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Un Santo Milagroso

Jennitag1 de Octubre de 2013

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Un Santo Milagroso. En Cuentos Ticos—Ricardo Fernández Guardia.

Biografía de Ricardo Fernández Guardia

Escritor, político y diplomático costarricense, nacido en Alajuela, Costa Rica, en 1867 y fallecido en San José, Costa Rica, en 1950. Fue hijo de Isabel Guardia Gutiérrez y del historiador León Fernández Bonilla, no solo dio continuidad a sus estudios y al desarrollo de nuevas investigaciones y textos claves de la historia patria; sino también, por sus capacidades innatas de escritor, elevó nuestra historia a una categoría superior donde se funde lo científico con lo literario, como es el caso de sus crónicas.

Cultivador y seguidor de lo mejor de la tradición literaria española y francesa, Fernández Guardia se identifica hoy con el nacimiento del realismo literario y del teatro costarricense, con una obra merecedora del puesto de primer autor clásico de Costa Rica.

A pesar de su vasta obra escrita y de haber incursionado simultáneamente en varios campos de la expresión escrita, su preocupación por la pureza del idioma y la estructuración lógica de la expresión de sus ideas conforman una unidad de estilo sin precedentes en nuestras letras.

Fue Secretario de Relaciones Exteriores y carteras anexas de 1909 a 1910. Escribió numerosas y documentadas obras históricas, entre ellas: El Descubrimiento y la conquista, Cartilla histórica de Costa Rica, Crónicas coloniales, Reseña histórica de Talamanca, Morazán en Costa Rica, La Independencia, Cosas y gentes de antaño, La Guerra de la Liga y la invasión de Quijano, Espigando en el pasado y Don Florencio del Castillo en las Cortes de Cádiz. También fue autor de varias obras literarias: Hojarasca, Cuentos ticos, Magdalena (obra teatral). Ministro Plenipotenciario de Costa Rica en Guatemala. Declarado Benemérito de la Patria por el Poder legislativo costarricense.

Un Santo Milagroso

En poco tiempo había cundido por una parte de la provincia de Alajuela, la fama de una imagen milagrosa de San Jerónimo, de la que se contaban cosas extraordinarias, por no decir milagros. Los vecinos de San Pedro de la Calabaza y de la Sabanilla se mostraban particularmente entusiastas, y la reputación del santo llegaba ya hasta la propia capital de la provincia, donde, para decir verdad, tropezaba con bastante escepticismo; pero no se debe olvidar que los alajueleños, son incrédulos empedernidos. Tuvieran o no razón los conciudadanos de Juan Santamaría en mostrar desconfianza respecto de San Jerónimo, es lo cierto, que ya no rosario, vela de angelito ni otra fiesta alguna en que no hallara el santo de imagen presente. Todos se disputaban la honra insigne de hospedarlo, aunque fuese más que algunas horas, y sus frecuentes viajes eran triunfantes, en medio de lucido acompañamiento que no le escatimaba la música, ni los cohetes, ni las bombas.

A primera vista la imagen no presentaba ninguna particularidad saliente. Era una escultura tosca de madera coloreada, de poco más de un metro de altura. El santo, vestido con hábito de raso galoneado de plata, estaba lejos de tener el aspecto de un asceta; antes parecía uno de esos frailes barrigudos e incontinentes que han popularizado las cromolitografías. Pero este detalle en que sólo habían reparado algunos criticones y mal intencionados de la ciudad de Alajuela, no afecta en nada la devoción de sus adoradores, que no se hartaban de festejarlo ni de besarle los pies.

Las peregrinaciones constantes de San Jerónimo acabaron por llamar la atención de las autoridades y aun por alarmarlas; y no por causa de las manifestaciones de fanatismo grosero que provocaba la imagen en las gentes de los campos, que en esto siempre es mucha la tolerancia. Lo que preocupaba a las autoridades provinciales era algo más grave, era el número creciente de escándalos y pendencias que surgían al paso del santo, el cual iba dejando tras de sí una huella de sangre. Festejos donde él estuviera concluía mal de seguro; a machetazos y puñaladas casi siempre. En el juzgado del crimen se tramitaban varias causas por homicidio; los heridos eran muchos, los contusos una legión. El gobernador resolvió entonces cortar por lo sano, ordenado a los jefes políticos y demás subalternos que aprehendiesen a San Jerónimo a todo trance y sin pérdida de tiempo; pero todas las diligencias que se practicaron fueron vanas. El Santo se hacía humo después de cada una de sus travesuras, para reaparecer al cabo de algunos días, ya en un punto, ya en otro, cuando menos se le esperaba. Y seguían los escándalos, las borracheras y los machetazos.

Enojados por todo esto, el gobernador no cesaba de telegrafiar a las autoridades subalternas para estimular su celo, y éstas ya no tenían reposo buscando a San Jerónimo. Tal era la situación cuando Pedro Villalta, cabo del resguardo de Hacienda, dijo una tarde al gobernador, en momento en que se preparaba a salir a campaña con sus guardas:

-No tenga usted cuidado, señor; yo me encargo de traerle el santito ese.

Al oír esto, el atribulado funcionario vio los cielos abiertos y poco faltó para que diese un abrazo a Pedro Villalta; y como el cabo era viejo y muy matrero, aquellas misma noche anunció el gobernador en la tertulia que frecuentaba que la captura del santo era inminente, afirmación que fue recibida con mucha incredibilidad, provocando gran número de bromas y chascarrillos.

-El tal san Jerónimo no existe-afirmaba el doctor Pradera-. Es una invención de los sampedreños para ponerlos a usted a correr.

El gobernador amoscado contestó:

-Ustedes se reirán y dirán lo que quieran; pero desde luego les convido para que le hagan una visita al santo en el cuartel de policía.

-Pues yo apuesto una cena en contrario-exclamó alegremente el comandante de la plaza.

-Aceptado-dijo el gobernador.

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Mientras la primera autoridad de la provincia daba pruebas inequívocas de la confianza que en su habilidad tenía, Pedro Villalta y sus compañeros cabalgaban silenciosos por la carretera de Puntarenas.

Ostensiblemente habían tomado esta dirección al salir de Alajuela al anochecer; pero cuando llegaron a medio camino del barrio San José, el cabo detuvo su caballo y dio la orden de volver atrás. Los guardas, acostumbrados a esos manejos, obedecieron sin chistar. De regreso evitaron la ciudad, siguiendo las rondas completamente desiertas, y dando un rodeo fueron a parar al río Maravilla. Una vez del otro lado del puente, el cabo dijo:

-Ahora, a La Sabanilla.

Después de un rato de camino, Juan Rodríguez, , especie de Hércules, bonachón y muy candoroso, hizo una pregunta:

-Cabo, si vamos a La Sabanilla, ¿ por qué hemos dado esta gran vuelta?

Sonaron risas; pero Villalta, que quería a Juan Rodriguez, por bueno y valiente, le explicó con benevolencia que ese rodeo tenía por objeto evitar que los contrabandistas pudieran ser avisados de la llegada del resguardo, Juan, que era nuevo en el cuerpo, se sintió lleno de admiración por la astucia de su jefe.

-Esas gentes tienen espías y amigos en todas partes-prosiguió Villalta-, pero conmigo se friegan porque conozco todas sus cábulas.

Esta vez pienso traerme la saca de los Arias.

Al oír este nombre los guardas aguzaron las orejas. Los Arias eran los contrabandistas más temibles del todo el país. De los tres hermanos, José Ramón y Antonio, no se sabía cual era peor. Todos ellos se habían hecho famosos cometiendo fechorías inauditas y dando pruebas de un valor temerario en sus encuentros con el resguardo y en el sinnúmero de pendencias que suscitaban por donde iban; y había quien dijera que más de una docena de hombres, entre guardas fiscales y otros, dormían el sueño eterno por obra suya. A pesar de tantas atrocidades, nadie pudo nunca echarles garra y los tres hermanos continuaban ejerciendo tranquilamente su productiva industria, porque no sólo destilaban aguardiente en una barranca inaccesible de La Sabanilla, sino que también metían de contrabando gran cantidad de coñac, armas y municiones, pasando los bultos por las mismísimas barbas del resguardo del río San Carlos.

-Quiénes son esos Arias?- volvió a interrogar Juan Rodríguez.

-Los Arias son los peores bandidos que hay en Costa Rica. No permita Dios que te encuentres nunca con ellos-le respondió uno de los guardas.

-Yo no tengo miedo a nadie, replicó con sencillez el Hércules bonachón.

-Eso me gusta, Juan-Dijo el cabo que conocía la bravura de su subalterno-.Pero con los Arias no basta tener mucho valor y muchas fuerzas; también hay que andarse muy listo, porque son más malos que el Pisuicas.

Entretenidos en estas pláticas llegaron a Itiquís a eso de las nueve de la noche. El cabo, que iba de los últimos con Juan Rodríguez, sintió los pasos de un caballo que venía dando alcance y

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