La Amortajada
lifecolors.-1 de Octubre de 2012
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1
LA AMORTAJADA
MARIA LUISA BOMBAL
Y luego que hubo anochecido, se le entreabrieron los ojos. Oh, un poco, muy poco. Era como si
quisiera mirar escondida detrás de sus largas pestañas.
A la llama de los altos cirios, cuantos la velaban se inclinaron, entonces, para observar la limpieza y la
transparencia de aquella franja de pupila que la muerte no había logrado empañar. Respetuosamente
maravillados se inclinaban, sin saber que Ella los veía.
Porque Ella veía, sentía.
Y es así como se ve inmóvil, tendida boca arriba en el amplio lecho revestido ahora de las sábanas
bordadas, perfumadas de espliego, que se guardan siempre bajo llavey se ve envuelta en aquel
batón de raso blanco que solía volverla tan grácil.
Levemente cruzadas sobre el pecho y oprimiendo un crucifijo, vislumbra sus manos; sus manos que
han adquirido la delicadeza frívola de dos palomas sosegadas.
Ya no le incomoda bajo la nuca esa espesa mata de pelo que durante su enfermedad se iba
volviendo, minuto por minuto, más húmeda y más pesada.
Consiguieron, al fin, desenmarañarla, alisarla, dividirla sobre la frente.
Han descuidado, es cierto, recogerla.
Pero ella no ignora que la masa sombría de una cabellera desplegada presta a toda mujer extendida
y durmiendo un ceño de misterio, un perturbador encanto.
Y de golpe se siente sin una sola arruga, pálida y bella como nunca.
La invade una inmensa alegría, que puedan admirarla así, los que ya no la recordaban sino devorada
por fútiles inquietudes, marchita por algunas penas y el aire cortante de la hacienda.
Ahora que la saben muerta, allí están rodeándola todos.
2
Está su hija, aquella muchacha dorada y elástica, orgullosa de sus veinte años, que sonreía burlona
cuando su madre pretendía, mientras le enseñaba viejos retratos, que también ella había sido
elegante y graciosa. Están sus hijos, que parecían no querer reconocerle ya ningún derecho a vivir,
sus hijos, a quienes impacientaban sus caprichos, a quienes avergonzaba sorprenderla corriendo por
el jardín asoleado; sus hijos ariscos al menor cumplido, aunque secretamente halagados cuando sus
jóvenes camaradas fingían tomarla por una hermana mayor.
Están algunos amigos, viejos amigos que parecían haber olvidado que un día fue esbelta y feliz.
Saboreando su pueril vanidad, largamente permanece rígida, sumisa a todas las miradas, como
desnuda a fuerza de irresistencia.
El murmullo de la lluvia sobre los bosques y sobre la casa la mueve muy pronto a entregarse cuerpo y
alma a esa sensación de bienestar y melancolía en que siempre la abismó el suspirar del agua en las
interminables noches de otoño.
La lluvia, cae, fina, obstinada, tranquila. Y ella la escucha caer. Caer sobre los techos, caer hasta
doblar los quitasoles de los pinos, y los anchos brazos de los cedros azules, caer. Caer hasta anegar
los tréboles, y borrar los senderos, caer.
Escampa, y ella escucha nítido el bemol de lata enmohecida que rítmicamente el viento arranca al
molino. Y cada golpe de aspa viene a tocar una fibra especial dentro de su pecho amortajado.
Con recogimiento siente vibrar en su interior una nota sonora y grave que ignoraba hasta ese día
guardar en sí.
Luego, llueve nuevamente. Y la lluvia cae, obstinada, tranquila. Y ella la escucha caer.
Caer y resbalar como lágrimas por los vidrios de las ventanas, caer y agrandar hasta el horizonte las
lagunas, caer. Caer sobre su corazón y empaparlo, deshacerlo de languidez y de tristeza.
Escampa, y la rueda del molino vuelve a girar pesada y regular. Pero ya no encuentra en ella la
cuerda que repita su monótono acorde; el sonido se despeña ahora, sordamente, desde muy alto,
como algo tremendo que la envuelve y la abruma. Cada golpe de aspa se le antoja el tic-tac de un
reloj gigante marcando el tiempo bajo las nubes y sobre los campos
No recuerda haber gozado, haber agotado nunca, así, una emoción.
Tantos seres, tantas preocupaciones y pequeños estorbos físicos se interponían siempre entre ella y
el secreto de una noche. Ahora, en cambio, no la turba ningún pensamiento inoportuno. Han trazado
un círculo de silencio a su alrededor, y se ha detenido el latir de esa invisible arteria que le golpeaba
con frecuencia tan rudamente la sien.
A la madrugada cesa la lluvia. Un trazo de luz recorta el marco de las ventanas. En los altos
candelabros la llama de los velones se abisma trémula en un coágulo de cera. Alguien duerme, la
cabeza desmayada sobre el hombro, y cuelgan inmóviles los diligentes rosarios.
No obstante, allá lejos, muy lejos, asciende un cadencioso rumor.
Sólo ella lo percibe y adivina el restallar de cascos de caballos, el restallar de ocho cascos de caballo
que vienen sonando.
Que suenan, ya esponjosos y leves, ya recios y próximos, de repente desiguales, apagados, como si
los dispersara el viento. Que se aparejan, siguen avanzando, no dejan de avanzar, y sin embargo
que, se diría, no van a llegar jamás.
Un estrépito de ruedas cubre por fin el galope de los caballos. Recién entonces despiertan todos,
todos se agitan a la vez. Ella los oye, al otro extremo de la casa, descorrer el complicado cerrojo y las
dos barras de la puerta de entrada.
Los observa, en seguida, ordenar el cuarto, acercarse al lecho, reemplazar los cirios
consumidos, ahuyentar de su frente una mariposa de noche.
Es él, él.
Allí está de pie y mirándola. Su presencia anula de golpe los largos años baldíos, las horas, los días
que el destino interpuso entre ellos dos, lento, oscuro, tenaz.
Te recuerdo, te recuerdo adolescente. Recuerdo tu pupila clara, tu tez de rubio curtida por el sol de
la hacienda, tu cuerpo entonces, afilado y nervioso.
Sobre tus cinco hermanas, sobre Alicia, sobre mi, a quienes considerabas primas no lo éramos,
pero nuestros fundos lindaban y a nuestra vez llamábamos tíos a tus padres reinabas por el terror.
Te veo correr tras nuestras piernas desnudas para fustigarlas con tu látigo.
3
Te juro que te odiábamos de corazón cuando soltabas nuestros pájaros o suspendías de los cabellos
nuestras muñecas a las ramas altas del plátano.
Una de tus bromas favoritas era dispararnos al oído un salvaje: ¡hu! ¡hu!, en el momento más
inesperado. No te conmovían nuestros ataques de nervios, nuestros llantos. Nunca te cansaste de
sorprendernos para colarnos por la espalda cuanto bicho extraño recogías en el bosque.
Eras un espantoso verdugo, Y, sin embargo, ejercías sobre nosotras una especie de fascinación.
Creo que te admirábamos.
De noche nos atraías y nos aterrabas con la historia de un caballero, entre sabio y notario, todo
vestido de negro, que vivía oculto en la buhardilla. Durante varios años, no pudimos casi dormir
temerosas de su siniestra visita.
La época de la siega nos procuraba días de gozo, días que nos pasábamos jugando a escalar las
enormes montañas de heno acumuladas tras la era y saltando de una a otra, inconscientes de todo
peligro y como borrachas de sol.
Fue en uno de aquellos locos mediodía, cuando, desde la cumbre de un haz, mi hermana me
precipitó a traición sobre una carreta, desbordante de gavillas, donde tu venias recostado.
Me resignaba ya a los peores malos tratos o a las más crueles burlas, según tu capricho del
momento, cuando reparé que dormías. Dormías, y yo, coraje inaudito, me extendí en la paja a tu lado,
mientras guiados por el peón Aníbal los bueyes proseguían lentos un itinerario para mi desconocido.
Muy pronto quedó atrás el jadeo desgarrado de la trilladora, muy pronto el chillido estridente de las
cigarras cubrió el rechinar de las pesadas ruedas de nuestro vehículo.
Apegada a tu cadera, contenía la respiración tratando de aligerarte mi presencia. Dormías, y yo te
miraba presa de una intensa emoción, dudando casi de lo que veían mis ojos: ¡Nuestro cruel tirano
yacía indefenso a mi lado!
Aniñado, desarmado por el sueño, ¿me pareciste de golpe infinitamente frágil? La verdad es que no
acudió a mí una sola idea de venganza.
Tú te revolviste suspirando, y, entre la paja, uno de tus pies desnudos vino a enredarse con los míos.
Y yo no supe cómo el abandono de aquel gesto pudo despertar tanta ternura en mí, ni por qué me fue
tan dulce el tibio contacto de tu piel.
Un ancho corredor abierto circundaba tu casa. Fue allí donde emprendiste, cierta tarde, un juego
realmente original.
Mientras dos peones hurgaban con largas cañas las vigas del techo, tú acribillabas a balazos los
murciélagos obligados a dejar sus escondrijos.
Recuerdo el absurdo desmayo de tía Isabel; todavía oigo los gritos de la cocinera y me duele la
intervención de tu padre.
Una breve orden suya dispersó a tus esbirros, te obligó a hacerle instantáneamente entrega de la
escopeta, mientras con esos ojos estrechos, claros y fríos, tan parecidos a los tuyos, te miraba de hito
en hito. En seguida levantó la fusta que llevaba siempre consigo y te atravesó la cara, una,
...