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Acotaciones al Contrato Social de Jean-Jacques Rousseau.

SegrisEnsayo13 de Abril de 2016

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Acotaciones al Contrato Social de J.-J. Rousseau

Alberto Ruano Miranda

Resumen:

Se trata de un comentario sobre el “Contrato Social” de Jean-Jacques Rousseau, en donde se rescatan algunos aspectos que pueden guardar vigencia.

Ubicación ontológica de la obra (Soberanía popular. Noción de progreso y regresión.)

Ubicación epistemológica en relación con los teóricos del derecho anteriores (dialéctica interés-justicia y fuerza-derecho). Limitaciones metodológicas del Contrato: vocación y posibilidad historicista.

Fundamentos del Contrato. Racionalismo y Razonabilidad política.

El pesimismo rousseauniano acerca del devenir del Estado y de la democracia. Figuras principales de la crisis del Estado.

Ciertamente, la influencia ejercida por la teoría de El Contrato Social se debió al sentido que tomaba, bajo la pluma de Jean-Jacques Rousseau, el principio de Soberanía como fundamento de organización civil. Si bien otras doctrinas habían hablado ya de “contrato” o “pacto”, para justificar el ordenamiento social, ninguna hasta entonces había establecido con suficiente energía que el principio de Soberanía reside en el pueblo de modo permanente. Para Rousseau - a diferencia de otros autores - la comunidad no abandona su poder autodecisorio por el hecho de darse una forma cualquiera de gobierno, ni siquiera permaneciendo bajo su férula durante espacios seculares. La soberanía es una potencia intransferible, por lo tanto cualquier revolución o cambio de sistema gubernamental no es sino una forma de restitución del poder o, si se prefiere, de actualización, en manos de su gestora, la masa societaria.

El optimismo impuesto por los jacobinos al curso de la revolución francesa a partir de 1791, con todas sus consecuencias sobre los libertadores de América hispana, de algún modo puso en relieve esta concepción esencial de retorno a las fuentes primigenias del poder, mientras otros aspectos de la obra fueron desestimados, sino relegados, en las proyecciones sombrías que podrían haber echado sobre las repúblicas incipientes. Que el hombre nace libre y que son las convenciones sociales quienes le hacen “portar cadenas por doquier” eran, en principio, llamados destinados a gozar de una buena acogida en la generación encargada de cumplir el desmantelamiento de la monarquía. Bajo tales postulados de libertad humana y de soberanía popular, cimentados en un contrato voluntario, fue posible oficiar la transformación no ya como culminación de un fenómeno novedoso  - la Revolución -  sino en tanto que restitución pura y simple de la Soberanía a sus verdaderos y antiquísimos depositarios, los ciudadanos. En tal contexto de optimismo histórico es apenas natural que el proverbial escepticismo rousseauniano sobre el futuro de las formas de gobierno, a las cuales dedica una parte del Contrato, haya pasado sino olvidado, al menos morigerado en sus últimas consecuencias.

No sorprenderá entonces que el apasionamiento por las ideas de Jean-Jacques, perdure tanto como el lapso que dio nacimiento a las repúblicas modernas, desde la independencia norteamericana en 1776 a la restitución de la monarquía en Francia hacia 1815 y que, posteriormente, se le idolatrase con premura para poder olvidarle cuanto antes. Ya para entonces los filósofos alemanes, Kant, Fichte y Hegel, habían tratado al vicario ginebrino como un “clásico de la filosofía” y con ello le habían hecho transitar desde la agitación mundana y el fragor de las barricadas a las tranquilas arenas del pensamiento filosófico. A partir de entonces, las diversas lecturas que de su obra se hicieron, han querido ver en Rousseau a veces un panegirista de la democracia directa; otras, al profeta de los regímenes autoritarios y aun no falta quien ha descubierto en Rousseau un precursor de las ideas anarquistas y socialistas. Empero, cualesquiera sean las ideologías con que se le presente, siempre queda el resabio irreductible de una materia filosófica no agotada.

Al igual que Tucídides, Platón y Vico, Rousseau no podía comprender una sociedad con un sistema de gobierno inalterable. Existe un devenir, mas éste tiene un costo y, por tanto, cada progreso en la vida material trae consigo una regresión en otros aspectos. Proudhon diría más tarde “una rama ascendente y otra descendente”. Si establecemos una comparación más audaz diremos que no supo encontrar, como posteriormente Augusto Comte, un sentido progresivo en el avance de la historia social. Si de alguna progresión se puede hablar, en su caso, debería referirse a un progreso material (o civil, como él le llamaba) que involucra formas involutivas de las cualidades morales y naturales del individuo humano.

Tan acendrado era su sentido de degeneramiento de las virtudes humanas en las sociedades modernas que Voltaire, al recibir el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, comenzó por decirle: “He recibido, señor,  vuestro nuevo libro contra el género humano; os lo agradezco.”[1]  Huelga casi decir que en su teoría desentonaría como un verdadero disparate una alusión a cualquier “fin de la historia”, como se insiste en preconizar en la actualidad, ya que la vida social se desenvuelve en una constante inquietud de formas y de contenidos, más sujetas a los vaivenes de la voluntad y la conciencia subjetiva que a parámetros sobrenaturales y metasociales.

De otra parte, el cambio social de una forma a otra de sistema de gobierno no implica necesariamente una evolución hacia un sistema superior de organización. La formas democráticas pueden muy fácilmente engendrar aristocracias, oligarquías, monarquías, tiranías de todo género, siendo el proceso inverso, el pasaje de formas minoritarias de dominación a sistemas democráticos, de mucha más compleja realización, según sus puntos de vista, ya que este proceso significa una recomposición de formas primitivas de organización societaria, difícilmente practicables en Estados nacionales y en sociedades de masas. La Democracia sería un sistema que, primero, no se puede ya presentar en estado puro, como democracia directa; segundo, posee una gran inestabilidad y está sometido a todo tipo de asechanzas.

El Paraíso, para Rousseau, ha quedado sin duda atrás. La historia aparece entonces como una suite de amenazas y acontecimientos nefastos y con ello parece anticiparse a un juicio que Hegel introdujo más tarde: “Los momentos felices de la Historia son sus páginas blancas”[2] y que ha dado lugar a más de una reflexión.

Semejante escepticismo no dejaría de encontrar algunos oídos receptivos y nuestra sensibilidad, a diferencia de los entusiastas gestores de nuestro sistema de gobierno, se ha preparado para recibir la visión de Rousseau, sobre las sociedades humanas, en sus aspectos menos esplendorosos.

Del hecho al derecho

Un concepto fundamental, de carácter epistemológico, nos impone Rousseau desde las primeras páginas de su obra. Mientras las escuelas de juristas monárquicos habían pretendido, durante todo el medioevo hasta bien entrada la modernidad, justificar los hechos cumplidos, la situación existente, a través de las normas jurídicas, el autor de El Contrato Social se ocupa de diferenciar nítidamente dos planos de la realidad social, aunque no incompatibles, sí distintos en su naturaleza y que se trata precisamente de armonizar.

“Yo quiero buscar si en el orden civil puede haber alguna regla de administración legítima y segura, tomando a los hombres tales como son y a las leyes tales como pueden ser. Trataré de aliar siempre, en esta búsqueda, aquello permitido por el derecho con aquello que el interés prescribe, con el fin de que la justicia y la utilidad no se encuentren divididas.” (pág. 27 - Du Contrat Social)

Uno de los planos, la existencia material, económica, con toda su seguidilla de injusticias y desigualdades, sometida al imperio del arbitrario espontáneo y aquí englobada en la esfera de “la utilidad”, si bien debe aceptarse como situación de hecho, no sabría ser fundamento para aquella otra esfera signada por el “puede ser” de las leyes, la Razón, y que constituye el segundo de los planos destacados. Se refiere entonces a “la justicia”, un bien del cual, según Rousseau, la humanidad posee un sentido innato. Ahora ¿cuál de ellos es preeminente en el ordenamiento social?, ¿y en la formulación del Derecho?

Y es aquí donde se establece un rompimiento metodológico pronunciado con los juristas y filósofos del Derecho anteriores, salvo el caso insigne de Montesquieu en El espíritu de las leyes, y a quienes Rousseau designa nominalmente, Grotius y Hobbes. Éstos tendían a dar existencia jurídica a lo irracional de la vida social, justificando el orden material dominante y reservando para el Derecho, la administración reglamentada de las iniquidades establecidas por el uso. Por el contrario, para Rousseau, el derecho no debe ser una pasiva consagración de las situaciones de hecho sino una fuerza activa y transformadora. De algún modo el derecho, modelando la educación del hombre, debe contribuir a organizar por principios racionales las actividades económicas, vale decir transformar el hecho por el norma legal. En la crítica a Grotius destaca:

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