Yo mismo he pedido pusieran mi sillón frente a este espejo
matfeduTesis24 de Octubre de 2014
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Yo mismo he pedido pusieran mi sillón frente a este espejo, el espejo del ropero antiguo que ocupa casi todo un testero de la pieza. Un ropero imponente, de fina y compacta madera, que en una época más desahogada le pareció "demodé" a mi esposa -era de su abuela- y fue cambiado por otro, menos sugestivo de sólido bienestar, pero más moderno y vistoso.
El armario y yo estamos por igual arrinconados. El armario está lleno de trastos diversos, esas cosas heterogéneas que no se tiran porque cuelgan todavía de un pelo de sentimiento o una vaga esperanza de utilidad. Cosas que no se resuelve uno a echar a la basura, pero que a las que no se busca sino cuando es preciso. Como a mí.
El armario está a medio metro de los pies de mi sillón cama; el espejo me enfrenta vertical, inamovible, encuadrado en el oscuro panel cuyo lustre natural no pierde, antes gana, al correr del tiempo. El espejo es del ancho de mi sillón, del alto que yo tenía cuando aún estaba en pie. No se hacen ya espejos de ropero así, ahora. Estoy frente a él desde hace tiempo; desde aquel invierno en que, trasladado a esta pieza más pequeña, en homenaje a los recién casados -ellos tenían que moverse, yo no- quedé más solo que antes, cuando ocupaba la pieza frente al pasillo y sentía circular la vida de la casa en su diario curso, como quien siente correr su sangre en los pulsos. La habitación no tiene ventanas.
-- ¿Te importa mucho que no haya vista afuera? -me preguntó mi esposa al mudarme aquí-.
Y yo dije con la cabeza que no, que no me importaba.
¿Qué iba a contestarle?... Cualquier respuesta habría dado lo mismo. No había en la casa otra pieza disponible. ¿Y cómo decirle que para quien está clavado en su sillón sin remedio y sin indulto, un pedazo de montaña a lo lejos, un retazo de cielo con sus cambios de día a noche, de sol a lucero, de azul a gris, amarillo a rosa, son su único viaje, su paseo único, su sola opción a alejarse de su cepo un instante?
Desde luego, la pareja joven no habría cabido en esta pieza, con su cama doble, sus mesillas y su ropero. Tal vez -por qué no imaginarlo un momento- de haber yo protestado se hubiesen arreglado los novios de otra manera, aunque no imagino cómo. Pero su descontento me hubiese perseguido en cada réplica, en cada mirada; en cada observación, en cada suspiro, en sus mismos silencios. En cada uno de sus cálculos para el futuro hubiese entrada la X de mi definitiva ausencia y subsiguiente vacancia de la pieza. Quizá piensen: El ha visto montañas y cielo durante setenta años. Nosotros sólo hace treinta que los vemos. ¿Y de qué serviría que yo les dijese que por eso mismo, porque a mí me quedan menos años que a ellos para verlos, es injusto que yo esté sentenciado a no mirarlos más?
Sí. Soy yo quien menos derecho tiene a elegir su rincón en esta casa. Aunque yo la haya construido palmo a palmo, visto poner cada hilada de ladrillos, acariciado con mi mirada y probado con mis dedos cada paletada de mezcla. Yo levanté esta casa. Su hall, sus dormitorios y su comedor, su living, su cocina, su baño. La construí poco a poco, añadiendo habitaciones a medida que la familia crecía. Esta pieza donde estoy confinado fue la última. La construí pensando en los objetos más míos que había en la casa y que no quería que nadie tocase; libros, colecciones de diarios, instrumentos profesionales. (Todo desapareció hace tiempo; vendido, regalado, tirado; quizá anden por ahí desgualdramillados, alguna novela de Hugo Wast o algún folleto de O’Leary). Tenía una ventana; se tapió un día, unos meses antes de mi enfermedad, porque en la madera entró cupií, y hubo que sacarla; no teníamos ya plata para pagar una ventana nueva. Yo tapié con mis propias manos la ventana, sin saber que cerraba mis ojos en vida para el cielo y los árboles.
Por eso pedí que pusieran acá este ropero, el ropero arrinconado en el fondo del pasillo y que varias veces ya habían estado a punto de vender; lo hubiesen vendido ya si no fuera que daban por él una miseria. (Lo que decía mi esposa: la luna sola valía mucho más). Lo pusieron aquí, porque no podrían negar también esto a un desterrado. Yo lo soy. Desterrado del sol, que sólo en unos pocos días del invierno, cuando está más bajo, entra por el balcón del comedor y se alarga como un puñal de oro hasta el umbral de esta habitación (torciendo un poco el cuello, puedo verlo). Desterrado del paisaje y del aire que se pasea con las manos en los bolsillos de nada por las calles y plazas de las ciudades, por los valles y montañas del mundo. Quizá, si lo pidiese, me sacaran alguna vez al patio. Pero el sillón cama es pesado y fastidioso de manejar; y luego los enchufes... en fin, ni pensar en esto. Y además, ellos se han acostumbrado ya a creerme acostumbrado.
Mi hija Berta trajo el otro día unas flores recogidas en el campo durante un picnic. No cabían todas en el florero del comedor. Celia le ayudó a arreglarlas.
- Ya son demasiadas, ¿ves?
- ¿Qué hacemos con éstas?
- Ponelas sobre la mesita de papá.
- ¿En ese jarrito desportillado
- ¿Y qué más da? ¿Quién lo va a ver?
Me hace daño oír cosas así. Claro que no lo dicen para mí. Lo dicen entre ellas. Pero no les importa -es decir, no piensan en ello- si oírlo me va a hacer daño o no. Y por otra parte, no estoy tan seguro de que un silencio absoluto como el de mi esposa me satisficiera tampoco. Ella nunca me dice nada. Y su silencio, que quizá sea piedad, me suena unas veces a cruel indiferencia; otras veces a indiferente crueldad. Es como si me dijera:
- Ya estás clavado en ese sillón. ¿Qué es lo que puedes hacer, sino perfeccionarte para el entierro?... Medio muerto ya. Para qué querrías saber de los árboles que florecen, de los arroyos que corren y de los pájaros que cantan?... Mejor te olvidas de todo.
O como si la oyese cuchichear a los otros:
- No le digamos del sol en las hojas, ni de los árboles en flor, ni de las calles llenas de gentes que van y vienen contentas. No veis que los ha olvidado?...
Pero nada de eso es verdad. No es cierto lo que piensa su egoísmo ni lo que quiere creer su piedad. Dos formas de un mismo egoísmo al fin y al cabo. Un egoísmo razonable por otra parte. Porque yo sé que no es posible tener siempre sentado sobre el alma este peso de mi cuerpo paralítico. Les impediría respirar. Como les impidió cantar a mis hijas durante un tiempo. Durante esos meses en que, perdida la esperanza de restablecerme, aún, todo les parecía poco para compensarme de lo que perdía; cuando vendieron muebles y alhajitas para proporcionarme este sillón con enchufes en el respaldo, que puedo encender y apagar con solo aplicar la sien... (Cosa del marido de Berta, que tiene cierta imaginación, aunque por otro lado es un farabuti que no trabaja y cuando gana algo es para comprarse algo para él: un revólver, una grabadora, una motocicleta, pero nunca da un peso para la casa). Sí; durante meses, mis hijas enmudecieron. Eso pasó, sin embargo; el nudo de la garganta se cortó un día de primavera, y Berta y Celia cantaron otra vez.
Oírlas cantar no me desagrada ahora. Más bien me gusta, con ese gusto ácido que toda alegría ajena tiene ahora para mí. Porque eso me da a entender que todavía son dichosas. Todavía pueden cantar y reír y poner un pie delante de otro; ir a donde quieren. Ahí está mi nieto Orlandito. Ahora empieza a caminar. (El es también un paralítico a su modo. Un paralítico que aprende a moverse. Mientras que yo voy aprendiendo despacio a quedarme más quieto). A veces, en el comedor, Berta le enseña a poner sus piernecitas una delante de otra, y yo puedo seguir parte de la lección en el espejo:
- Ahora ésta... Ahora la otra... Así.
Orlandito va hacia el mundo, hacia el cielo azul, la tierra verde, el río fugitivo. Aprende a recordar. Yo vengo de ellos, a aprender el olvido.
Por eso hice poner frente a mí este espejo. Era una manera de no estar tan solo. De acompañarme yo mismo con algo más que este pensamiento que transita por mi cerebro, que no puede ya circular por mi cuerpo, que a veces se precipita angustiosamente, hasta sentir que me golpea y lastima la bóveda del cráneo, como una rata enjaulada. Este pensamiento que no puede salir de mi cuerpo y que no se dice a nadie. Aun suponiendo que yo pudiese humillarme hasta decirlo. Porque hay algo obsceno en el pensamiento que corre dentro de un cuerpo inmóvil, como una serpiente bajo una alfombra. Pero acaso se les ocurre a ellos esto? Para ellos mi pensamiento libre, el pensamiento que traspasa muros y salta semanas y años atrás o adelante, se ha detenido en el mismo instante en que caí fulminado por el derrame en las escaleras de mi casa. No olvidan que puedo necesitar comer, beber, ir de cuerpo. Pero otras ansiedades que pudiera yo sentir no les inquietan; que la cabeza que corona este montón de miembros inútiles pueda pensar, no se les ocurre. No pueden -o no quieren- pensar que este cuerpo inmóvil puede sentir odio, hastío, asco, y hasta -en ocasiones raras y trucidantes como relámpagos abriendo en mí una grieta nauseosa - un ansia inenarrable de vivir. Su imaginación se agotó mucho antes que su pena y su inquietud. Al principio, sí, se preocupaban por mí; les interesaba estar tranquilos, y para eso trataban de conocer mi pensamiento. Era cuando me hacían preguntas. Preguntas reiteradas girando disimuladamente en torno de sus propias inquietudes, no de las mías. Preguntaban cosas que no podía contestar, y mi desgano en responder los llevó a pensar -con qué alivio- que mi pensamiento dormía. Cesaron de interesarse por él.
Lo malo es que al cesar de interesarles mi pensamiento, dejaron de interesarse
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