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Cuentos Del Siglo XX En Europa

iumi12 de Enero de 2012

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Una casita en el campo

Émile Zola

Francia: 1902

La tienda del sombrerero Gobichon está pintada de color amarillo claro; es una especie de pasillo oscuro, guarnecido a derecha e izquierda por estanterías que exhalan un vago olor a moho; al fondo, en una oscuridad y un silencio solemnes, se encuentra el mostrador. La luz del día y el ruido de la vida se niegan a entrar en aquel sepulcro.

La villa del sombrerero Gobichon, situada en Arcueil, es una casa de una sola planta, plana, construida en yeso; delante de la vivienda hay un estrecho huerto cercado por una pared baja. En medio se encuentra un estanque que no ha contenido agua jamás; por aquí y por allá se yerguen algunos árboles tísicos que no han tenido nunca hojas. La casa es de un blanco crudo, el huerto es de gris sucio. El Bièvre corre a cincuenta pasos arrastrando hedores; en el horizonte se ven buhedos, escombros, campos devastados, canteras abiertas y abandonadas, todo un paisaje de desolación y miseria.

Desde hace tres años, Gobichon tiene la inefable felicidad de cambiar cada domingo la oscuridad de su tienda por el sol ardiente de su casita rural, el aire del desagüe de su calle por el aire nauseabundo del Bièvre.

Durante treinta años había acariciado el insensato sueño de vivir en el campo, de poseer tierras en las que construir el castillo de sus sueños. Lo sacrificó todo para hacer realidad su capricho de gran señor; se impuso las más duras privaciones; lo vieron a lo largo de treinta años, privarse de un polvo de tabaco o una taza de café, acumulando una perra gorda tras otra. Hoy ya ha colmado su pasión. Vive un día de cada siete en intimidad con el polvo y los guijarros. Podrá morir contento.

Cada sábado, la salida es solemne. Cuando el tiempo es bueno, se hace el trayecto a pie, así se goza de las bellezas de la naturaleza. La tienda queda al cuidado de un viejo dependiente encargado de decir al cliente que se presente: «El señor y la señora están en su villa de Arcueil».

El señor y la señora, equipados como para ir a la guerra, cargados de cestos, van a buscar al internado al joven Gobichon, un chaval de unos doce años, que ve con terror cómo sus padres se dirigen hacia el Bièvre. Y durante el trayecto, el padre, grave y feliz, trata de inspirarle a su hijo el amor por el campo disertando acerca de las coles y los nabos.

Llegan y se acuestan. Al día siguiente, desde el alba, Gobichon se pone su ropa de campesino; está firmemente decidido a cultivar sus tierras; cava, azadonea, planta, siembra durante todo el día. No crece nada; el suelo, formado de arena y cascotes, se niega a producir cualquier tipo de vegetación. No por ello deja el rudo trabajador de secarse con satisfacción el sudor que inunda su rostro. Mirando los hoyos que acaba de abrir, se detiene orgulloso y llama a su mujer:

-¡Señora Gobichon, venga a ver esto! -grita-. ¡Mire qué hoyos! ¡Éstos si son profundos!

La buena mujer se queda extasiada mirando la profundidad de los hoyos. El año pasado, por un extraño e inexplicable fenómeno, una lechuga, una lechuga romana alta como la mano, roída y de un amarillo sucio, tuvo el singular capricho de crecer en un rincón del huerto. Gobichon invitó a treinta personas a cenar para celebrar aquella lechuga.

Pasa la jornada entera al sol, cegado por la luz intensa, asfixiado por el polvo. A su lado se encuentra su esposa que lleva la abnegación hasta el sofoco. El joven Gobichon busca desesperadamente los delgados hilillos de sombra que forman los muros.

Por la tarde, toda la familia se sienta junto al estanque vacío y goza en paz de los encantos de la naturaleza. Las fábricas de los alrededores lanzan una negra humareda; las locomotoras pasan silbando, llevando toda una masa endomingada y ruidosa; los horizontes se extienden, devastados, más tristes aún por el eco de esas carcajadas que regresan a París para una larga semana. Y, mezclados con la fetidez del Bièvre, los olores de fritura y de polvo pasan por el aire pesado.

Gobichon, enternecido, contempla religiosamente cómo surge la luna entre dos chimeneas.

Un sueño

Leónidas Andréiev

Rusia: 1919

Hablamos luego de esos sueños en los que hay tanto de maravilloso y he aquí lo que me contó Sergio Sergueyevich cuando nos quedamos solos en la gran sala semioscura.

-No sé qué pudo ser aquello. Desde luego fue un sueño. Dudarlo sería un delito de leso sentido común, pero hubo en aquel sueño algo demasiado parecido a la realidad.

"No me había acostado. Permanecía de pie, paseando por mi celda con los ojos bien abiertos. Lo que soñé -si es que lo soñé- quedó grabado en mi memoria como si en efecto hubiese sucedido.

"Llevaba dos años encerrado en la cárcel de San Petersburgo por cuestiones políticas y, como estaba incomunicado y no sabía nada de mis amigos, una negra melancolía se iba apoderando de mi corazón. Todo me parecía muerto. Ni siquiera me preocupaba en contar los días que iban transcurriendo.

"Leía muy poco y pasaba buena parte del día y de la noche paseando arriba y abajo de aquella celda que apenas medía tres metros. Andaba despacio, para no marearme, y recordaba muchas cosas... Sin embargo, poco a poco, las imágenes se iban borrando de mi memoria.

"Sólo una permanecía fresca y viva, a pesar de ser en aquel entonces la más lejana e inaccesible: la de María Nicolayevna, mi novia, una muchacha encantadora. Lo único que sabía de ella era que no había sido detenida y, por ello, la suponía sana y salva.

"En aquel triste atardecer de otoño su recuerdo llenaba mi pensamiento. En mi lento caminar sobre el suelo asfaltado de la celda, en medio de aquel tétrico silencio, veía deslizarse a derecha e izquierda, desnudos y monótonos, los muros... De pronto, me pareció que yo permanecía inmóvil y eran los muros los que se deslizaban.

"¿Estaba en efecto inmóvil? No. Seguía andando lentamente..., pero ya no era por la celda sino por la calle Trevskaia de Moscú en dirección a los grandes bulevares.

"Era una hermosa tarde de invierno, hacía un sol espléndido y todo era animación y ruido de coches. Consulté el reloj. Marcaba las tres y media. «A esta hora -pensé- en Petersburgo empieza a anochecer...». Sentí una súbita inquietud. Había llegado aquella mañana a Moscú con María Nicolayevna llevado por motivos políticos y nos habíamos inscrito en el hotel como marido y mujer. Ella se había quedado sola y, pese que le había indicado que cerrase con llave y no abriera a nadie, me asaltó el temor de que pudieran tenderla una trampa. ¡No había tiempo que perder!

"Tomé un coche de punto. Al llegar, subí la escalera a toda prisa y en seguida me vi ante la puerta de nuestra habitación. No habiendo visto la llave en el vestíbulo, pensé que María no había salido. Llamé del modo que habíamos convenido y esperé: silencio absoluto. Volví a llamar y empujé sin lograr abrir... ¡Nada!

"Sin duda había salido, o de lo contrario algo le había ocurrido. Entonces vi a Vasili, el camarero de nuestro piso.

"-Vasili -le pregunté-. ¿Ha visto usted salir a mi mujer? ¿Ha venido alguien a visitarla?

"El camarero titubeó... ¡Había tanto movimiento en el Hotel!

-¡Ah, sí, ya recuerdo! -dijo, al fin-. La señora ha salido. La he visto guardarse la llave en el bolsillo.

"-¿Iba sola?

"-No. Acompañada por un señor alto con gorro de pieles.

"-¿Ha dejado algún recado?

"-No, Sergio Sergueyevich.

"-No es posible, Vasili, no se debe acordar usted...

"-No. No me ha dicho nada. Tal vez el portero…

"Bajé a la portería seguido por el camarero que se había apercibido de mi inquietud que, por lo demás, no era inmotivada: no conocíamos a nadie en Moscú y aquel caballero alto del gorro de piel me inspiraba angustiosos recelos.

"Tampoco al portero le había dejado María recado alguno. Mi desasosiego iba en aumento.

"-¿No recuerda usted en que dirección se han ido?

"-Se han ido en un coche de punto de la parada de enfrente... ¡Mire usted, ese que llega ahora!

"Estábamos en la misma puerta y el portero llamó al cochero.

"-¿A dónde has llevado a los señores?

"-No recuerdo el nombre de la calle... Es una calle muy apartada en la que nunca había estado. El caballero me ha guiado.

"-No te será difícil volver a encontrarla -insistió el portero-, tú no eres un novato.

"-¡Claro que la encontraría! Pero el caballo está tan cansado...

"-Te daré una buena propina -dije para animarle. Logré convencerle. El portero abrió la portezuela y subí al carruaje.

"Estaba ya más tranquilo. Dentro de media hora o una hora, a lo más, estaría en la casa a la que el misterioso caballero había conducido a María. En las calles reinaba gran animación y, aunque no se habían encendido todavía los faroles, las tiendas ya estaban iluminadas. El tránsito era tan compacto que, de vez en cuando, teníamos que detenernos y entonces sentía yo en la nuca el cálido aliento del caballo del carruaje de atrás.

"De pronto recordé que era Nochebuena. ¡Cómo se me había podido olvidar!... En la plaza del Teatro se alzaba en medio de la nieve un verdadero bosque de pinos jóvenes y verdes de una fragancia deliciosa. Muchos hombres, envueltos en abrigos

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