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La Charca Capitulo 3

benz174531 de Octubre de 2013

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Al día siguiente, con los primeros albores, renació en la finca de Juan la actividad de los trabajos.

La mañana humedecía la tierra con gotas trémulas y preparaba en el cielo, con variedad de colores, la imperial recepción del sol. La temperatura era fresca, y las humedades del alba, fecundando bosques, les daban alientos para la nueva jornada, encendiendo el color de las flores, vigorizando el verdor de las hojas, irguiendo la esbeltez de los tallos, invitando a la magnífica cloralia de los campos a lucir al sol las opulentas galas, a entregarse al fraternal comensalismo de las plantas. La navidad serena, siempre serena del día, sonriendo sobre las colinas y los valles. El eterno impulso volteando la rueda de la vida con la constancia aviterna del infinito.

Los trabajos de la granja se reanudaban. Las brigadas de obreros movíanse con cierta prisa que estimulaba el mayordomo, como si la interrupción de la noche hubiera perjudicado los cultivos, como si la intercepción de las horas dedicadas al sueño hubiera atrasado la fructificación de los cafetos. Montesa, el mayordomo, les empujaba: a los de la sierra les hablaba fuerte, porque era preciso que las tablas desgajadas de los gruesos troncos fueran homogéneas, sin remates deformes y de la longitud exigida; y ellos, protestando y prometiendo, se perdían por los repechos en busca de los despeñaderos en donde se levantaban los árboles condenados al hacha; a los de la recua que conducía semillas de bananos y espiguillas de café les recomendaba premura para que llegaran en breve al terreno ahoyado en donde debían sembrarse, pero esa prisa sin apurar las pacientes mulas con latigazos inútiles y sin abusar del hercúleo burdégano, capaz él solo de sustentar la carga de tres bestias; a los camineros les increpaba la torpeza con que hicieron el trabajo anterior, y soltando cuatro ternos les lanzaba al rostro la brutalidad cometida al arrojar pedruscos arrancados para hacer caminos sobre los cafetos de la margen, tronchando tallos preciosos que por esa causa tenían que ser resembrados; luego tocaba a los carpinteros, a quienes reñía por la pobre tarea de la anterior semana. Sí, allí todos eran para Montesa unos zánganos, unos perezosos, que no tenían ni ojos ni trino y, muchas veces, ni buena intención.

Aquel Montesa era criollo, compatriota de la turba de pálidos que preocupaba a Juan del Salto; pero tenía historia de hombre que anduvo el mundo. Cuando chico, bajaba con frecuencia al llano, en donde estaba situada la población cabeza de partido. Desde las cumbres había visto muchas veces, allá, hacia el sur, un lampo marino, una franja de plata en donde el sol producía los incendios del mediodía. Pudo con frecuencia contemplar aquella superficie extensa, distinta de la tierra, que se perdía a lo lejos, en el país de los misterios, en los horizontes de lo desconocido. Mas el día en que, bajando al llano, contempló el mar desde la orilla, quedó suspenso, mudo de asombro, embargado por la emoción inesperada, como aquel que formándose determinada idea de algo palpa en la realidad cosa distinta. Contempló por primera vez el océano echando la cabeza hacia atrás, irguiéndose para alcanzar más lejos, respirando con ansia la marina brisa. Montesa quedó aquel día esclavo del infinito. El espectáculo del mar fue desde entonces el deseo de sus horas de asueto, el pretexto para sus fugas de muchacho, el tema de sus ponderaciones y de sus cuentos, relatados en cuclillas a los demás flacuchos del monte. El mar le parecía grande, hermoso... A su imaginación sin cultura le faltaban puntos de comparación en la tierra, y los buscaba en el cielo, pensando que la enorme superficie de agua era tan grande como la techumbre celeste. El mar fue para Montesa algo que se desea, algo que sugestiona, algo que se sueña. Un día bajó al llano conduciendo, con otros campesinos, una recua cargada de frutos, y no volvió al monte. Su familia supo que había resuelto dedicarse a las labores de otra especie, y con indiferencia musulmana le olvidó pronto.

El chico, en tanto, recorrió una gama: sirvió de palafrén, de mozo de caballería, de criado de tienda, y en mil oficios más.

Al fin, ya más mozo, logró que le dieran trabajo como cargador de muelle, y desde aquel día, en la carga y descarga de los barcos, en la estiba de los almacenes y de las bodegas o en el remo de los botes y la percha de las lanchas, ya no pensó en tierra adentro, ya no se acordó de la selva nativa; el mar, su amo, estaba allí, cautivándole con sus murmullos y embriagándole con sus espumas.

Otro día, el capitán de un barco anclado en el puerto fue conducido a tierra gravemente enfermo. Se necesitó un enfermero, un criado a prueba de sueño, y Montesa fue elegido.

Algunas semanas después, el capitán, ya curado, experimentó esa generosidad expansiva que se apodera de todos los que escapan de un gran peligro. ¡Ah..., bueno era aquel muchacho! El marino propuso a Montesa pidiese el premio de sus servicios, y el enfermero planteó el problema que le ocupaba el pensamiento: partir, ser marinero, navegar, arrojar la punta del cigarro en alta mar.

Y a poco, el reconocido capitán llevose al criollo a tierras lejanas. El primer viaje fue penoso: pusiéronle a prueba la horrible enfermedad del mar en el Canadá: un frío espantoso estuvo a punto de helarle la sangre en las venas.

Este noviciado fue breve; al poco tiempo, sobre su juventud, que empezaba, reaccionaron las fuerzas, y fue curioso verle crecer y redondearse, adaptándose al nuevo medio, amoldándose a la nueva vida y transformando la pobreza fisiológica de sus primeros años en gallarda robustez, caldeada por lozana ebullición de glóbulos rojos, que, como si hallasen estrechas las arterias, parecían quererle saltar por el semblante.

El criollo, a fácil precio, cambió de temperamento. El privilegio climatérico grabó en él su signo sonrosado y el ser condenado a la enfermedad quedó convertido en tipo apto para el cruce selectivo de su especie. Luego, en su nueva vida, vinieron otros vaivenes. Viajes a la zona tórrida, largas navegaciones a Australia, travesía al África: una vida marinera que le saturó del oxígeno de las cinco partes del mundo. Del primitivo barco pasó a un vapor mercante; de éste, a otro; luego, cambiando con frecuencia, navegó sobre cien quillas.

En tanto, pasaron años y Montesa cumplió cuarenta. Entonces una idea fija, que desde hacía tiempo le preocupaba, tomó cuerpo en su imaginación: el suelo nativo. Era como un ansia secreta: ni hambre, ni sed, ni dolor; una sensación especial, muy honda, con sabor de pena íntima, con vaguedad de melancolía. Era que el recuerdo encendía lucecillas para que pudiera contemplar los días de la infancia; y Montesa, dominado por la intensidad de aquel anhelo, no pensó en otra cosa que en retornar a la colonia. Contó sus ahorros, que le cupieron en la petaca; combinó el regreso, y, al fin, volvió a su montaña.

Cuando sus antiguos camaradas le vieron, le consideraron un ser extraño. Un hombretón fornido, tostado, rollizo, con la cara llena de pelos, y de tan recia musculatura que podía derribar de una puñada a cualquiera. Los campesinos se extasiaban contemplándole y, sobre todo, oyendo sus relatos. Al fin llegaron a respetarle como a un ser superior, y se regocijaban cada vez que le oían decir palabrejas de extraños idiomas, rogándole que repitiese aquel yes, aquel sapristi y aquel contundente god damn, que les hacía desternillar de risa.

Después de su regreso, Montesa construyó una casita... Una casa con techumbre de cinc, con pavimento de madera, con paredes herméticas, con aldabas, con picaportes y con llaves. Todo en pequeño y humilde, pero todo lo racionalmente necesario para hospedar seres humanos.

Con la modestia que le permitió la escasez de su erario, puso casa, halagándole con una cama, la ropa necesaria, media docena de sillas, otra media de platos, y la vajilla imprescindible para salcochar con decencia los alimentos.

Terminado el nido se casó: una moza del valle le abrió los brazos, y santamente les unió el cura en la vecina parroquia. Desde aquel día, a trabajar: ella, al hormiguero doméstico; él al monte. A sus buenas condiciones debió el puesto que ocupaba; Juan del Salto le atrajo, le encaminó en el aprendizaje del nuevo oficio, y muy pronto llegó a ser en la finca el hombre de confianza. En tanto, allá, en la casita, cada año nacía otro Montesa...

Más de una vez, Juan había reñido a Montesa por su dureza al tratar a los campesinos. No; era preciso ser condescendiente, ser amable. Mas él no entendía de pamplinas. Buena hubiera ido la cosa si a bordo de los barcos hubiera el capitán guardado el rebenque en la gaveta. No, señor; palo, mucho palo. Así se impulsa a la gentuza.

Juan le advertía que aquel rigor era inhumano, que nadie tenía derecho a atropellar al prójimo atacando los derechos del ciudadano libre, intentando convencerle, además, de que una cosa era la cubierta de un barco y otra las vertientes de los montes. Pero Montesa no entraba en vías de convicción: era rudo, agrio, dado a blasfemar y a considerar a los obreros como bestias sólo obedientes y sumisos bajo el estímulo del castigo.

A los obreros, más de una vez, ocurrió la idea de darle un manteo. Pero ¿cómo? Aquel diablo tenía en cada bíceps un yunque, en cada puño un martillo y en cada pierna un batán muy capaz de dar a probar, en momentos dados, el rey de los puntapiés. Se resignaban, pues, ante la fuerza física, ante el despotismo de una voluntad más fuerte. Si alguien pensó enconado

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