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Análisis de las figuras femeninas en el teatro sartreano


Enviado por   •  16 de Septiembre de 2014  •  Síntesis  •  11.412 Palabras (46 Páginas)  •  204 Visitas

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“A Puerta Cerrada”.

Análisis de las figuras femeninas en el teatro sartreano.

Publicado en Revista de Filosofía. Vol. 24. Centro de Estudios Filosóficos, Universidad de Zulia, LUZ, Maracaibo (Venezuela).

Gloria COMESAÑA-SANTALICES

Maestría en Filosofía. Universidad del Zulia.

“A Puerta Cerrada”.

Análisis de las figuras femeninas en el teatro sartreano.

Gloria M. Comesaña S.

Resumen

Este artículo forma parte de una obra en la que estudiamos las figuras femeninas del teatro sartreano, desde el punto de vista del feminismo y el existencialismo. Aquí analizamos los personajes femeninos de A Puerta Cerrada, destacando las categorías filosóficas del pensamiento sartreano y estudiando críticamente a través de las figuras de Inés y Estelle, cómo la obra teatral de Sartre, filósofo crítico y libertario, es, en lo tocante a la cuestión femenina, expresión de sexismo, vehiculando las ideas más convencionales y retrógradas a este respecto.

Palabras Clave: Teatro, Libertad, Existencialismo, Feminismo, Sexismo

Behind Closed Doors

Analysis of the feminine figures in Sartrean Theatre

Abstract

This article forms part of a work in which the feminine figures in Sartrean theatre are treated from the femenist and existentcialist points of view. The feminine characters in “Behing Closed Doors” are analized, focusing on the philosophical categories of Sartrean thought and critically studying trought the figures of Ines and Estelle how Sartre, critical philosopher and libertarian, from a femenist point of view, is a promotor of sexism, trought the most convenctional and retrograde ideas.

Key Words: Theatre, Liberty, Existencialism, Feminims, Sexism.

Introducción.

Hemos analizado en este trabajo, las figuras femeninas de la obra teatral de Sartre en A Puerta Cerrada, desde un punto de vista a la vez existencialista y feminista. Hemos querido combinar ambas exigencias, considerando que la una encuentra en la otra su punto de apoyo teórico y su prolongación. Ya Simone de Beauvoir, en El Segundo Sexo, mostró hasta qué punto una posición existencialista podría confirmar y llevar hasta sus consecuencias la lucha del feminismo en pro de la liberación de la mujer. Y es que, en efecto, en la medida en que el existencialismo se niega a otorgar un rol, por pequeño que sea, a una supuesta esencia o naturaleza humanas, y hace al existente responsable de su ser por la libertad, constituye sin lugar a dudas el molde teórico por excelencia para fundar filosóficamente el feminismo.

En un trabajo anterior expusimos los conceptos fundamentales a partir de los cuales es posible explicar, desde el punto de vista de la filosofía, la situación de sumisión (que entonces aparece claramente como arbitraria) que hasta ahora ha sido el lote del sexo femenino a lo largo de la Historia. Ahora queremos, valiéndonos del teatro de Sartre, mostrar de una forma concreta y ejemplar cómo la opresión de la mujer y la ideología que la sustenta se manifiesta y se transmite a través de una obra literaria y filosófica de envergadura, y cómo un autor, aún siendo de la talla crítica y libertaria de un Sartre, puede, en lo tocante a la “cuestión femenina”, coincidir con las más convencionales e injustas posiciones . En otras palabras, hemos querido a través de este trabajo cuestionar, muy concretamente, el sexismo de Sartre. Detengámonos a explicar ese término.

Entendemos por sexismo, la forma de discriminación que se ejerce específicamente contra la mujer en razón de su sexo. Al igual que la raza o la religión, el sexo es una causa de segregación. Hasta ahora, y dadas las condiciones de rareza en que nos encontramos en el mundo, las conciencias establecen sus relaciones en base a una alteridad negativa, en la cual uno de los extremos queda signado por el otro con todo el peso de la extrañeza, que entonces se identifica con el mal y lo negativo. Todas las formas de discriminación se constituyen de esta manera. Hay sin embargo una diferencia entre el sexismo y las otras formas de segregación. Mientras que en cualquier otro caso el grupo marginado, en uno u otro momento, puede adquirir una conciencia orgullosa de su identidad y reivindicar su reconocimiento por el grupo que se ha arrogado los derechos del sujeto, las mujeres, discriminadas y oprimidas en razón de su sexo, no han logrado aún, en ningún momento de la Historia, unirse solidariamente y afirmarse como sujeto frente a la gente masculina. Los movimientos feministas contemporáneos son intentos en ese sentido. Se trata de despertar en las mujeres la conciencia de su identidad y de su pertenencia a un mismo grupo oprimido, una conciencia orgullosa y reivindicativa que las lleva a reconocerse solidarias y a organizarse para luchar en forma unitaria contra los privilegios masculinos. Estos intentos de las feministas, si bien han marcado un hito en los últimos decenios en la historia de la mujer, aún están muy lejos de lograr sus propósitos, ya que en su gran mayoría las mujeres siguen desunidas y oprimidas, y las desigualdades entre hombres y mujeres siguen siendo flagrantes. Y es que, si bien se ha avanzado bastante a nivel de las leyes e incluso de las costumbres, el peso de la ideología tradicional sobre la mujer se hace sentir, dificultando y retrasando los avances concretos. La fuerza y el arraigo de la ideología son tales, que una situación cultural arbitraria e injusta, como es la sumisión del sexo femenino al masculino, pasa por ser natural y se defiende como lo normal y deseable.

Como ya hemos señalado, es precisamente toda esta ideología tradicional sobre la mujer, la que hemos querido desenmascarar al mostrarla operando en el teatro sartreano. En ningún caso, ninguna de las figuras de mujer que Sartre nos ofrece, es presentada como totalmente positiva en tanto que mujer. A diferencia de las figuras masculinas, las figuras femeninas aparecen siempre como afectadas e incapacitadas para desarrollarse positivamente hasta el final, por el hecho mismo de ser mujeres.

Como veremos, todos los “lugares comunes” acerca de lo que es o no es la mujer, aparecen claramente ilustrados en la obra analizada. Es esto lo que hemos dado en llamar el sexismo ordinario: aquel que, en mayor o menor escala, ilustra constantemente la vida cotidiana. Abierta o encubiertamente, en forma muy sutil o claramente, la vida de todos los días, en actos, gestos o palabras, pone de manifiesto la condición subordinada y discriminada de la mujer.

Al analizar esta obra, para dar satisfacción a los propósitos que hemos señalado, hemos procedido de la siguiente forma:

1. Desentrañamos en primer lugar la estructura filosófica que sirve de marco teórico a la pieza, y que ésta trata, a través del desarrollo de los personajes, de expresar. Como es entonces obvio, partimos de la base de que en el teatro de Sartre se translucen siempre tomas de posición de índole filosófica. Coincidimos con la opinión de M. Contat y M. Rybalka, quienes, a partir de las palabras del mismo Sartre, caracterizan su teatro como un “teatro de situaciones”. En efecto, Sartre consideraba que la función del teatro en nuestro tiempo, es la de mostrar al existente en tanto que libertad, colocado en situaciones fundamentales y ejemplares en las cuales debe elegir, y sobre todo en situaciones-límite, aquellas que presentan tales alternativas que la muerte es uno de los términos. En dichas circunstancias, la afirmación de la libertad, de lo humano, puede llegar hasta su mayor expresión, puesto que acepta perderse para manifestarse como tal. La libertad en situación, y mejor aún enfrentada a situaciones-límite, es pues el tema fundamental que desglosan las diferentes obras del teatro sartreano, cada cual a partir de una circunstancia particular.

Podríamos distinguir, siguiendo a un estudioso de Sartre , tres tipos de libertad que las obras de teatro concretizan: La libertad ética o libertad de indiferencia, que no se compromete en nada realmente a fin de mantenerse “pura”, sin amarras, pero que por ello mismo es como su nombre lo indica, una libertad para nada, una libertad abstracta e ideal. La contrapartida de ésta parecería ser la libertad realista, comprometida en las cosas y sumergida en el mundo, pero por ello mismo “atrapada” por las circunstancias y condenada a sufrir el peso de los acontecimientos. Más allá de esos dos aspectos que podemos considerar “inauténticos” de la libertad, se encuentra la libertad dialéctica, aquella que como praxis humana es producida por una acción-decisión que se inserta en la realidad para transformarla. Todas estas posibilidades de la libertad se encuentran ampliamente ilustradas en las obras de teatro de Sartre, y concretamente en la que aquí hemos analizado. A través de ella se nos presenta entonces una situación-límite, a partir de la cual, desenvolviendo el argumento que la caracteriza, Sartre pone de manifiesto uno de los puntos básicos de su pensamiento filosófico.

2. A continuación, hemos procedido al análisis de las figuras femeninas de la obra. Y esto desde dos puntos de vista: Por lo general los personajes femeninos son clara expresión de la situación planteada, como ocurre con Inés en Huis-Clos o Lizzie en La Mujerzuela Respetuosa; en otros casos sirven sobre todo de complemento a las figuras masculinas, aunque puedan ser también, secundariamente, expresión de la situación, como sucede con Olga en Las manos sucias o Hélène en El Engranaje. Así, hemos tratado en la medida en que ello se ha revelado posible, de comprender a los personajes femeninos de A Puerta Cerrada a partir de las categorías filosóficas que ilustra la pieza.

Por otra parte, hemos aplicado una óptica feminista al análisis de cada personaje. En efecto, cada figura femenina expresa en mayor o menor grado el prejuicio ideológico contra la mujer y un desenvolvimiento en el que ese prejuicio toma cuerpo y se expresa.

Hemos hablado también del grado de “positividad” de la figura femenina ( con lo cual se incluye también la idea de negatividad). Es el momento de explicar qué entendemos por este término. Consideramos que el personaje femenino es “positivo” cuando nos es presentado a partir de características que hemos de clasificar como humanas, sin las especificidades de toda índole (por lo general de valor peyorativo) que la ideología tradicional atribuye a la mujer. La “positividad” de la figura femenina depende entonces de que sea caracterizada como ser humano y no a partir de cualidades o condiciones que la determinen y se le atribuyan en razón de su sexo .

Si bien Sartre por momentos parece escapar a lo convencional en la descripción de sus personajes femeninos, acaba siempre signando a estos con toda la carga ideológica de lo tradicionalmente considerado como propio de la mujer.

No nos hemos limitado al análisis de los personajes femeninos. Cada vez que ello nos ha parecido necesario para ilustrar más completamente nuestro pensamiento, hemos analizado también, aunque con menos profundidad, las figuras masculinas.

3. Para concluir con el estudio de esta pieza, nos dedicamos a extraer, casi exhaustivamente, todas las situaciones en que el “sexismo ordinario” y los “lugares comunes” acerca de lo que es la mujer, se ponen de manifiesto. Nos ha parecido importante mostrar a través y más allá de los personajes femeninos, cómo la ideología de la inferioridad y la sumisión de la mujer se hace presente en todos los espacios y en todos los momentos de la obra. Se nos ha acostumbrado de tal manera a ver como natural lo que es un producto cultural injusto y arbitrario del régimen patriarcal, y del sistema de géneros, que no advertimos las formas terribles o sutiles pero siempre odiosas y rechazables que toma el predominio de un sexo sobre el otro. La Historia la ha hecho el hombre siempre a expensas de la mujer. Y esto sigue siendo cierto aún hoy en día. No hay un aspecto de la realidad, y el arte literario es uno de ellos, que escape a esta consternante verdad. Eso hemos querido desenmascarar al hacer los análisis a los que nos referimos, y todos los análisis que constituyen nuestro trabajo.

Dadas las características del mismo, hemos recurrido abundantemente a las citas textuales, con la idea no solamente de ejemplificar sino de facilitar al lector la comprensión de nuestros análisis.

Sólo algo más: A través de este trabajo esperamos haber contribuido al mismo tiempo a la causa del feminismo y al mejor conocimiento de la obra de Sartre, en este caso, específicamente, su teatro.

A Puerta Cerrada

A pesar de su estructura aparentemente simple: tres personajes, el mismo escenario durante toda la pieza, ésta es una de las obras más intensas, más significativas del teatro sartreano.

Mediante las evocaciones de los personajes y la posibilidad que tienen durante un tiempo de “percibir” lo que pasa en la tierra, es todo el mundo de cada uno de ellos, las situaciones en las que se encontraban, lo que emerge al ritmo de sus intervenciones. Así son dos espacios, el espacio efectivamente representado en la pieza, y el espacio evocado por los personajes, los que se encuentran reunidos en el salón estilo Segundo Imperio en el que Sartre ubica el infierno. Estos dos espacios quedan finalmente reducidos al único espacio representado, al perder progresivamente los personajes el contacto con la “tierra”. Antes de continuar, y para evitar el uso constante de términos con comillas, es preciso aclarar que el infierno de que nos habla Sartre, con sus tres muertos-vivos (es decir, que parecen haber sobrevivido a su muerte terrena), está ubicado en el plano de lo mítico, y que a través de estas imágenes que no se corresponden con sus doctrinas filosóficas, quiere Sartre presentarnos situaciones de los vivos, y concretamente aquella en que se encuentra el existente cuando se vive fundamentalmente a través de su dimensión para-otro, abandonando su libertad y su responsabilidad a los demás. El estar muerto es pues utilizado aquí por Sartre en una forma casi simbólica para mostrarnos unos existentes cuya libertad se ha empastado, que ya no son sujeto de sus posibilidades, origen de significaciones en el mundo, sino que, como los muertos, son pura exterioridad, objeto-presa de los demás, quienes otorgan a sus actos, desde afuera, significaciones que el sujeto no puede controlar. El muerto-mítico de la obra, muerto que sigue viviendo, es pues el equivalente paradigmático del existente vivo reducido a su pura exterioridad, a su pura objetividad.

Y conforme a su definición de lo que es un teatro de situaciones, Sartre condensa aquí en un mínimo de espacio y con una justa economía de personajes, todas las formas concretas de enfrentamiento entre las conciencias descritas por él en El Ser y la Nada.

Pero es preciso advertir justamente que ese enfrentamiento es inauténtico en la medida en que los individuos se buscan aquí para huir de su libertad, tratando de hacerse definir y justificar por el otro.

Es por ello que todos los intentos de establecer una relación humana fracasan, tal como nos lo describe Sartre en El Ser y la Nada. Las relaciones entre Inés, Garcin y Estelle son siempre conflictivas, porque ninguno de ellos actúa de buena fe; mientras pretenden seguir unidos a la tierra, al pasado, a un tiempo al que no pertenecen, cuando uno de ellos trata de hallar apoyo y justificación en uno de los otros. De una u otra forma, se trata de atrapar la libertad del otro para que fundamente una existencia que se capta como contingente y arbitraria hasta en la mínima de sus elecciones. Se trata de dar un peso de necesidad a una decisión que no es más que el producto injustificado de una libertad, o de revestir de una imagen diferente la propia realidad. Así cada uno de los personajes habría en cada caso actuado bajo el peso de una imperiosa fuerza objetivamente explicable, y todo juicio sobre ellos se vería desarmado.

Sartre nos presenta aquí tres personajes casi obligados a ser de mala fe, según los patrones reinantes. Inés es una lesbiana, y aunque siendo la más lúcida asume su condición, no la acepta, y se ve a sí misma con los ojos reprobadores de los demás.

Garcin es un cobarde, y esta condición no puede ser fácilmente asumida en una sociedad que valora una virilidad constituida por una mezcla de brutalidad física, pretendida rudeza de carácter y fría racionalidad. Se precisa una gran lucidez para desenmascarar los falsos valores que cualquier sociedad establecida ofrece como modelos a seguir. Dadas las condiciones antes mencionadas, nada debe extrañar que Garcin parezca más bien enorgullecerse por sus hazañas machistas, por las cuales estaría también condenado al “infierno”. Y así, ocultando al principio lo que él considera la verdadera causa de su condena, presenta como su falta más grave los sufrimientos que ha infligido a su mujer:

“Garcin.- Deje. No hable nunca de eso. Estoy aquí porque he torturado a mi mujer. Eso es todo. Durante cinco años. Por supuesto, todavía sufre. Ahí está; en cuanto hablo de ella, la veo. Gómez es el que me interesa y a ella es a quien veo. ¿Dónde está Gómez? Durante cinco años. Mire, le han entregado mis efectos; está sentada cerca de la ventana y ha puesto mi chaqueta sobre sus rodillas. La chaqueta de los doce agujeros. La sangre parece herrumbre. Los bordes de los agujeros están chamuscados. ¡Ah! es una pieza de museo, una chaqueta histórica. ¡Y yo le he llevado! ¿Llorarás? ¿Acabarás por llorar? Yo volvía borracho como un cerdo, oliendo a vino y a mujer. Ella me había esperado toda la noche; no lloraba. Ni una palabra de reproche, naturalmente. Sólo sus ojos. Sus grandes ojos. No lamento nada. Pagaré, pero no lamento nada”.

Estelle por su parte, segunda figura femenina del trío, se niega a verse según lo dictaminan sus actos, como infanticida y carente de sentimientos maternales. Es el personaje cuya libertad está más empastada y perdida en las cosas, su realidad se reduce completamente, por su propia voluntad, a ser objeto.

La elección de los personajes no es, pues, casual. Un cobarde, una infanticida, una lesbiana. Tres posibilidades que el sistema establecido rechaza por diversas razones, tres modos de ser la propia existencia que implican marginalidad y rebeldía. No se les puede asumir a conciencia sino en el desgarramiento y la lucha. O bien negando la responsabilidad de la elección, y/o encubriendo la propia condición con otra imagen más segura y aceptable, proporcionada en buena medida por los otros. Una tercera posibilidad de la conciencia, aparte de la aceptación auténtica de la propia responsabilidad, reside en la negativa a dejar confundir la totalidad de la existencia con lo realizado en una sóla elección.

En la medida en que el para-sí no es, en que el individuo no puede identificarse con ninguna de sus posibilidades, una conciencia puede negarse a ser caracterizada de alguna manera. El desdoblamiento y la nihilización constante que constituyen el ser mismo de la conciencia le permiten así negarse a reconocerse a sí misma en la imagen que ella proyecta en el mundo. Las conductas de mala fe, como sabemos, son posibilitadas por la estructura misma de la conciencia. Las conductas que hemos mencionado en párrafos anteriores como conductas de escape frente a la propia realidad, son de mala fe. Buscar en una explicación determinista el origen de las propias decisiones, ocultarse bajo una imagen más placentera de sí mismo, o rechazar la identificación de la totalidad de su ser con una sóla de sus conductas , son formas diversas del sutil autoengaño que es la mala fe. La estructura misma de la conciencia, como hemos dicho, posibilita esta huída de la conciencia ante su original responsabilidad, y esto se hace aún más evidente en la tercera de las actitudes mencionadas. Si el individuo puede negarse a ver su ser reducido a una sóla de sus conductas, a ser definido en base a ella, es precisamente porque la conciencia es el ser que “es lo que no es y que no es lo que es”. La conciencia es nihilización constante de cada una de las posibilidades que va asumiendo, proyección continua hacia sus nuevas posibilidades. Así, nadie puede ser identificado definitivamente con ninguna de sus conductas o realizaciones al igual que podemos definitivamente señalar la forma o el peso de un objeto. Una conciencia no es a la manera de una cosa, de modo que no podemos decir de ella que es x, como afirmamos por ejemplo de una mesa que es cuadrada. Sin embargo, esta peculiar característica de la conciencia, de estar siempre ya más allá de lo que su pasado o su presente indican, no implica un desvanecimiento de la realidad de la conciencia y una ausencia de responsabilidad. Si bien la conciencia tiene un modo de ser “sui generis”, que le impide detenerse a identificarse con alguna de sus actitudes, ello no debe impedir la asunción de la responsabilidad por cada una de sus decisiones, atribuyéndoles, según este peculiar modo de ser la conciencia, su justo valor.

Porque hay también una forma de asumir la propia responsabilidad que es igualmente de mala fe. Consiste en la reivindicación orgullosa de la conducta en cuestión, aún si se asume, en los casos en que ello corresponda, dicha conducta como merecedora del desprecio y la reprobación de los demás. La mala fe reside en este caso en la pretensión de confundirse o identificarse con esta conducta, en el dejarse definir de una vez por todas por esta única posibilidad, hipotecando así la libertad.

Todas estas conductas se hayan representadas en la pieza a través de cada uno de los personajes, ya que todos adoptan posturas que tienen la mala fe como denominador común.

En cuanto al propósito que nos interesa, la obra está bien servida. Nos ofrece dos figuras femeninas fuertemente caracterizadas. Ninguna de las dos es una mujer ordinaria. Comencemos por Inés ya que es la primera que entra en escena. Desde su aparición se ve que es una personalidad fuerte, segura de sí misma y de lo que quiere. Ella representa precisamente esa última conducta de mala fe a la que nos acabamos de referir. Desde el principio enfrenta el hecho de que está en el “infierno” porque lo tiene bien merecido, y en ningún momento niega o encubre su falta como hacen los otros dos. Ella es la primera que propone la sinceridad absoluta entre ellos, que cada cual confiese su falta, a fin de saber por qué se encuentran juntos en esa habitación. Porque ya desde la entrada de Estelle y los primeros enfrentamientos entre los tres, Inés comienza a descubrir que el castigo no les vendrá de afuera, sino de ellos mismos, enjaulados en el Salón Segundo Imperio para toda la eternidad:

“Estelle.- En ese caso tiene usted perfecta razón: el azar es lo que nos ha reunido.

Inés.- El azar. Así que estos muebles están aquí por casualidad. Por casualidad el canapé de la derecha es verde espinaca y el de la izquierda bourdeaux. ¿Una casualidad no? Bueno, traten de cambiarlos de lugar y ya me dirán qué pasa? ¿Y la estatua es también una casualidad? ¿Y este calor? ¿Y este calor? (silencio). Les digo que lo han dispuesto todo. Hasta los menores detalles, con amor. Este cuarto nos esperaba.

Estelle.- ¿Pero cómo puede decir eso? Todo es tan feo aquí, tan duro, tan anguloso. Yo detestaba los ángulos.

Inés.- (Encogiéndose de hombros). ¿Cree usted que yo vivía en un Salón Segundo Imperio? (Una pausa).

Estelle.- Entonces, ¿toda está previsto?

Inés.- Todo. y estamos reunidos “.

Unas cuantas réplicas más adelante, Inés descubre y expresa claramente lo que hace de aquel cuarto un infierno para los tres:

“Garcin.- (Con la mano levantada). ¿Se callará usted?

Inés.- (Lo mira sin miedo, pero con una inmensa sorpresa). ¡Ah! (una pausa) ¡Espere! ¡He comprendido; ya sé por qué nos metieron juntos¡

Garcin.- Tenga cuidado con lo que va a decir.

Inés.- Ya verán qué tontería. ¡Una verdadera tontería! No hay tortura física, ¿Verdad? Y sin embargo estamos en el infierno. Y no ha de venir nadie. Nadie. Nos quedaremos hasta el fin solos y juntos. ¿No es así? En suma, alguien falta aquí: el verdugo.

Garcin.- (a media voz) Ya lo sé.

Inés.- Bueno, pues han hecho una economía de personal. Eso es todo. Los mismos clientes se ocupan del servicio, como en los restaurantes cooperativos.

Estelle.- ¿Qué quiere usted decir?

Inés.- El verdugo es cada uno de nosotros para los otros dos.

(Una pausa. Digieren la noticia)”.

Aquí está pues, en boca de Inés, la idea central de la pieza, lo que constituye su absoluta originalidad: nuestro infierno lo constituyen los demás, cuando nos juzgan y determinan a partir de la mirada. Sin embargo, si bien desde el principio es Inés la que descubre y acepta la realidad de la situación, Sartre utiliza más bien a Garcin, el único hombre de la pieza, para expresar, solamente al final, y como si acabase de descubrirlo, lo que ya Inés ha puesto antes claramente de manifiesto. Y así dice Garcin:

“Garcin.- La estatua... (La acaricia) ¡Pues bien! Este es el momento. La estatua está ahí, la contemplo y comprendo que estoy en el infierno. Os digo que todo estaba previsto, habían previsto que me quedaría delante de esta chimenea, oprimiendo el bronce con la mano, con todas esas miradas sobre mí. Todas esas miradas que me devoran... (Se vuelve bruscamente) ¡Ah! ¿No sois más que dos? Os creía mucho más numerosas. (Ríe) Así que éste es el infierno. Nunca lo hubiera creído... ¿Recordáis? el azufre, la hoguera, la parrilla... ¡Ah! Qué broma. No hay necesidad de parrillas; el infierno son los Demás.”

Así pues, Garcin, el cobarde, el que durante toda la pieza se ha mostrado más reacio a la lucidez, tratando de ocultar su falta primero, y tratando de explicarla después, buscando a través de Inés y de Estelle una imagen más halagadora de sí mismo, es quien nos deja finalmente la impresión de una claridad y una sinceridad para percibir la propia situación que ya se hallaban desde el primer momento en Inés. Pero como vemos, no es ella sino Garcin quien clausura magistralmente la pieza revelando el mecanismo que hace funcionar la maquinaria infernal. ¿Casualidad, o decisión sexista por parte de Sartre? El caso es que con esta decisión Sartre no se muestra coherente con el impulso que ha imprimido al personaje de Inés, que es en nuestra opinión la figura central de la pieza. Pero continuemos nuestro análisis de este personaje.

Como afirmamos anteriormente, desde el principio se ve que Inés es una mujer fuerte. Su lucidez se extiende a todo lo largo de la pieza. Desde el primer momento admite lo que considera su culpa, la razón de que esté en el infierno, y desde que Estelle hace su aparición y los primeros enfrentamientos se producen en el trío, señala claramente en qué consiste el castigo. Pero su lucidez no es total, ya que asume su condición de lesbiana como si fuese algo definitivo a lo cual debiese reducir toda su realidad. Y así dice cuando llega su turno de confesar:

“Inés.- Bueno, yo era lo que allá llaman una marimacho, mujer condenada. Condenada ya, verdad? Por eso no fue gran sorpresa”.

Aquí aparece claramente que siempre asumió su condición homosexual, pero que la asumió como algo censurable y rechazable, viéndose a través de los ojos de los demás. Hay pues en nuestra opinión dos fallas en la lucidez de Inés, y son esas fallas las que la hacen digna del infierno que nos pinta Sartre. La falta de Inés cabe en una sola frase: es la huida frente a la libertad y el abandono de la propia responsabilidad en manos de los otros. Así, Inés se acepta como lesbiana, pero esta condición, para ella, no es el resultado de una libre decisión entre muchas otras (ninguna de las cuales puede resumir definitivamente lo que ella “es”), sino una especie de característica patológica que la marca para siempre ante los demás, cuya condena y rechazo ella acepta. Esta forma de asumir su condición homosexual, a través de una libertad empastada y deliberadamente prisionera, sometida por ello al juicio de los otros, hace de Inés una mujer dura y cruel, implacable con ellos al igual que lo es consigo misma. Así, cuando relata detalladamente su caso, se define como mala, como alguien que requiere para vivir, la desgracia de los demás:

“Inés.- Se lo diré más adelante. Yo soy mala; quiere decir que necesito el sufrimiento de los demás para existir. Una antorcha. Una antorcha en los corazones. Cuando estoy completamente sola, me apago. Durante seis meses ardí en su corazón; lo abrasé todo. Ella se levantó una noche; fue a abrir la llave del gas sin que yo lo sospechara, y después volvió a costarse junto a mí. Así fue”.

De esta extrema maldad está hecha en buena medida la lucidez que vuelve hacia Garcin y Estelle al obligarlos a enfrentar la realidad. Ahora bien, toda la fuerza del personaje de Inés pierde un poco de su mérito al tratarse de una mujer cuyo estilo de vida es en principio rechazado por la mayor parte de los sistemas establecidos. Su fuerte personalidad y la solidez de su carácter parecen entonces ser, no las propias de una mujer, sino el producto de una anomalía sexual, que haría de ella, según el decir de algunos, una imitación de la figura masculina, una “marimacho”. No compartimos la opinión corriente sobre la homosexualidad (masculina o femenina), pero no es éste el lugar apropiado para abordar dicho tema. Creemos sin embargo que Inés sería una de las figuras femeninas más positivas del teatro sartreano, si no apareciese caracterizada como lesbiana. Habida cuenta de la mentalidad reinante con respecto a esta cuestión, dicha caracterización resta valor desde el punto de vista que nos interesa, a los rasgos positivos del personaje de Inés.

No hay en Inés ninguna evolución durante toda la pieza. Mantendrá siempre la misma posición lúcida hacia si misma y duramente inquisitiva para con los otros dos, obligándolos a develar sus faltas e impidiéndoles unirse contra ella. Los altibajos de su actuación dependerán únicamente de sus intentos por apoderarse del interés y del amor de Estelle. Para lograr esto adoptará una posición de conquista considerada como “masculina” y se mostrará protectora y dominante ante Estelle, igual que lo haría un macho. Y, al igual que hacen los hombres que consideran llevar las riendas del asunto, coloca si es preciso su esclavitud a los pies de Estelle. Todos los medios son buenos para atrapar a la “Pequeña” como ella primero y después también Garcin llaman a Estelle, y al no poder tenerla para sí la apartará de Garcin, y les impedirá a ambos encerrase en una dualidad autocomplaciente a través de la cual se justificarían mutuamente.

La fuerza de Inés y su lucidez se ponen también de manifiesto en su rechazo de las ofertas de ayuda por parte de Garcin. Así, cuando ella busca ganarse a Estelle, o cuando se alía momentáneamente con Garcin para enfrentarse a ella, no se trata para Inés de buscar refugio y apoyo ante una verdad que no quiere aceptar, sino simplemente de poner todo en práctica para conquistar a Estelle. Su lógica interna es diferente de la de los otros dos personajes. Habiendo aceptado siempre su condición homosexual (aunque de mala fe como hemos señalado) y rompiendo sin ayuda de nadie sus amarras con la tierra, es decir aceptando desde el primer momento su ser en el infierno , lo único que queda para ella, es la repetición inagotable de la realidad en la que se ha fijado. Sólo tendrá pues para ella sentido la conquista de Estelle y la eliminación del estorbo que supone Garcin, haciendo que Estelle lo vea “a través de sus ojos”. Ella será la que, persiguiendo a los otros en cada una de las ilusiones en que pretenden refugiarse, va a obligarlos a reconocerse como lo que son: una infanticida y un cobarde. Todo esto nos lleva a pensar, que aquí no es solamente la estructura del trío lo que impide la constitución de relaciones binarias engañosas a través de las cuales cada uno podría lograr justificarse, sino la realidad de Inés, cuyo carácter, tal como se ve en la pieza, le impediría llevar a cabo una relación binaria y autojustificante durable. Sin embargo hay que reconocer que la relación binaria es la que más favorablemente se presta a las facilidades de la mutua complacencia y justificación. En este sentido debe apreciarse la elección de la estructura ternaria por parte de Sartre. A tres, el engaño resulta prácticamente imposible.

Analicemos a continuación el personaje de Estelle. Es la última en entrar en escena, y al igual que en el caso de Inés, desde el primer momento revela su carácter débil y dependiente, así como el de la otra es fuerte y dominante. Estelle es la típica mujer tradicional burguesa, acostumbrada a ser objeto poseído entre otros objetos, extremadamente vulnerable y sensible a los halagos y cumplidos. Otro rasgo notorio de Inés, que no hemos señalado antes, y que al igual que su lesbianismo la diferencia de Estelle, es su condición social. Inés era empleada de correos, mujer acostumbrada a ganarse la vida, a tomar independientemente sus decisiones. Estelle en cambio ha sido siempre mantenida, sintiéndose, como mujer joven y hermosa, con derecho a toda clase de consideraciones. Desde el momento de su entrada, hasta que por fin caen las máscaras, encuentra absolutamente natural que los otros la consideren de forma especial, que por ejemplo le ofrezcan sus canapés, con el objeto de encontrar aquel que combinará mejor con su vestido. Y así vemos aparecer su gran preocupación por su apariencia física. Como mujer-objeto y destinada a lucir que es, considera en cierta forma los objetos que la rodean como una prolongación de sí misma, (y por ello le preocupa que “combinen” bien con ella), o bien no se ve ella en realidad sino como una prolongación de los objetos. Como las gentes de su clase es hipócrita, y vive de falsedades y apariencias. Así, se ofende del lenguaje crudo pero realista de Garcin cuando éste se refiere a su muerte.

“Estelle.- ¡Oh, estimado señor, si por lo menos consintiera usted en no usar palabras tan crueles! Es... , es chocante. Y al fin, ¿qué quiere decir ésto? Quizá nunca hemos estado tan vivos. si no hay más remedio que nombrar este... estado de cosas, propongo que nos llamemos ausentes, será más correcto. ¿Hace mucho que está usted ausente?”.

Prefiere encubrir las duras verdades con una neblina de bellas palabras, y hasta el momento en que es obligada por Inés y Garcin a confesar su falta, persiste en respetar las convenciones de su sociedad. Pide a Garcin no sólo un lenguaje falso y suavizador de la verdad, sino que le exige conservar su saco puesto a pesar del calor, pues “no soporta los hombres en mangas de camisa”.

La posición de Estelle es totalmente de mala fe. Como los otros personajes de la obra, su libertad está empastada y fijada, ha asumido la mirada de los demás y no es más que un puro objeto, sumisa y dependiente de los cambios que esa mirada puede introducir en su imagen. Es el para-otro por excelencia: en tanto que se vive a sí misma a través de la imagen que le proporcionan los demás, y en tanto que mujer, y más aún mujer burguesa, destinada por la sociedad a ser objeto de lujo, manifestación exterior entre otras del status social de su marido. Su relación obsesiva con los espejos, su necesidad de verse constantemente “reflejada” atestigua de lo que estamos diciendo. Estelle se capta desde fuera, es como la ven los demás, su subjetividad, su libertad, no cuentan, su conciencia se halla perdida en las cosas y en los otros. Al aceptar el pacto de silencio propuesto por Garcin, pide al menos un espejo, si ha de quedarse sola. Y es que no puede estar a solas consigo misma sin “verse” desde el exterior, sin captar su reflejo devuelto como otro por el espejo:

“Inés.- ¿Qué le pasa?

Estelle.- (Vuelve a abrir los ojos y sonríe). Me siento rara. (Se palpa). ¿A usted no le hace ese efecto? Cuando no me veo, es inútil que me palpe; me pregunto si existo de verdad.

Inés.- Tiene usted suerte. Yo me siento siempre desde el interior.

Estelle.- Ah, si, desde el interior... Todo lo que sucede en las cabezas es tan vago, me hace dormir. (Una pausa). Hay seis grandes espejos en mi dormitorio. Los veo. Los veo. Pero ellos no me ven. Reflejan el confidente, la alfombra, la ventana...

Qué vacío un espejo donde no estoy. Al hablar, me las arreglaba para que hubiera uno donde pudiera mirarme. Hablaba, me veía hablando. me veía como los demás me veían, así me mantenía despierta. (Con desesperación) ¡El rouge! Estoy segura de que me lo puse torcido. Pero no puedo quedarme sin espejo toda la eternidad”.

Estelle pues, es una subjetividad que se ha entregado, una libertad que se niega a ejercerse y a asumirse en lo que es para sí. Y a partir de ello, vive su situación de mala fe. Si la falta de Inés reside en asumir su homosexualidad como una definición absoluta de su realidad, aceptando además la censura y rechazo de la sociedad, la mala fe de Estelle consistirá no solamente en privilegiar su ser-para-otro sobre su libertad, sino en el intento de utilizar a los otros para conseguir de sí una imagen más aceptable que la realidad. Así, no es sino con mucha dificultad que Garcin e Inés logran arrancarle la confesión según la cual aparecerá como fría infanticida de su propia hija y causante del suicidio de su amante. Hasta ese momento, Estelle juega a ser la gentil burguesa elegante y delicada, amada de sus amigos y envidiada por las otras mujeres. Hasta entonces se mantiene en una posición de superioridad, algo alejada de Inés y Garcin, acentuando su pertenencia a una clase privilegiada. Después, caída su máscara, se mostrará tal cual es, conquistadora y sensual, necesitada constantemente del apoyo que supone el deseo carnal del hombre. Y así, la estructura de su mala fe quedará completamente al descubierto.

Estelle es un ser-para-otro, como ya hemos dicho, pero en ella este ser para otro es vivido como ser-para-un hombre, como dependencia total con respecto a la mirada masculina.

Para Estelle lo único que cuenta es ser apreciada, aprobada, deseada, por un hombre. Es lo único importante para ella, puro ser volcado hacia su ser afuera, cosa más entre las cosas:

“Garcin.- (retrocede un paso y dice a Estelle señalando a Inés). Diríjase a ella.

Estelle.- (Lo agarra) ¡No se vaya! ¿Es usted un hombre? Entonces míreme, no aparte los ojos; ¿es algo tan penoso? Tengo cabellos de oro, y después de todo, alguien se ha matado por mí. se lo suplico, usted no tiene más remedio que mirar algo. Si no es a mí será la estatua, la mesa o los canapés. Al fin de cuentas yo soy más agradable de ver. Escucha: caí de sus corazones como un pajarito cae del nido. Recógeme, llévame en tu corazón, ya verás qué amable seré.”

Lo que aquí nos pinta Sartre a través de Estelle, forma parte de la realidad cotidiana de la mayoría de las mujeres, (aunque no necesariamente en ese grado extremo), condicionadas, sea cual sea su clase, a depender estrechamente de la aprobación y del apoyo masculino. En el caso de Estelle, que por sus indicaciones pertenece a la alta burguesía, clase en la cual la mujer es fundamentalmente un objeto decorativo (además de su función procreadora), esta necesidad de una mirada masculina justificadora es llevada a su extremo límite.

A diferencia de la inexorable lucidez que demuestra Inés, Estelle (al igual que Garcin) hace todo lo posible por no enfrentarse a la verdad. Desde el principio como hemos visto, propone un vocabulario que trata de encubrir, suavizándola, la realidad de la muerte y del infierno. Al igual que los demás (en eso coinciden los tres personajes) sigue profundamente interesada con respecto a lo que sucede en la tierra, entre los que acaba de abandonar. Sin embargo hay aquí otra vez una diferencia radical entre Inés y los otros. Ella manifiesta más desinterés con respecto a lo que queda atrás, y cuando pierde contacto con la tierra, se vuelve de nuevo dura y sin pedir ayuda, a lo que ocurre entre ellos, en el infierno. Es más, precisamente en ese momento rechaza la proposición de ayuda que le hace Garcin. Este en cambio, al igual que Estelle, una vez perdida la referencia al mundo de los vivos que lo juzgan, buscará ayuda en los otros que le rodean. Garcin se volverá a Inés y a Estelle tratando de probar que no es un cobarde, tratando de que al menos una mirada ajena confirme la imagen de sí mismo que él ha fabricado para justificarse. Estelle por su parte, incapaz de enfrentarse sola a su realidad, buscará en Garcin el apoyo de una mirada complaciente y protectora:

“Estelle.- (...) Lo daría todo en el mundo por volver a la tierra un instante, un sólo instante, y bailar (Baila; una pausa). Ya no oigo bien. Han apagado las lámparas como para un tango; ¿por qué tocan con sordina?

¡Más fuerte! ¡Qué lejos está! Ya... Ya no oigo absolutamente nada. (Deja de bailar). Nunca más. La tierra me ha abandonado. Garcin, mírame, tómame en tus brazos.”

Hasta aquí nuestro análisis de las figuras femeninas de Huis-Clos. A través de ellas hemos podido apreciar cómo la estructura fundamental de la pieza está constituida por la mala fe aplicada al caso concreto de las relaciones humanas. Tal como nos las presenta Sartre en El Ser y la Nada, las relaciones intersubjetivas son siempre conflictivas y acaban signadas por el fracaso. Pero, como hemos mostrado en otro trabajo, la descripción de Sartre, refiriéndose a lo que ocurre cotidia- namente en las relaciones humanas, no por ello cierra la puerta a otras posibilidades. Las relaciones entre los seres humanos acaban en el fracaso, son un infierno, cuando son vividas a través de la mala fe, cuando el existente, renunciando a su libertad, se experimenta a sí mismo mediante la mirada ajena. Sólo siendo de mala fe puede el individuo pretender encontrar en el otro una justificación y una explicación a una existencia injustificable y arbitraria, sólo por la mala fe podemos privilegiar la imagen que los demás tienen de nosotros mismos y trabajar en la manipulación del otro para llevarlo a darnos una imagen más satisfactoria y agradable de lo que pretendemos “ser”. Cuando Sartre sitúa a sus personajes en el infierno y nos dice: “el infierno son los Otros” , hay que tomar todo esto en forma alegórica, es la descripción de una existencia cuya libertad se ha fijado, no se ejerce, una libertad que se ha entregado al prójimo, privilegiando su dimensión para-otro sobre su dimensión ( de ser un ) para-sí. En tales condiciones el individuo está “como muerto”, haga lo que haga ya nada cambia en él, el juicio ajeno ha definitivamente dictaminado lo que él es, y por más que luche, ninguna transformación vendrá a darse a menos que la libertad se asuma y realice nuevos actos. Y aún en tal caso, no es a través del juicio de los otros (siempre necesariamente sin relación profunda con la realidad del para-si) como debe vivirse la propia realidad, sino a partir de la subjetividad propia asumida sin excusas ni justificaciones. En todo otro caso, los otros serán nuestros “infiernos”, y las relaciones con ellos conducirán obligato- riamente al fracaso.

Tendríamos que hacer referencia ahora a las manifestaciones, en esta pieza, de lo que hemos llamado el “sexismo ordinario”. Como es de rigor, dada la mentalidad dominante, la obra no carece de ellas.

A través de la figura de Garcin, y de su mujer que él evoca, se hace presente la tradicional contraposición entre el hombre fuerte, duro, viril, frío, con una sexualidad arrolladora, incontrolable y siempre dispuesta a entrar en acción, y la mujer pasiva, sumisa, sacrificada, sin deseos o que no los manifiesta, sólo buscando el cariño de su hombre o esperando por él. El clásico machismo criollo aparece bastante bien representado en Garcin, quien además es ubicado como procedente de Río, donde su vida se había desenvuelto. Garcin es el típico macho brutal, cínico y sádico, que no contento con oprimir a su mujer en el hogar y con su falta de amor, lleva su escarnio y sus ofensas hasta el extremo de instalar a otra mujer, una mulata, en su casa, sin importarle los sufrimientos de su esposa, quien lleva su rol de víctima hasta los límites de lo tolerable.

La elección de una mulata como personaje que representa a la “otra mujer” no es neutra: de acuerdo con el relato, donde Garcin da a entender las noches de pasión que disfrutaron juntos, lo que además de ésto se transmite es un mensaje subyacente: la idea corriente de que las gentes (hombres y mujeres) de color son más ardientes, más apasionadas, porque están más cerca de la animalidad. Esta idea, que aquí no es sólo sexista sino racista, corresponde muy bien a la mentalidad del dominador, que mientras se caracteriza a sí mismo como poseedor de los dones más humanos: razón, pensamiento, libertad, le es grato suponer al oprimido como necesariamente inferior, dado que, en la escala hacia lo humano se halla más cerca de la espontaneidad natural y del primitivismo pasional de los animales y de los niños.

Volviendo al aspecto que nos interesa, la mujer de Garcin es la típica mujer abnegada y sacrificada hasta la renuncia total de sí. Como lo señala el mismo Garcin, es una mujer con vocación de mártir, nacida para ser víctima y que exacerba el carácter sádico de su marido debido a esa sensibilidad extrema puesta a su servicio. Garcin disfrutaba haciéndola sufrir. Lo que aquí aparece claramente manifiesto es la idea corriente, avalada por cierta “ciencia” psicológica, que pretende a la mujer fundamentalmente masoquista, haciendo pareja con un hombre básicamente sádico. Ni el uno ni el otro serían culpables, ya que es la “naturaleza” la que los ha dotado así.

Garcin aparece también como el típico macho que, en su trato con las mujeres puede ser muy respetuoso y gentil, pero que siempre sabe cuándo llega el momento de ponerlas en su lugar y tratarlas como “se merecen”, llegando a apelar a la brutalidad física contra ellas si fuese necesario. En diferentes momentos de la pieza Garcin amenaza físicamente a Inés:

“Garcin.- (Rechazándola violentamente). Vamos: no soy un aristócrata, no me asustaría zurrar a una mujer.”

Y después de haber demostrado hacia Estelle su “caballerosidad” y galantería, se manifiesta tal como es bajo la presión de la lucidez de Inés:

“Garcin.- ¡Bah! Pongámonos cómodos. Me gustaban mucho las mujeres, ¿sabes? Y ellas me querían mucho. Así que ponte cómoda, ya no tenemos nada más que perder. Cortesía, ¿para qué? Ceremonias, ¿para qué? ¡Entre nosotros! Dentro de un rato estaremos desnudos como gusanos”.

En el trato de Garcin hacia Estelle una vez que van cayendo las máscaras se nota también la típica dualidad masculina; excesivo respeto y delicadeza para con la mujer conceptualizada como “honesta” y “decente”, y brutalidad de trato y de lenguaje para con la mujer que desde algún punto de vista se ha salido de los límites socialmente aceptables para ella.

La virilidad de Garcin, por otra parte, no se manifiesta solamente a través de sus hazañas sexuales y su trato con las mujeres, sino además a través de la idea de valentía. Todo hombre, si ha de ser considerado como tal, debe probar constantemente su valor, demostrar que no es un cobarde, que no teme ni retrocede ante nada. Por eso la mayor y única preocupación de Garcin en la pieza es la de demostrar que no ha sido un cobarde, que huía de su país debido a sus convicciones pacifistas y no por miedo a la muerte.

En el trato de Garcin hacia Estelle una vez que van cayendo las máscaras se nota también la típica dualidad masculina; excesivo respeto y delicadeza para con la mujer conceptualizada como “honesta” y “decente”, y brutalidad de trato y de lenguaje para con la mujer que desde algún punto de vista se ha salido de los límites socialmente aceptables para ella.

La virilidad de Garcin, por otra parte, no se manifiesta solamente a través de sus hazañas sexuales y su trato con las mujeres, sino además a través de la idea de valentía. Todo hombre, si ha de ser considerado como tal, debe probar constantemente su valor, demostrar que no es un cobarde, que no le teme ni retrocede ante nada. Por eso la mayor y única preocupación de Garcin en la pieza es la de demostrar que no ha sido un cobarde, que huía de su país debido a sus convicciones pacifistas y no por miedo a la muerte.

No nos oponemos a la apreciación de la valentía como un valor, pero rechazamos su consideración como tal, a priori, fuera de la circunstancias individuales concretas, que sólo al individuo le es dado apreciar, y nos oponemos aquí especialmente a que se haga de la valentía una cuestión del sexo, de tal modo que sólo para un hombre sería deshonroso ser cobarde. A la mujer, que según esta mentalidad no está llamada a grandes hazañas, se le permite a su placer ser temerosa y pusilánime.

Más que permitírselo se la educa para ello. El hecho de que a pesar del peso de los condicionamientos, a lo largo de la Historia numerosas mujeres hayan desmentido esta ideología con sus acciones, no afecta en nada las estructuras de la mentalidad ordinaria. Cuando se acepta reflexionar sobre esto, se evade el problema hablando de excepciones o de anormalidad.

Garcin, por último, se refiere a la “habladuría” femenina. “Los hombres saben callar” , dice, si me hubiesen alojado con hombres, todo sería más fácil. El hombre, según la opinión corriente, supuestamente dotado de gran control de sí mismo, se guía sobre todo por su razón y no se expande en palabrerías inútiles. La mujer en cambio, emocional, débil psicológicamente y difícilmente controlable, habla siempre más de la cuenta, sin ton ni son, incapaz de guardar sus ideas o sus sentimientos para sí. De este modo, el estereotipo: mujer charlatana -hombre comedido hace su aparición en la pieza. No es nuestro objetivo responder aquí a esta idea común y falsa sobre la mujer, pero podemos señalar algunos ejes de reflexión (que pueden aplicarse a casos similares de “ideas comunes” sobre la mujer). Además del desmentido que muchas veces da la propia experiencia, sería bueno analizar las razones sociológicas y educativas que conducen a cada sexo a parecerse a veces al estereotipo. Por último es preciso señalar que la posición ideal no se encuentra en ninguno de los dos extremos, sino en su justo término medio.

A través de Estelle aparecen otra serie de “lugares comunes” sobre la mujer. La “coquetería” y vanidad “típicamente” femeninas quedan bien representadas en ella. Una de sus grandes preocupaciones en el infierno es la ausencia de espejos, no sólo por la razón que ya analizamos anteriormente, sino porque sin ellos no puede arreglarse correctamente y saber si se ha colocado bien la pintura de los labios.

Por otra parte, y tal como hemos señalado antes, Estelle es objeto por excelencia, se ve a sí misma tal como la ven los demás, y requiere constantemente del apoyo masculino. Así aparece en la pieza la idea según la cual la mujer necesita siempre del sostén y de la protección del hombre, el cual debe ser duro y fuerte, es decir viril según los cánones reinantes. Dadas las características del personaje de Estelle, esta dependencia del hombre tiene sobre todo una clara connotación sexual, aspecto que la mentalidad corriente acoge también. Así, aunque este elemento resulta contradictorio con otros elementos de la imagen de la mujer , se nos presenta una mujer dependiente del apoyo masculino y sexualmente insaciable, por lo cual requiere siempre de “todo un hombre” a su lado. Todo esto se pone de manifiesto en las siguientes réplicas:

“Estelle.- Me burlaba de tí. Me gustan los hombres, Garcin, los hombres de verdad, de piel ruda, de manos fuertes. No tienes mentón de cobarde, no tienes la boca de un cobarde, no tienes la voz de un cobarde, tu pelo no es el de un cobarde. Y por tu boca, por tu voz, por tu pelo, es por lo que te quiero”.

“Inés.- ¡Pero sí, sí! Confía en ella. Necesita un hombre, puedes creerlo, un brazo de hombre alrededor de su talle, un olor de hombre, un deseo de hombre en ojos de hombre. En cuanto a lo demás... ¡Ah! Te diría que eres Dios Padre si eso pudiera agradarte”.

A través de Estelle aparece también la idea de que en la sexualidad, la mujer “se entrega” al hombre, quien a su vez “la toma”. Esto se deriva lógicamente de la idea según la cual al lado del dinamismo y la agresividad masculinas, la mujer es pasiva y a la espera de la acción del hombre sobre ella. En el límite, la mujer puede “sugerir” o “provocar” la acción masculina, que es precisamente lo que hace Estelle.

Cuando Inés y Garcin tratan de hacer confesar a Estelle, Garcin dice:

“Garcin.- Y además, tenías que cuidar tu reputación. Un día fue, te suplicó y tú te reíste”.

Allí se pone de manifiesto la estructura de la doble moral sobre la cual están construidas nuestras sociedades. Mientras la mujer tiene una “reputación”, un “buen nombre” que mantener desde el punto de vista de su conducta sexual, el hombre puede permitirse toda clase de aventuras y devaneos sin que su “buen nombre” se vea afectado. Al contrario, su “virilidad” ante los demás gana con ello. Y cuando forma parte de círculos donde la moral es más exigente, basta que mantenga sus escapadas dentro de los límites de la discreción. La comprensión de los demás hacia sus “masculinas necesidades” hace el resto.

Durante este mismo interrogatorio hecho por Garcin e Inés a Estelle, ésta señala que su amante “quería hacerle un hijo”. A través de esta expresión corriente, vemos surgir el viejo sueño masculino (aceptado como realidad durante muchos siglos) de una responsabilidad exclusivamente paterna en la concepción del niño, siendo la mujer vista solamente como receptora.

Por último, vemos aparecer la estructura de autoinsulto y autodenigración por parte de la mujer. Estelle, al sentirse reemplazada por Olga en la vida del joven Pierre, lo insulta diciendo:

“Estelle.- (...) Guárdatelo ahora. No te disputaré sus largas pestañas ni su aire de mujer”.

Con lo cual aparece claro que el tener “aire de mujer” (lo imaginamos delicado y demasiado hermoso) es ofensivo para el hombre. Lo que se desvaloriza aquí es el aspecto “femenino”. Un “verdadero hombre” ha de ser, como vimos, rudo y tosco, de belleza desigual y brutal.

En cuanto a Inés, en dos ocasiones insulta a la mujer. En el primer caso ataca a Estelle que comienza a lograr que Garcin le preste atención:

“Inés.- (lanzando una carcajada). ¡Ah, perra! ¡Al suelo! ¡Al suelo! ¡Y ni siquiera es guapo!”.

Además del insulto de Inés contra Estelle, de su mismo sexo, lo que aquí se pone de manifiesto es la idea común según la cual, una mujer que manifieste (aún en la forma más velada) sus deseos de tipo sexual, no es una mujer decente y merece la reprobación y el desprecio. Y son muchas veces las propias mujeres las que se hacen ejecutoras, con su comportamiento o insultos, del “castigo” que merecen aquellas que se han atrevido a romper con el molde que la sociedad había establecido para ellas.

Inés vuelve a insultar a la mujer casi al final de la pieza, al agredir a Garcin por su falta de lucidez:

“Inés.- ¡Ah! ¡Cobarde! ¡Anda! Anda a que te consuelen las mujeres”.

Ser consolado por las mujeres implica para el hombre una caída, una especie de descenso fuera del nivel que le corresponde. No es sólo la indignidad de ser cobarde lo que aquí se pone de manifiesto, sino la degradación que implica el buscar refugio en el mundo femenino, supuestamente, mundo de la pasividad y de la inmanencia.

A través de esta estructura del autoinsulto y la autodenigración se manifiesta precisamente uno de los pilares sobre los cuales se asienta toda situación de opresión: la alienación que implica el verse con los ojos del otro, en este caso del opresor. El oprimido pone muchas veces en sus semejantes, mucho más rigor y más odio despectivo, que los empleados en su contra por quien se encuentra en la posición dominante.

Conclusiones

A lo largo de nuestros análisis sobre los personajes femeninos de A Puerta Cerrada hemos podido desentrañar de una manera que consideramos ejemplar, el sexismo que se haya difuso a todo lo largo del teatro sartreano. Hemos visto, a través del tratamiento proporcionado a los personajes femeninos y de las opiniones puestas en boca de los personajes, (tanto masculinos como feme- ninos), cómo Sartre se hace eco de las formas más convencionales e incluso retrogradas de la ideología sobre la mujer. Todo esto puede parecernos sorprendente de la parte de un autor que no sólo defendía abiertamente al feminismo en sus últimos años, sino que fue el compañero de siempre de quien dio al feminismo actual una de sus obras fundamentales. Nos referimos evidentemente a Simone de Beauvoir y al Segundo Sexo. ¿Cómo puede explicarse esto? Es evidente que, al igual que ocurre con Beauvoir, la posición feminista de Sartre no se radicaliza sino en el transcurso de los años setenta. La obra que hemos analizado fue escrita en 1944. Esto explicaría la ideología sexista que se transparenta a través de una obra previa al tiempo de su radicalización. Sin embargo, El Segundo Sexo, aunque publicado en 1949, fue escrito a partir de 1946, y según cuenta Simone de Beauvoir en su autobiografía, Sartre la alentó a hacerlo y a profundizar su decisión inicial. Aunque A Puerta Cerrada fue escrita en 1944, es decir, dos años antes del inicio de la redacción de El Segundo Sexo, es fácil deducir, conociendo bien la vida y la obra de Sartre, que su opinión sobre la situación de la mujer ya debía estar formada en 1944 y seguramente mucho antes. Nos parece entonces posible asegurar que toda la temática de desenmascaramiento de la ideología tradicional sobre la mujer y lo arbitrario de la dominación masculina, le era bien conocida. Las tesis fundamental de El segundo Sexo es que la posición de subordinación que sufre la mujer no es una consecuencia natural, sino un producto cultural, por tanto, no solamente injusto y arbitrario, sino susceptible de cambio y revolución.

A partir de todo ello, no queda más que interrogarnos de nuevo: ¿Cómo explicar la posición de Sartre con respecto al problema de la mujer?. Pareciera haber en él una ambigüedad, y de hecho la hay. Si bien de su relación con Simone de Beauvoir, y concretamente de su rol en la elaboración de El Segundo Sexo parece deducirse desde el primer momento una posición favorable en lo que respecta a la problemática de la condición femenina, el examen del conjunto de su obra, y específicamente de la obra que acabamos de analizar, nos revela no solamente una posición sexista (ordinaria o no), sino lo que podríamos llamar un sexismo ontológico que tendría consecuencias más graves. En efecto, como ya hemos señalado anteriormente , ciertas afirmaciones de Sartre en El Ser y la Nada tienden a consagrar a nivel ontológico ciertos comportamientos de los sexos que no son más que el producto caprichoso de la educación y el condicionamiento.

Frente al problema de la mujer, tanto en la teoría, como en su conducta cotidiana con las mujeres, Sartre fue pues, a lo largo de su obra, y casi toda la vida, ambiguo. Si bien animó e hizo sugestiones a S. de Beauvoir para la elaboración de El Segundo Sexo, y de su convivencia con ella puede deducirse un conocimiento del problema de la condición femenina, toda su obra muestra lo contrario. Una posición tradicional más fácilmente explicable en otras circunstancias. En cuanto a su cotidianidad, Sartre no sale mejor parado. Excepto en su relación con S. de Beauvoir, en todos los demás casos se manifiesta tan machista y sexista como el común de los hombres. Es lo que revela en su diálogo con S. de Beauvoir en la revista L ´Arc y lo que, sin darse cuenta deja ver bastante claramente, en las entrevistas que, sobre su relación con las mujeres, concedió al Nouvel Observateur en 1977. Y es que, como ya hemos señalado en otras circunstancias, no se abandonan tan fácilmente los condicionamientos recibidos desde la infancia y la posición privilegiada que nuestra cultura patriarcal otorga a la gente masculina. En sus últimos años Sartre hizo un gran esfuerzo en este sentido, siguiendo a S. de Beauvoir en su radicalización, pero en lo que concierne al grueso de su obra, puede decirse que fue un poco tarde.

Nuestros análisis nos han permitido apreciar igualmente cómo la ideología sexista toma cuerpo en una obra de la categoría de la de Sartre. Por siglos, los hombres han construido este mundo a su antojo, a expensas de la mujer y de todo lo que ella puede llegar a ser. La cultura en la que vivimos es masculina, hecha por los hombres y para los hombres, y en ella la participación de la mujer ha sido siempre marginal y sujeta a su sometimiento y aceptación de los patrones masculinos.

Las obras literarias y filosóficas entre otras, son por lo general una clara expresión de lo que acabamos de decir. Y como el presente trabajo lo señala, la obra de Sartre, que desde muchos puntos de vista no parecía sospechosa de conservatismo, se muestra a este respecto absolutamente convencional y se constituye en un ilustrativo ejemplo de sexismo. Durante siglos, las mujeres se han sometido a este estado de cosas, tratando de desarrollarse en un mundo que no está hecho para ellas y que las rechaza hacia las posiciones marginales y subordinadas. En el campo concreto de las artes y de las letras, es muy raro encontrar una obra que no sea deudora de la utilización de la figura femenina, por lo general de una forma peyorativa, burlona y objetivante. La imagen que a través de estos medios de expresión la mujer recibe de sí, es totalmente negativa, discriminante, alienada. Es en esta imagen distorsionada y falsa, pero que se ofrece como la única verdadera, que se le exige a la mujer que se reconozca. Hasta ahora, la mayoría de las mujeres, incluso las que están mejor preparadas, han aceptado este estado de cosas sin reaccionar. Apenas las feministas actuales han comenzado a hacerlo a partir de los años sesenta, pero el esfuerzo de la lucha es tan exigente y el peso de la ideología tan constriñente que la mayor parte de las mujeres aceptan, a veces resignándose a lo que consideran inevitable, una situación que las humilla y anula.

Se habla en ocasiones, burlona o críticamente de una guerra de los sexos que por lo general se quiere considerar como inexistente o como una figura metafórica. A veces se acusa a las feministas de provocar esa supuesta guerra que de otra forma no existiría. Sin embargo, por rudo o impropio que pueda parecer el término, creemos que dicha guerra es algo muy real, algo que constituye la experiencia cotidiana de todas las mujeres, de una u otra manera. Dada la forma prejuiciadamente sentimental en que pretende concebirse siempre las relaciones entre los sexos, resulta muy difícil y hasta criticado, el hacer de estas relaciones un análisis objetivo y frío que ponga de relieve las situaciones de enfrentamiento, de dominación y de poder, a través de las cuales normalmente se las vive. Este es uno de los objetivos que las feministas actuales se han propuesto, y ello les ha valido precisamente la acusación de promover o crear esa guerra de los sexos supuestamente inexistente. Y es que resulta mucho más cómodo y fácil “sacralizar” o mitificar las relaciones entre los sexos y cubrirse los ojos ante la realidad. Hay que ser sin embargo muy inconsciente o de muy mala fe para negarse a ver la violencia constante, abierta o velada, a través de la cual se han vivido siempre las relaciones entre la gente femenina y la gente masculina.

Y una forma muy cruda, aunque a veces toma aspectos muy sutiles, de esa violencia, es precisamente la utilización de la figura femenina en la literatura, y la imagen inferiorizante y deformada que a través de la palabra escrita se nos transmite de la mujer. Mediante este trabajo, como hemos dicho, hemos querido desenmascarar ese tipo de violencia, que por ideológica no deja de ser, como cualquier otra, brutal y nefasta.

A través de todo el trabajo hemos tratado de determinar también el grado de positividad que la figura femenina posee en A Puerta Cerrada. Puesto que hemos de englobar en una conclusión lo que hemos desentrañado a lo largo de los análisis de la obra en cuestión, debemos decir que nuestro juicio definitivo es francamente adverso. No hemos encontrado aquí ninguna figura femenina que pueda señalarse como plenamente positiva o presentarse como paradigma de lo que la mujer realmente es y puede llegar a ser. Todas las figuras femeninas están signadas por la debilidad, el sentimentalismo, la subordinación, en una palabra, la dependencia que de ordinario se considera el lote de la mujer frente al macho.

Nuestro juicio definitivo acerca de la forma como Sartre maneja la figura femenina, es pues, finalmente negativo. Se nos podría decir sin embargo, que Sartre no ha hecho más que pintar a las mujeres tal como son en la realidad. De habernos ofrecido personajes ideales, adaptados a un cierto deber ser, el carácter artístico de la obra habría sufrido, ya que la obra de arte no tiene como finalidad transmitir tesis o mensajes sino que es en sí misma un fin. Un autor de teatro, novelas o cuentos no puede, sin afectar el valor de su obra, presentar personajes paradigmáticos, que se ofrecerían como modelos pero que no se encontrarían nunca en la realidad. La obra se convertiría entonces en una especie de catecismo y el arte habría quedado muy lejos.

No es esto sin embargo lo que nosotros exigimos al criticar a Sartre. Cuando juzgamos la positividad de su obra lo hacemos a partir del grado de sexismo que en ella se refleja. No pretendemos que nos ofrezca figuras de mujer paradigmáticas, en correspondencia con un cierto deber ser liberador, figuras que en todo caso, dados los condicionamientos existentes y los desequilibrios de poder, serían en la actualidad difícilmente reales o aparecerían como casos excepcionales. La obra gana en fuerza y valor cuando se ajusta a la realidad y nos presenta situaciones en las que podemos reconocernos.

Sin embargo, hay una gran distancia entre ese “realismo” del que hablamos y la sistemática desvalorización de la figura femenina que se encuentra en la mayor parte de las obras literarias, y en este caso, concretamente, en la de Sartre. Para hacer verosímiles los personajes de mujer, no es necesario empeñarse en esa forma en presentarlos como seres dependientes y subordinados, o en todo caso de tan poco relieve. Sin forzar las situaciones ni alterar la trama de la obra, muchos de los personajes femeninos, como por ejemplo aquí Inés, sin perder nada de su veracidad y de su fuerza, podrían haber conservado hasta el final su desarrollo positivo.

Para concluir, queremos insistir en la actualidad y la necesidad de análisis de esta naturaleza, que desenmascaran la carga ideológica, que, con respecto al problema de la situación de la mujer, contienen la mayor parte de las obras escritas de toda índole. Hemos de luchar para cambiar esta imagen deformada y denigrante que se nos ofrece de la mujer. Y aunque es cierto que, en algunos casos la mujer parece corresponder a esta imagen o identificarse con ella, esto no es más que el producto de largos siglos de resignada sumisión, situación contra la cual las nuevas mujeres se debaten mediante duras luchas. Es preciso no solamente que develemos las formas ideológicas deformantes en lo que concierne a la realidad femenina, sino que procuremos proyectar una imagen más auténtica de la mujer, una imagen que no sea deudora de la naturaleza, sino que muestre los efectos de la cultura patriarcal sobre la realidad de las mujeres y las luchas de éstas por emerger, con una identidad propia, en medio de un mundo más libre, más humano, en el cual los privilegios de toda índole, y concretamente los debidos al sexo, hayan desaparecido.

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