La Catedral Mallorq
yhiss17 de Agosto de 2011
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Prólogo
1281 Anno Domini
EN el interior de la cripta reinaban las tinieblas, la humedad y el miedo. El hombre que yacía en la oscuridad, sentado en el suelo con los brazos rodeando las encogidas piernas, era un anciano de pelo canoso y piel curtida por la vida al aire libre. Hasta hacía muy poco había sido alguien importante, un maestro de su ofi¬cio, pero ahora sólo era un fugitivo. En realidad, un condenado a muerte.
Fue precisamente el temor a la muerte lo que le había movido a ocultarse en la cripta secreta. ¿Cuánto tiempo llevaba escondido allí? No lo sabía; los minutos discurren muy lentamente en la os¬curidad, pero debían de haber pasado tres o cuatro horas desde que fue testigo de la matanza.
Se estremeció. La imagen de sus compañeros atrozmente asesi¬nados parecía habérsele grabado a fuego en las pupilas, y cada vez que la evocaba, cada vez que pensaba que él podría haber estado allí, compartiendo la terrible suerte de sus amigos, un intenso pá¬nico le embargaba. Se había salvado de milagro, por llegar tarde a la reunión; un simple retraso, ésa era la diferencia entre la vida y la muerte. Cuando llegó, la matanza ya había comenzado y los gritos de las víctimas torturaban la quietud de la noche.
Luego, ellos le descubrieron, y el anciano tuvo que huir para salvar la vida. Pero ¿dónde ocultarse? Lo cierto es que sólo dispuso de dos opciones: o arrojarse al mar por los acantilados, o —como finalmente hizo— buscar refugio en el templo.
Y por eso estaba allí, preguntándose cuánto tardarían sus per¬seguidores en encontrar la cripta secreta, acurrucado entre las ti¬nieblas con el corazón encogido de miedo. La culpa era suya, se dijo una vez más; cuando comenzó a abrigar sospechas sobre la auténtica naturaleza de su trabajo, debió compartirlas con los de¬más. Y cuando el viejo guerrero le confesó sus planes..., entonces debía haber huido, a toda prisa, sin mirar atrás. Pero no lo hizo; pretendiendo mantenerse al margen, se mintió a sí mismo dicién¬dose que no hacía otra cosa que ejercer su oficio, cuando lo cierto es que estaba colaborando con el mal más abyecto.
Pero ya era tarde para lamentaciones. Ahora debía plantearse el modo de salir de ahí. Aún faltaban unas horas para el amanecer y, amparándose en las sombras, quizá pudiera alcanzar el bos¬que y, más allá, la libertad.
El anciano se incorporó y estiró los miembros para desentumecer los músculos. Tanteando en la oscuridad, alcanzó la escalera de piedra y subió por ella. Se detuvo frente a la puerta oculta y per¬maneció unos instantes con el oído atento, pendiente de cualquier ruido que pudiera delatar la presencia de sus perseguidores, mas sólo escuchó el atropellado latir de su corazón.
Finalmente, aferró con ambas manos la palanca que había en el dintel y tiró de ella. La puerta se deslizó lentamente, acompa¬ñada de un chirrido que al anciano se le antojó estruendoso, y dibujó un rectángulo de tinieblas algo menos opacas que las rei-nantes en la cripta.
Tras una breve indecisión, el anciano cruzó el umbral y se en¬caminó sigilosamente a la salida del templo. Pero no había reco¬rrido más de cinco o seis pasos cuando, de pronto, una silueta surgió de entre las sombras y se interpuso en su camino. Era un hombre alto, cubierto con negros ropajes, y en la mano portaba una espada. El anciano se detuvo y profirió un ahogado gemido de pánico.
—De modo que estabais aquí, ¿eh, maestro? —dijo el hombre oscuro en tono burlón—. ¿Os habíais olvidado de la cita que teníais con nosotros?
El anciano, acicateado por un intenso y ciego terror, retrocedió apresuradamente hacia la cripta, como si allí pudiera todavía en¬contrar cobijo, mas el hombre de la espada reaccionó con extraor¬dinaria rapidez: dando tres veloces zancadas, alcanzó al anciano y, fríamente, le atravesó el vientre con un vertiginoso tajo de su acero.
El anciano, herido de muerte, parpadeó incrédulo. Se llevó las manos al estómago, retrocedió un par de vacilantes pasos, tropezó, cayó por la escalera y quedó tendido sobre el gélido suelo de la cripta.
Durante unos instantes no sintió nada, ni frío, ni dolor, ni mie¬do. Luego comprendió que la vida se le escapaba, y entonces, que¬riendo dejar algún testimonio de lo que había ocurrido, tendió una mano hacia el muro y, justo antes de morir, usando su propia sangre como pintura, dibujó una extraña marca en la pared:
Capítulo 1
Han transcurrido muchos años desde que sucedió lo que ahora voy a relatar y, sin embargo, el recuerdo de aquellos hechos permanece nítido en mi memoria. No es extraño; uno nunca olvida la primera vez que se enfrentó a la muerte.
Mi historia aconteció en una época violenta, si es que al¬guna no lo ha sido, mas la clase de violencia que tuve que afrontar fue muy distinta a lo que, incluso en aquellos tiem¬pos, se tenía por normal. Podría decirse que bailé con el diablo y sobreviví para contarlo.
Ahora, cuando me dispongo a poner por escrito la me¬moria de aquellos acontecimientos terribles, sólo me resta de¬cidir el comienzo. Aunque, bien pensado, la elección es sen¬cilla; soy constructor, mi trabajo consiste en erigir edificios, templos, fortalezas, de modo que por ahí debe iniciarse mi historia.
Todo comenzó, pues, el día que me convertí en francma¬són...
Nunca olvidaré el día en que padre me llevó por primera vez a una reunión de la logia. Ocurrió el doce de mayo del año de nuestro Señor de 1282, la fecha de mi decimocuarto cumpleaños. Hasta entonces había sido un niño, pero ese día me convertí en hombre. En hombre libre, la única clase de persona que, según mi padre, valía la pena ser.
Por aquel entonces llevábamos varios años instalados en Estella, una villa del reino de Navarra así llamada en honor a la estrella de Compostela, pues se encuentra situada en la ruta de los peregrinos. Mi padre, León Yáñez, era cantero; maestro constructor, en realidad, pues estaba instruido en los secretos de Salomón y era ducho en el arte de erigir templos, puentes y fortalezas.
Vivíamos en una casa de piedra con techumbre de paja situada a no mucha distancia de Santo Domingo, la iglesia cuyas obras dirigía mi padre. Como era un lathomus —maestro de obras, según la lengua de los romanos—, la más elevada condición entre los masones, el hogar que el Cabildo nos ha¬bía asignado gozaba de ciertos lujos que el común de los mor¬tales no suele disfrutar: contraventanas para protegernos de los vientos invernales, lechos de madera con jergones de paja, candiles de hierro y una abundante provisión de sebo para alimentarlos.
Margarita, mi madre, que había nacido en el país de los francos, solía adornar nuestra morada con artemisa y madre¬selva, en primavera; y con muérdago y acebo al llegar el in¬vierno. También se ocupaba de cocinar en el hogar situado en el centro de la casa, y de aventar el humo para secar bien la paja del techo antes de las lluvias, y de remendar nuestras ropas, y de asear la estancia, y de alimentar a las gallinas, y de ordeñar a las dos cabras que nos permitían disfrutar de leche fresca. Sin duda, mi madre era una mujer muy atareada.
Entre tanto, mi padre y yo trabajábamos en la construcción de la iglesia, de sol a sol, con un descanso para el desayuno y otro para el almuerzo. El se ocupaba de dirigir a los albañiles y de tallar las estatuas de los pórticos, pues además de lathomus era un experto imaginero. Yo, por mi parte, ayudaba en la obra transportando piedras sillares con la carretilla, o mezclando agua, arena y cal para preparar el mortero. Aún no había sido aceptado como masón, ni siquiera alcanzaba el gra¬do de aprendiz. No era nada, apenas uno más entre los mu¬chos peones que sólo aportaban a la construcción del templo la fuerza de sus músculos; aunque, a decir verdad, ni siquiera de músculos podía presumir, pues por aquel entonces sólo era un muchacho no muy desarrollado. Sin embargo, mientras su¬daba bajo un sol de plomo fundido, transportando pesados bloques de arenisca de un lado a otro, mi corazón abrigaba la esperanza de ser pronto aceptado en la logia, donde recibiría la instrucción necesaria para dominar los secretos de la piedra.
Aquella mañana, la mañana de mi decimocuarto cumplea¬ños, la monotonía de mis quehaceres diarios se vio gratamen¬te quebrada. Cuando madre me despertó ya había amanecido y padre se encontraba desde hacía rato en la obra.
—Feliz aniversario, Telmo —dijo ella con una sonrisa—. Tu padre te ha dado el día libre, así que puedes hacer lo que se te antoje. Pero ahora levántate, pues tienes listo el desayuno.
¡Un día de asueto! Salté del jergón y corrí a sentarme en un taburete frente a la mesa, donde me esperaba un tazón de gachas con leche, endulzadas con miel para la ocasión. Las devoré en un santiamén, me puse las calzas y el jubón y salí a toda prisa de la casa. Mientras cruzaba la puerta, madre me gritó que fuera al río a bañarme, pero no hacía ni una semana que me había lavado por última vez, de modo que hice oídos sordos y corrí al patio trasero, a la pequeña casamata donde padre guardaba sus utensilios de trabajo. Allí, oculta en un arcón y envuelta en arpillera, había una pequeña talla de Nuestra Señora a medio terminar.
Aquella figura de caliza blanca era mi máximo orgullo, mi bien más preciado. Yo era su autor, yo la había esculpido, pues, aunque ni siquiera era un aprendiz de cantero, padre me instruyó en el arte de la imaginería desde mi más tierna in¬fancia. Nací con un buril y un mazo entre las manos, por mis venas corría polvo de piedra, y aquella
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