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LA CASA DE LOS ESPANTOS.


Enviado por   •  8 de Febrero de 2013  •  Tesis  •  2.607 Palabras (11 Páginas)  •  406 Visitas

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LA CASA DE LOS ESPANTOS.

A espaldas de la Catedral de Santiago, se levanta una vieja casona construida a finales del siglo XVII, la construcción que en la actualidad comparten Cáritas de Catedral y el INAH, por muchos años permaneció deshabitado y envuelto en velo de misterio que ahuyentaba a los vecinos.

Posterior a la Revolución, un Capitalino adquirió la casa para remozarla y habitarla. Sin embargo, al poco tiempo los rumores acerca de fantasmas que sobre la casa se difundían, lo desanimaron.

A pesar de su temores y lejos de venderla, se armo de valor y para terminar con los cuentos, él y dos de sus amigos que alardeaban de ser escépticos en cuestiones sobrenaturales, se introdujeron una noche a la mansión con el fin de permanecer hasta el amanecer y comprobar la falsedad de los espantos.

A la medianoche, cuando los tres valientes se concentraban en un juego de cartas, un resplandor que se escapaba por la rendija de una estropeada puerta que conducía a una de las recamaras, les helo la sangre.

Casi inmovilizados por lo que sus ojos percibían, pudieron incorporarse y caminar hasta la puerta en busca del origen de la luz. Al acercarse, observaron un escalofriante y espectral espectáculo.

Del otro lado de la puerta, una habitación acondicionada a la usanza del siglo XVII había aparecido, como proyectada por un cinematógrafo. Junto a una mesa una hermosa mujer redactaba una carta a la luz de la vela y a su lado, sobre una cuna, un niño dormía con serenidad. Repentinamente, un hombre de capa larga y sombrero salió de entre las sombras. Doña Leonor - la mujer que escribía - asustada más por la sorpresiva entrada, que por ver aquel hombre, don Gonzalo, que era su esposo, esconde el documento. Don Gonzalo, quien sufría de celos enfermizos, al ver que su mujer había escondido un papel escrito, cuyo destinatario, sería su madre, perdió los estribos al sospechar que las líneas estaban dedicadas a un amante. De un certero movimiento desenvaino su espada y la hundió, primero en el pecho de su mujer y después en el endeble cuerpo de su hijo.

Acto seguido, llamo a su mayordomo y le pidió que cavara un hueco sobre la pared, donde esconderían los cuerpos y con ellos, los vestigios de su horrendo crimen. Al concluir la labor, don Gonzalo y su fiel servidor huyeron de la casa y después de Saltillo.

Los asustados espectadores abandonaron despavoridos el lugar, sin poder dar crédito a lo sucedido. Al día siguiente regresaron, esta vez con las autoridades civiles y eclesiásticas de la ciudad.

Se introdujeron en la propiedad y al derruir el muro que la noche anterior les había indicado, los esqueletos de doña Leonor y el bebe aparecieron.

Entonces, las osamentas fueron llevadas al campo santo y tan pronto recibieron sepultura, las ánimas descansaron y dejaron de aparecer en la casona.

EL CALLEJÓN DEL DIABLO

En el pueblo de San Esteban de la Nueva Tlaxcala, fundado en 1591 junto a la Villa de Santiago de Saltillo, por el capitán Urdiñola, la calleja que andando el tiempo se llamaría del Diablo, estaba formada por casas, huertas y solares pertenecientes a los colonos tlaxcaltecas. Pero causas inevitables iniciaron la penetración de españoles y criollos en el nuevo poblado y dos siglos después, eran ya numerosos los que vivían en él como dueños o arrendatarios.

Uno de ellos, don Juan de Solís, originario de la Villa Española, era muy estimado por sus cualidades de hombre decente, cristiano, viejo y súbdito leal de la católica majestad del Rey de las Españas. Tenía 60 años, aunque bien disimulados por su complexión sana y robusta: estaba casado con una hermosa señora, bastante más joven que él, de la que tenía un hijo inteligente y gallardo. Este mozo había cumplido a la sazón, 18 años, estudiaba humanidades con los Padres del Convento de San Francisco, y andaba ya en los primeros escarceos amorosos, aunque todavía inocentes. Protegido por las blanduras maternales, a espaldas del padre.

Con firmes convicciones y arraigada fé religiosa, que servían antaño para afrontar y vencer las adversidades, con una mujer bella y hacendosa, con hijo aventajado intelectual y físicamente, bienquisto de sus convecinos, en situación económica modesta pero desahogada, don Juan de Solís poseía elementos bastantes para considerarse dichoso, al menos en cuanto ellos es posible a la miseria humana. Pero no era así, por desgracia. El buen caballero había caído en las torturante flaqueza que puede que puede enseñorearse de un corazón apasionado: la de creer que su esposa le era infiel, que defraudaba el entrañable amor que él sentía por ella, y le deshonraba ante la opinión de las gentes. Comenzó por vagas sospechas nacidas no sabía cómo; recurrió luego a los innobles espionajes y estuvo a punto de llegar a las violentas reconvenciones. En vano confesaba humildemente sus culpas y recibía de su confesor repetidas exhortaciones para que dominara una pasión que lo haría perder el alma. Don Juan se proponía la enmienda, pero un impulso secreto, superior a todas sus fuerzas morales, le hacía recaer en aquella obsesión que a veces despertaba en su espíritu propósitos siniestros contra su esposa y contra sí mismo.

Una noche, después de las ocho, regresaba a su casa. Era invierno, y todas las puertas estaban cerradas y las calles oscuras y solitarias. Caminaba el caballero pensativo y cabizbajo, sorteando instintivamente los baches y las piedras del arroyo, mientras daba vueltas en su imaginación a sus sospechas y a sus proyectos de venganza. De pronto se dio cuenta de que alguien venía tras él. Se detuvo y puso su mano a la espalda, pues aunque sabía que la seguridad de personas y bienes, era proverbial en la Villa, no estaban por demás las precauciones en medio de aquella soledad y de aquellas tinieblas. El que venía, se emparejo con don Juan, le saludó respetuoso y afable, y siguió caminando a su vera. Era un tlaxcalteca, más viejo que joven y vestido modestamente, a usanza de la clase trabajadora.

-¿Quién eres?- Le preguntó don Juan.

-Blas Cázares, servidor de su merced.

-Gracias.

-Conocí al abuelo y padre de su merced...

Veo con frecuencia al niño don Juan, que por cierto, es el vivo retrato de su abuelo, y me recuerda lo bueno que era aquel caballero, no agraviando a lo presente. Siempre he tenido cariño por la casa de su merced.

-Te lo agradezco, y tengo mucho gusto de haberte conocido... ¿Y

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