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TALLER MANUAL URBANIDAD DE CARREÑO.


Enviado por   •  11 de Agosto de 2016  •  Trabajos  •  26.316 Palabras (106 Páginas)  •  4.332 Visitas

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TALLER

  1. Leer y analizar el texto del Manual de urbanidad de Carreño
  2. Elabore  40 preguntas con su respectiva respuesta sacadas de todo lo leído.
  3. Hacer un ensayo sobre el Manual  ( 3 hojas mínimo)
  4. ¿Qué cambios le haría usted al  texto? Explicar la respuesta.
  5. ¿Había leído usted antes el manual de Carreño?
  6. En su área de formación ¿Requiere usted conocer de los buenos modales?
  7. ¿Es fundamental los buenos modales en cada aspecto de la vida del  ser?
  8. ¿Cómo cree usted que está la región en el tema?
  9. Favor todas respuesta bien sustentada, con coherencia, buena redacción y ortografía.
  10.  Luego de hacer la entrega del trabajo puede participar de un foro habilitado para los que cumplan con lo solicitado.
  11. Realizar la evaluación escrita en la próxima fecha de formación.

   

El taller es individual

Lindo día

 

 

URBANIDAD

 

COMPENDIO DEL MANUAL DE URBANIDAD Y BUENAS MANERAS

 

 

DE

 

 

MANUEL ANTONIO CARREÑO

 

 

 


 

DEBERES MORALES DEL HOMBRE

 

CAPITULO PRIMERO

De los deberes para con Dios.

 

  1. — Basta dirigir una mirada al firmamento, o a cualquiera de las maravillas de la creación, y contemplar un instante los infinitos bienes y comodidades que nos ofrece la tierra, para concebir desde luego la sabiduría y grandeza de Dios y todo lo que debemos a su amor, a su bondad y a su misericordia.

 

  1. — En efecto, ¿Quién sino Dios ha creado el mundo y lo gobierna? ¿Quién ha establecido y conserva ese orden inalterable con que atraviesa los tiempos la masa formidable y portentosa, del universo? ¿Quién vela incesantemente por nuestra felicidad y la de todos los objetos que nos son queridos en la tierra? y, por último, ¿quién sino EL puede ofrecernos y nos ofrece la dicha inmensa de la salvación eterna?

 

  1. — Le somos, pues, deudores de todo nuestro amor, de toda nuestra gratitud, y de la más profunda adoración y obediencia; y en todas las situaciones de la vida estamos obligados a rendirle nuestros homenajes, y dirigirle nuestros ruegos fervorosos, para que nos haga merecedores de sus beneficios en el mundo, y de la gloria que reserva a nuestras virtudes en el Cielo.

 

  1. — Dios es el ser que reúne la inmensidad de la grandeza y de la perfección; y nosotros, aunque criaturas suyas, y destinadas a gozarle por toda una eternidad, somos unos seres muy humildes é imperfectos; así es que nuestras alabanzas nada pueden añadir a sus soberanos atributos. Pero Él se complace en ellas y las recibe como un homenaje debido a la majestad de su gloria, y como prendas de adoración y amor que el corazón le ofrece en la efusión de sus más sublimes sentimientos; nada puede, por tanto, excusarnos de dirigírselas.

 

  1. — Tampoco nuestros ruegos le pueden hacer más justo, porque todos sus atributos son infinitos, ni, por otra parte, le son necesarios para conocer nuestras necesidades y nuestros deseos, porque El penetra en lo más íntimo de nuestros corazones; pero esos ruegos son una expresión sincera del reconocimiento de su poder supremo y del convencimiento en que vivimos de que Él es la fuente de todo bien, de todo consuelo y de toda felicidad, y con ellos movemos su misericordia y aplacamos la severidad de su divina justicia, irritada por nuestras ofensas, porque Él es Dios de bondad y su bondad tampoco tiene límites.

 

  1. — ¡Cuan propio y natural no es que el hombre se dirija a su Creador, le hable de sus penas con la confianza de un hijo que habla al padre más tierno y amoroso, le pida el alivio de sus dolores y el perdón de sus culpas, y con una mirada dulce y llena de unción religiosa, le muestre su amor y su fe como los títulos de su esperanza!

 

  1. — Así al acto de acostarnos como al de levantarnos, elevaremos nuestra alma a Dios, le dirigiremos nuestras alabanzas y le daremos gracias por todos sus beneficios. Le pediremos por nuestros padres, por nuestra familia, por nuestra patria, por nuestros amigos, por nuestros enemigos, y haremos votos por la felicidad del género humano, y especialmente por el consuelo de los afligidos y desgraciados.

 

  1. — No nos limitaremos entonces a esto, sino que recogiendo nuestro espíritu, y rogando a Dios nos ilumine con las luces de la razón y de la gracia examinaremos nuestra conciencia, y nos propondremos emplear los medios más eficaces para evitar las faltas que hayamos cometido en el decurso del día.

 

  1. — Es también mi acto debido a Dios, y propio de un corazón agradecido, el manifestarle siempre nuestro reconocimiento al levantarnos de la mesa. Si nunca debemos olvidarnos de dar las gracias a la persona de quien recibimos un servicio, por pequeño que sea, ¿Con cuánta más razón no deberemos darlas a la Providencia cada vez que nos dispensa el mayor de los beneficios, cual es el medio de conservar la vida?

 

  1. — En los deberes para con Dios se encuentran refundidos todos los deberes sociales y todas las prescripciones de la moral; así es que el hombre verdaderamente religioso es siempre el ^modelo de todas las virtudes, el padre más amoroso, el hijo más obediente, el esposo más fiel, el ciudadano más útil a su patria.

 

  1. — Y a la verdad, ¿cuál es la ley humana, cuál el principio, cuál la regla que encamine a los hombres al bien y los aparte del mal, que no tenga su origen en los Mandamientos de Dios, en esa ley de las leyes, tan sublime y completa cuanto sencilla y breve? ¿dónde hay nada más conforme con el orden que debe reinar en las naciones y en las familias, con los dictados de la justicia, con los generosos impulsos de la caridad y la beneficencia, y con todo lo que contribuye a la felicidad del hombre sobre la tierra, que los principios contenidos en la ley evangélica?

 

  1. — Nosotros satisfacemos el sagrado deber de la obediencia a Dios guardando fielmente sus leyes, y las que nuestra Santa Iglesia ha dictado en el uso legítimo de la divina delegación que ejerce; y es éste al mismo tiempo el medio más eficaz y más directo para obrar en favor de nuestro bienestar en este mundo y de la felicidad que nos espera en el seno de la gloria celestial.

 

  1. — Pero no es esto todo: los deberes de que tratamos no se circunscriben a nuestras relaciones internar con la Divinidad. El corazón humano, esencialmente comunicativo, siente una inclinación invencible a expresar sus afectos por signos y demostraciones exteriores. Debemos, pues, manifestar a Dios nuestro amor, nuestra gratitud y nuestra adoración, con actos públicos que, al mismo tiempo que satisfagan nuestro corazón, sirvan de un saludable ejemplo a los que nos observan. Y como es el templo la casa del Señor y el lugar destinado a rendirle nuestros homenajes, procuraremos visitarlo con la posible frecuencia, manifestando siempre en él toda la devoción y todo el recogimiento que inspira tan sagrado recinto.

 

  1. — Los sacerdotes, ministros de Dios sobre la tierra, tienen la alta misión de mantener el culto divino y de conducir nuestras almas por el camino de la felicidad eterna. Tan elevado carácter nos impone el deber de respetarlos y honrarlos, oyendo siempre con interés y docilidad los consejos con que nos favorezcan, cuando en nombre de su Divino Maestro y en desempeño de su augusto ministerio nos dirijan su voz de caridad y de consuelo. El respeto a los sacerdotes es una manifestación de nuestro respeto a Dios mismo y un signo inequívoco de una buena educación moral y religiosa.

 

 

CAPITULO II

I. — Deberes para con nuestros padres.

 

  1. — Los autores de nuestros días, los que recogieron y enjugaron nuestras primeras lágrimas, los que sobrellevaron las incomodidades de nuestra infancia, los que consagran todos sus desvelos a la difícil tarea de nuestra educación, son para nosotros los seres más privilegiados y venerables que existen sobre la tierra.

 

  1. — En medio de las necesidades de todo género a que está sujeta la humana naturaleza, muchas pueden ser las ocasiones en que un hijo haya de prestar auxilios a sus padres, endulzar sus penas, y aun hacer sacrificios a su bienestar y a su dicha; pero jamás podrá llegar a recompensarles todo lo que les debe, jamás podrá hacer nada que le descargue de la inmensa deuda de gratitud que para con ellos tiene contraída.

 

  1. — Los cuidados tutelares de un padre y de una madre, son de un orden tan elevado y tan sublime, son tan cordiales, tan desinteresados, tan constantes, que en nada se asemejan a los demás actos de amor y benevolencia que nos ofrece el corazón del hombre, y sólo podemos verlos como una emanación de aquellos con que la Providencia cubre y protege a todos los mortales.

 

  1. — En el momento mismo en que nacemos, nuestros padres nos saludan con el ósculo de bendición, nos prodigan sus caricias, protegen nuestra debilidad y nuestra inocencia; y allí comienza esa serie de contemplaciones, condescendencias y sacrificios que triunfan de todos los obstáculos, de todas las vicisitudes y aun de la misma ingratitud y que no termina sino con la muerte.

 

  1. — Nuestros primeros años roban a nuestros padres toda su tranquilidad y los privan a cada paso de los goces y comodidades de la vida social. Durante aquel período de nuestra infancia, en que la naturaleza nos niega la capacidad de atender por nosotros mismos a nuestras necesidades y en que, demasiado débiles e impresionables nuestros órganos, cualquier ligero accidente puede ocasionarnos una enfermedad y aun la muerte misma, sus afectuosos y constantes cuidados suplen nuestra impotencia y nos defienden de los peligros que por todas partes nos rodean.

 

  1. — Cuántas inquietudes, cuántas alarmas, cuantas lágrimas no les cuestan nuestras dolencias! ¡Cuánta vigilancia no tienen que oponer a nuestra imprevisión! ¡Cuán inagotable no debe ser su paciencia para cuidar de nosotros y procurar nuestro bien, en lucha abierta siempre con la absoluta ignorancia y la voluntad caprichosa y turbulenta de los primeros años!

 

  1. — Apenas descubren en nosotros un destello de razón, ellos se apresuran a dar principio a nuestra educación moral e intelectual; y son ellos los que imprimen en nuestra alma las primeras ideas, las cuales nos sirven de base para todos los conocimientos ulteriores, y de norte para emprender el espinoso camino de la vida.

 

  1. — Su primer cuidado es hacernos conocer a Dios. ¡Qué sublime, qué augusta, qué sagrada aparece entonces la misión de un padre y de una madre! El corazón rebosa de gratitud y de ternura, al considerar que fueron ellos los que nos hicieron formar idea de ese ser infinitamente grande, poderoso y bueno, ante el cual se prosterna el universo entero, y nos ensenaron a amarle, a adorarle y a pronunciar sus alabanzas.

 

  1. — Después que nos hacen saber que somos criaturas de ese ser imponderable, ennobleciéndonos así ante nuestros propios ojos y santificando nuestro espíritu, ellos no cesan, de proporcionarnos conocimientos útiles de todo género, con los cuales vamos haciendo el ensayo de la vida, y preparándonos para concurrir al total desarrollo de nuestras facultades.

 

  1. — En el laudable y generoso empeño de enriquecer nuestro corazón de virtudes, y nuestro entendimiento de ideas útiles a nosotros mismos y a nuestros semejantes, ellos no omiten esfuerzo alguno por proporcionarnos la enseñanza. Por muy escasa que sea su fortuna, y aun sometiéndose a duras privaciones, siempre hacen los castos indispensables para presentarnos en los establecimientos de educación, proveernos de libros y pagar a nuestros maestros. ¡Y cuántas veces los vemos someterse gustosos a toda especie de privaciones, para impedir que se interrumpa el curso de nuestros estudios!

 

  1. — Terminada nuestra educación, y formados ya nosotros a costa de tantos desvelos y sacrificios, no por eso nuestros padres nos abandonan a nuestras propias fuerzas. Su sombra protectora y benéfica nos cubre toda la vida, y sus cuidados, como ya hemos dicho, no se acaban sino con la muerte.

 

  1. — Si durante nuestra infancia, nuestra niñez y nuestra juventud, trabajaron asiduamente para alimentarnos, vestirnos, educarnos y facilitarnos toda especie de goces inocentes, ellos no se desprenden en nuestra edad madura de la dulce tarea de hacemos bien.

 

Xlll. — Nuestros padres son al mismo tiempo nuestros primeros y más sinceros amigos, nuestros naturales consultores, nuestros leales confidentes. El egoísmo, la envidia, la hipocresía, y todas las demás pasiones tributarias del interés personal, están excluidas de sus relaciones con nosotros, así es que nos ofrecen los frutos de su experiencia y de sus luces sin reservamos nada, y sin que podamos Jamás recelamos de que sus consejos puedan tener otro fin que nuestro bien y nuestra felicidad.

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