La psicología humana y las reacciones emocionales de las personas en diferentes situaciones de la vida
Madellynne2827 de Septiembre de 2013
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Stefan Zweig
Veinticuatro horas en la vida de una mujer
"Podrá ser una ilusión, mas quien
piensa resueltamente por encima
de lo existente y lo preexistente,
por lo menos se procura una
liber¬tad personal frente a nuestra
época insensata.”
Stefan Zweig
En Florencia, 1932
En una modesta pensión de la Rivie¬ra, donde residía, diez años antes de la guerra, estalló en la mesa una violenta discusión, que, exacerbando de pronto los ánimos, estuvo a punto de degenerar en reyerta furiosa.
La mayoría de los hombres tiene escasa imaginación. Todo lo que no los afecta de inmediato y directamente, no hiere sus sentidos, cual dura y afilada cuña, casi no logra excitarlos; mas si un día ante sus ojos acontece algo insignificante, inmedia¬tamente estallan apasionados. Entonces la apatía se convierte en frenética vehemen¬cia.
Esto ocurrió entre las personas abur¬guesadas que se sentaron a nuestra me¬sa, donde por lo común entregábamonos a pequeñas charlas insubstanciales, para separarnos en cuanto terminaba la comi¬da. El matrimonio alemán tornaba a sus paseos y a sus fotografías, el danés apacible a su aburrida pesca, la respetable dama inglesa a sus libros, el matrimonio italiano escapaba a Montecarlo y yo pe-rezosamente me hundía en una silla del jardín o volvía a mis trabajos.
Aquel día, en cambio, nos sentíamos todos poseídos de viva irritación, y cuan¬do alguno se levantaba repentinamente de la silla no lo hacía con la acostumbrada cortesía, sino con acalorados ademanes que, como dije, pronto adquirieron violen¬tas formas.
El caso que así alteró la placidez de nuestra pequeña mesa redonda era, fue¬ra de duda, muy singular. La pensión en que habitábamos ofrecía, exteriormente, el aspecto de una villa aislada. ¡Ah, cuán maravillosa era la perspectiva que se abría a nuestras miradas a través de las venta¬nas que daban sobre la playa pequeña! Pero, en realidad, sólo se trataba de una dependencia económica del gran Palace Hotel, con el que inmediatamente se co¬municaba por el jardín, de manera que vivíamos en constante relación con sus huéspedes. El día anterior se había pro¬ducido en el hotel un tremendo escándalo. En el tren de mediodía, a las doce y veinte minutos (cito exactamente la hora, pues se trata de un detalle importante para la explicación de esta historia), había llegado un joven francés, quien alquiló una habita¬ción que daba al mar; esto, de su parte, revelaba ya una desahogada posición eco¬nómica. Mas este joven no sólo resultaba atrayente por su elegancia, sino también, y muy en particular, por su belleza llena de simpatía: en su delicado y femenino rostro, el bigote rubio y sedoso acaricia¬ba los sensuales y cálidos labios; sobre la frente los cabellos obscuros, suaves y ondulados, se ensortijaban; y sus dul¬ces ojos cautivaban con la mirada. . . To¬do en él era delicado. Amable, seductor, pero sin que hubiera ni afecto ni artificio. En el 1 er. momento, observado de lejos, parecía uno de esos maniquíes de cera, rosados, echados hacia atrás, que vemos en las vidrieras de las grandes tiendas de modas; los que, empuñando un bastón de fantasía, parecen representar el ideal de la belleza masculina. Visto de cerca, des¬aparece esta primera impresión, pues -¡caso raro!- su atractivo era sencilla¬mente natural, innato, como si emanara de su propio organismo. Al pasar, a todos saludaba de manera sencilla y cordial. Resultaba, en efecto, agradable compro¬bar cómo su gracia espontánea manifes-tábase en todo momento con naturalidad. Al encaminarse una señora al guardarro¬pa, acudía solícito a recogerle el abrigo; para cada niño tenía una mirada cariñosa,
una frase amable; mostrábase como per¬sona accesible y a la vez discreta; en re-sumen, resultaba uno de esos afortunados mortales que, conscientes de que son sim¬páticos con la clara expresión de su faz y su gracia juvenil, convierten esa seguri¬dad en una nueva gracia. Entre los hués¬pedes del hotel, que en su mayoría eran personas viejas y achacosas, su presencia ejercía un saludable efecto, y con ese ím¬petu propio de la juventud, con esa agili¬dad y esa ansia de vivir de que suelen estar maravillosamente dotadas ciertas perso¬nas, captábase en forma irresistible la sim¬patía de todos. A las dos horas de su lle¬gada ya jugaba al tenis con las dos hijas del voluminoso y acaudalado fabricante de Lyon, Annette y Blanche, de doce y trece años respectivamente, mientras la madre, madame Henriette, exquisita, fina, por lo general muy retraída, contemplaba con plácida sonrisa a sus dos inexpertas hijas, tan niñas aún, en tren de flirtear inconscientemente con el desconocido. Por la noche, durante una hora, jugó con nosotros al ajedrez; nos refirió inciden¬talmente y de modo discreto unas gracio-sas anécdotas; luego, reuniéndose otra vez con madame Henriette, la acompañó en su paseo por la terraza, ejercicio al que ella se entregaba todas las noches, mien¬tras el esposo hacía su partida de dominó con unos corresponsales. Ya tarde lo ob¬servé aún en la penumbra de la oficina con la secretaria del hotel, en una charla íntima, bastante sospechosa. A la mañana siguiente acompañó a la pesca a nuestro compañero el danés, demostrando gran conocimiento sobre la materia; más tarde habló de política con el comerciante de Lyon, demostrando ser muy divertido, pues a menudo oíanse resonar las carcajadas del grueso señor. Después de la comida -es en absoluto indispensable, para la exacta comprensión del asunto, dejar con¬signada con exactitud su distribución del tiempo- estuvo sentado en el jardín aún durante una hora con madame Henriette, con la que tomó el café; a continuación jugó otra vez al tenis con las niñas, y char¬ló con el matrimonio alemán unos instan¬tes en el "hall". Hacia las seis me encon¬tré con él en la estación, cuando iba yo a dejar una carta. Vino presurosamente a mi encuentro, diciéndome, con aire de disculpa, que había sido llamado de im¬proviso, pero que volvería dentro de un par de días. A la hora de la cena realmente se le echó de menos, aunque sólo en lo referente a su persona, pues en todas las mesas no se hablaba sino de él, encomian¬do su manera de ser, tan simpática y ale¬gre. A eso de las once de la noche hallá¬bame sentado en mi habitación terminando la lectura de un libro, cuando de pronto, por la ventana abierta, en el jardín, escuché gritos y llamadas inquietas. En el ho¬tel observé desusada agitación. Alarmado, más que curioso, salvé corriendo los quin¬ce pasos que me separaban del hotel y encontré a los huéspedes y al personal de servicio presas de la mayor nerviosidad. Madame Henriette, mientras con la acos¬tumbrada puntualidad su marido jugaba al dominó con los amigos de Ramur, ha¬bía salido a dar su paseo habitual por la térraza de ¡a playa y no había vuelto aún. Se temía que hubiese sido víctima de al¬gún desagradable accidente. Y el esposo, habitualmente tan reposado y lento, co¬rría ahora cual una fiera por la playa, clamando: "iHenriette! íHenriette!". Su voz, desgarrada por la emoción, tenía al¬go de primitivo, corno si friera el aullido de una bestia herida de muerte. Los mo¬zos y grooms subían y bajaban las escale¬ras sin atinar a nada; se despertó a todos los huéspedes; se telefoneó a la policía. En medio de todo aquel bullicio tropezá¬base con el grueso comerciante que iba de aquí para allá, con el chaleco desabro¬chado, gritando, sollozando, clamando co¬mo un insensato: "iHenriette! ¡Henriette!". Entretanto, allá arriba, las niñas se habían despertado y, asomadas a la ventana, en camisones, llamaban desoladamente a su madre, hasta que el consternado padre corrió hacia ellas para tranquilizarlas. Luego ocurrió algo tan terrible que casi no puede describirse, porque la naturale¬za, en momento de violenta tensión, in¬funde a los individuos actitudes de una expresión tan trágica que ni la imagen ni la palabra pueden reproducirla con sufi-ciente intensidad. De pronto, el adiposo y pesado comerciante descendió los cru-jientes peldaños de la escalera con aspec¬to completamente fatigado pero a la vez colérico. En la mano tenía una carta.
-¡Llame otra vez a todos! -dijo con pa¬labras comprensibles al mayordomo-. ¡Or-dene que se retiren! ¡Es inútil buscar! ¡Mi mujer me ha abandonado!
En aquel hombre mortalmente herido observábase un esfuerzo para reprimirse, un esfuerzo de sobrehumana tensión ante todos los que lo rodeaban y se empujaban para poder contemplarlo y que luego, de súbito, sintiéndose atemorizados, avergon¬zados, turbados, fueron alejándose. Con¬servó todavía fuerzas suficientes para pa¬sar tambaleándose por delante de nos¬otros, sin mirar a nadie, y luego apagar la luz del salón de lectura; después se oyó su voluminoso cuerpo desplomarse pesa¬damente en un sillón; escuchándose un so¬llozo salvaje, brutal, única forma en que puede llorar un hombre que no ha llorado nunca. Esa congoja, ese dolor elemental ejercía sobre nosotros, aún sobre los más superficiales, un aturdidor efecto. Ninguno de los camareros, ninguno de los huéspedes a quienes acuciara la curiosidad, arriesgaba la menor sonrisa o, al contra¬rio, una palabra de consuelo. Silenciosos, avergonzados por aquella brutal expresión de sentimiento, todos, uno después del otro, nos retirarnos a nuestras habitacio¬nes, mientras allá, en el oscuro salón, continuaba gimiendo y agitándose con¬vulso y completamente solo aquel hom¬bre dolorido. El hotel mientras tanto, fue apagando sus luces, entre ruidos, murmu¬llos, cuchicheos. . . hasta que quedó todo sumido en el silencio.
Se
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