente el taita y el hijo. El uno era un viejito con los cachetes
muy sumidos, ojitriste él, de barbitas rucias y cabecipelón. El otro era muchachón, muy
buen mozo, medio mono, algo zarco y con una mata de pelo en cachumbos que le caían
hasta media espalda. Le lucía mucho la saya y la capita de pelegrino. Todos dos tenían
sombreritos de caña, y unos bordones muy gruesos, y albarcas. Se sentaron en una
banca, muy cansaos, y se pusieron a hablar una jerigonza tan bonita, que los Peraltas, sin
entender jota, no se cansaban di oirla. No sabían por qué sería, pero bien veían que el
viejo respetaba más al muchacho que el muchacho al viejo; ni por qué sentían una alegría
muy sabrosa por dentro; ni mucho menos de dónde salía un olor que trascendía toda la
casa: aquello parecía de flores de naranjo, de albahaca y de romero de Castilla; parecía
de incensio y del sahumerio de alhucema que le echan a la ropita de los niños; era un olor
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que los Peraltas no habían sentido ni en el monte, ni en las jardineras, ni en el santo
templo de Dios.
Manque estaba muy embelesao, le dijo Peralta a la hermana: "Hija, date una asomaíta por
la despensa; desculcá por la cocina, a ver si encontrás alguito que darles a estos señores.
Mirálos qué cansaos están; se les ve la fatiga". La hermana, sin saberse cómo, salió muy
cambiada de genio y se fué derechito a la cocina. No halló más que media arepa tiesa y
requemada, por allá en el asiento di una cuyabra. Confundida con la poquedá, determinó
que alguna gallina forastera tal vez si había colao por un güeco del bahareque y había
puesto en algún zurrón viejo di una montonera qui había en la despensa; que lo qu'era
corotos y porquerías viejas sí había en la dichosa despensa hasta pa tirar pa lo alto; pero
de comida, ni hebra. Abrió la puerta, y se quedó beleña y paralela: en aquel despensón,
por los aparadores, por la escusa, por el granero, por los zurrones, por el suelo, había de
cuanto Dios crió pa que coman sus criaturas. Del palo largo colgaban los tasajos de
solomo
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