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Critica Carbonelli Vs Ferragoli

zyntya5 de Febrero de 2013

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Luigi Ferrajoli: teórico del derecho y de la democracia

Miguel Carbonell

Sep 27, 2012 - 10:05:57 PM

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Luigi Ferrajoli:

teórico del derecho y de la democracia.

Miguel Carbonell.

IIJ-UNAM.

Hay dos momentos que podríamos calificar como estelares, culminantes, en la carrera científica de Luigi Ferrajoli. El primero se produce en 1989, cuando aparece la primera edición italiana de su celebrado libro Derecho y razón. Teoría del garantismo penal[1]; el segundo momento se ubica a finales del 2007, cuando aparece también en Italia su monumental trabajo Principia Iuris. Teoría del diritto e della democrazia[2]. En los casi veinte años que median entre uno y otro esfuerzo intelectual, Ferrajoli ha participado en un sinnúmero de debates y ha ofrecido conferencias en docenas de países, afinando sus tesis, refutando a los críticos, ampliando ciertas explicaciones y matizando algunos puntos de vista. Gracias a su reconocida diligencia, cada intervención ha sido cuidadosamente redactada, revisada y, en ocasiones, publicada.

El itinerario intelectual de Ferrajoli se nutre de una sólida formación teórica, pero a la vez está animado por un activismo cívico que es ejemplar —y probablemente único, dados sus alcances— dentro del mundo universitario. Perfecto Andrés Ibáñez lo ha descrito con las siguientes palabras: “Luigi Ferrajoli ocupa hoy un lugar central en la reflexión teórica sobre el derecho; y lo hace de manera muy singular, de un modo del que –diría- no existen precedentes en tal ámbito disciplinar. Porque en este autor se da la más afortunada combinación de rigor lógico-formal y riqueza de contenidos, de formación filosófica y conocimiento jurídico (experiencia práctica incluida), de empeño cultural y compromiso civil”[3].

La arquitectura del edificio conceptual y analítico ferrajoliano se basa toda ella en una sola noción, a la que el autor concibe como nadie lo había hecho hasta ahora: la de democracia constitucional. Este concepto es el punto de llegada que desarrolla con brillantez y rigor en Principia iuris. Pero es también algo que ya estaba anunciado en Derecho y razón, particularmente en sus capítulos 13 y 14.

Es de nuevo Perfecto Andrés quien ha advertido que son tres vectores, tres líneas de fuerzas o tres almas las que recorren la obra que Ferrajoli ha venido construyendo en los últimos 40 años:

a) La primera es la del estudioso “con infinita capacidad para interrogar e interrogarse, dispuesto a llegar hasta donde la razón le lleve”[4]; esta vena analítica de Ferrajoli ya estaba presente desde sus primeros trabajos, publicados en la década de los años 60 del siglo pasado, en los que se pueden rastrear sus esfuerzos iniciales para construir una teoría axiomatizada del derecho. La influencia inicial de Norberto Bobbio y los posteriores diálogos de Ferrajoli con la escuela analítica italiana inspirada por Giovanni Tarello pero llevada a su más alta expresión por Riccardo Guastini y Paolo Comanducci, han marcado en gran parte su esfuerzo en esta primera línea de fuerza. De hecho, el rigor analítico de nuestro autor queda de manifiesto en el uso de la lógica simbólica a lo largo del tomo I de Principia Iuris y sobre todo en el tomo III de la misma obra, dedicado por entero a la “demostración” de las fórmulas con las que axiomatiza su teoría del derecho y de la democracia.

b) La segunda es la del jurista práctico, ocupado en dar soluciones concretas a problemas igualmente concretos y, en particular, inmerso en la tarea de configuración en clave constitucional del papel de los jueces en el Estado constitucional de derecho. A Ferrajoli le han interesado desde hace muchos años las relaciones entre los jueces y la democracia, entre los jueces y la política, entre los jueces y los derechos fundamentales. Sus construcciones teóricas reposan en buena medida en el concepto de “garantía”, entendida como cualquier técnica normativa de tutela de un derecho subjetivo. Una parte importante de la puesta en práctica de las garantías propias del Estado constitucional corresponde a los órganos judiciales, guardianes en última instancia de los derechos fundamentales y de todo el edificio diseñado por las constituciones de nuestros días. Ese papel crucial de los jueces, defendido por Ferrajoli y por muchos de sus seguidores, ha sido criticado con frecuencia por quienes ven en él no un resorte que asegura la pervivencia y la fortaleza del régimen democrático y constitucional, sino una de sus más claras amenazas[5].

Son muy conocidas las soflamas lanzadas contra la“judicialización” de la vida pública y contra el “excesivo” protagonismo de los jueces, cuyas decisiones, a veces, inciden de manera perturbadora en las distintas realidades estatales. Y no han faltado insinuaciones de que la concepción de Ferrajoli podría representar un indiscriminado aval legitimador de cualquier tipo de intervenciones de esa procedencia, en lo que hay un olvido y un error, seguramente nada inocentes. Lo primero, porque se prescinde del dato de que, en general, esa clase de actuaciones han sido rigurosamente debidas por razón de legalidad, y legalidad penal, en vista de las frecuentes derivas criminales de la política, que el principio democrático nunca podría cubrir y menos aún justificar. Y, lo segundo, porque del modelo de Estado adoptado por Ferrajoli forma parte la más exigente concepción de la jurisdicción como instancia de garantía. También, y diría que antes de nada, frente a los propios jueces, normativamente vinculados en términos estrictos, tanto en el plano del tratamiento de la quaestio facti como en el de la lectura y aplicación de la legalidad, y constreñidos a legitimar constitucionalmente su proceder acto por acto. Se trata de exigencias que no suelen verificarse, ni en la teoría ni mucho menos en la práctica, en el quehacer de otros poderes.

Podrá objetarse —y será cuestión de ver con qué fundamento— el modelo en su conjunto, pero no es válido apuntar sólo contra uno de sus cimientos, que es el papel central de la jurisdicción; a la que la misma Constitución impone en ocasiones cierto activismo, que desde luego nada tiene que ver con el aventurerismo, justamente denostado, propio de ciertas recusables modalidades del actuar judicial[6], que encuentran, sin duda, en Ferrajoli un crítico inmisericorde y en sus planteamientos un claro referente deslegitimador[7].

El nuevo papel de los jueces ha permitido avanzar hacia una “juridificación” del sistema democrático, sometiendo a la política a la lógica de la legalidad (al menos en el nivel del discurso, otra cosa es lo que sucede en la realidad de todos los días, sobre todo en países, como muchos de América Latina, en los que la imposición de las reglas jurídicas a la vida política todavía deja mucho que desear).

No se trata de defender una posición “invasiva” de la jurisdicción sobre la política[8]. Todo lo contrario; se trata de asegurar ámbitos claramente diferenciados para una y otra: la política puede llegar hasta donde le señala la Constitución, entendida como la norma encargada de delimitar el perímetro de la ferrajoliana esfera de lo indecidible; la jurisdicción, por su parte, debe actuar de tal manera que no asfixie a la democracia por exceso, ni por defecto, lo cual se puede dar casi por descontado si los jueces se ajustan aunque sea mínimamente a las normas que los rigen[9].

Ahora bien, situemos la discusión en sus justos alcances. No se ha verificado nunca en la historia un desbordamiento de las funciones de los jueces por exceso de activismo. Tomemos el ejemplo más conocido sobre un Tribunal activista: la Suprema Corte de los Estados Unidos mientras fue presidida por Earl Warren, entre 1953 y 1969[10]. ¿Qué fue lo que hicieron ese grupo de jueces que no fuera estrictamente apegado al paradigma irrenunciable del Estado constitucional? Si revisamos sus más conocidas sentencias veremos que, lejos de asumir funciones que no les correspondían, los justices de la Corte Warren se limitaron a aplicar, pero con todas sus consecuencias, lo que con claridad se podía deducir del texto constitucional vigente. En ese entonces se generaron importantes precedentes en materia de igualdad racial en las escuelas (caso Brown versus Board of Education de 1954)[11], de la supremacía judicial en la interpretación de la Constitución ( Cooper versus Aaron de 1958), de cateos y revisiones policíacas (caso Mapp versus Ohio de 1961)[12], de libertad religiosa (caso Engel versus Vitale de 1962)[13], de asistencia letrada gratuita (caso Gideon versus Wainwrigth de 1963)[14], de libertad de prensa ( New York Times versus Sullivan de 1964)[15], de derechos de los detenidos ( Miranda versus Arizona de 1966) o de derecho a la intimidad de las mujeres ( Griswold versus Connecticutde 1965 en relación con la compra y el uso de métodos anticonceptivos)[16].

¿Quién se atrevería a sostener que la igualdad racial en las escuelas, la posibilidad de realizar críticas vehementes a los funcionarios públicos o el derecho a la asistencia letrada gratuita en materia penal no forman parte del corazón mismo del modelo del Estado Constitucional de derecho? ¿dónde está, por tanto, el exceso de la que se reconoce como la Corte más activista del mundo?

No hay tal exceso ni mucho menos una situación de riesgo para los valores y derechos tutelados constitucionalmente, salvo en la imaginación de aquellos que objetan las tareas judiciales como una forma (poco) encubierta de denostar al modelo mismo, que es en realidad lo que les molesta, dadas las muchas exigencias y controles que de él derivan.

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