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Discurso Sobre El Origen De La Desigualdad Entre Los Hombres


Enviado por   •  17 de Octubre de 2012  •  29.753 Palabras (120 Páginas)  •  640 Visitas

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Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres

Jean-Jacques Rousseau

Advertencia del autor sobre las notas

Siguiendo mi perezosa costumbre de trabajar a ratos perdidos, he añadido algunas notas a esta obra. Estas notas se apartan bastante del asunto algunas veces, por lo cual no son a propósito para ser leídas al mismo tiempo que el texto. Por esta razón las he relegado al final del Discurso, en el cual he procurado seguir del mejor modo posible el camino más recto. Quienes tengan el valor de empezar por segunda vez la lectura pueden entretenerse en distraer su atención hacia las notas, intentando una ojeada sobre ellas. En cuanto a los demás poco se perdería si no las leyesen.

Dedicatoria

A la República de Ginebra

Magníficos, muy honorables y soberanos señores:

Convencido de que sólo al ciudadano virtuoso le es dado ofrecer a su patria aquellos honores que ésta pueda aceptar, trabajo hace treinta años para ser digno de ofreceros un homenaje público; y supliendo en parte esta feliz ocasión lo que mis esfuerzos no han podido hacer, he creído que me sería permitido atender aquí más al celo que me anima que al derecho que debiera autorizarme.

Habiendo tenido la dicha de nacer entre vosotros, ¿cómo podría meditar acerca de la igualdad que la naturaleza ha establecido entre los hombres y sobre la desigualdad creada por ellos, sin pensar al mismo tiempo en la profunda sabiduría con que una y otra, felizmente combinadas en ese Estado, concurren, del modo más aproximado a la ley natural y más favorable para la sociedad, al mantenimiento del orden público y a la felicidad de los particulares? Buscando las mejores máximas que pueda dictar el buen sentido sobre la constitución de un gobierno, he quedado tan asombrado al verlas todas puestas en ejecución en el vuestro, que, aun cuando no hubiera nacido dentro de vuestros muros, hubiese creído no poder dispensarme de ofrecer este cuadro de la sociedad humana a aquel de entre todos los pueblos que paréceme poseer las mayores ventajas y haber prevenido mejor los abusos.

Si hubiera tenido que escoger el lugar de mi nacimiento, habría elegido una sociedad de una grandeza limitada por la extensión de las facultades humanas, es decir, por la posibilidad de ser bien gobernada, y en la cual, bastándose cada cual a sí mismo, nadie hubiera sido obligado a confiar a los demás las funciones de que hubiese sido encargado; un Estado en que, conociéndose entre sí todos los particulares, ni las obscuras maniobras del vicio ni la modestia de la virtud hubieran podido escapar a las miradas y al juicio del público, y donde el dulce hábito de verse y de tratarse hiciera del amor a la patria, más bien que el amor a la tierra, el amor a los ciudadanos.

Hubiera querido nacer en un país en el cual el soberano y el pueblo no tuviesen más que un solo y único interés, a fin de que los movimientos de la máquina se encaminaran siempre al bien común, y como esto no podría suceder sino en el caso de que el pueblo y el soberano fuesen una misma persona, dedúcese que yo habría querido nacer bajo un gobierno democrático sabiamente moderado.

Hubiera querido vivir y morir libre, es decir, de tal manera sometido a las leyes, que ni yo ni nadie hubiese podido sacudir el honroso yugo, ese yugo suave y benéfico que las más altivas cabezas llevan tanto más dócilmente cuanto que están hechas para no soportar otro alguno.

Hubiera, pues, querido que nadie en el Estado pudiese pretender hallarse por encima de la ley, y que nadie desde fuera pudiera imponer al Estado su reconocimiento; porque, cualquiera que sea la constitución de un gobierno, si se encuentra un solo hombre que

no esté sometido a la ley, todos los demás hállanse necesariamente a su merced (1); y si hay un jefe nacional y otro extranjero, cualquiera que sea la división que hagan de su autoridad, es imposible que uno y otro sean obedecidos y que el Estado esté bien gobernado.

Yo no hubiera querido vivir en una república de reciente institución, por buenas que fuesen sus leyes, temiendo que, no conviniendo a los ciudadanos el gobierno, tal vez constituido de modo distinto al necesario por el momento, o no conviniendo los ciudadanos al nuevo gobierno, el Estado quedase sujeto a quebranto y destrucción casi desde su nacimiento; pues sucede con la libertad como con los alimentos sólidos y suculentos o los vinos generosos, que son propios para nutrir y fortificar los temperamentos robustos a ellos habituados, pero que abruman, dañan y embriagan a los débiles y delicados que no están acostumbrados a ellos. Los pueblos, una vez habituados a los amos, no pueden ya pasarse sin ellos. Si intentan sacudir el yugo, se alejan tanto más de la libertad cuanto que, confundiendo con ella una licencia completamente opuesta, sus revoluciones los entregan casi siempre a seductores que no hacen sino recargar sus cadenas. El mismo pueblo romano, modelo de todos los pueblos libres, no se halló en situación de gobernarse a sí mismo al sacudir la opresión de los Tarquinos (2). Envilecido por la esclavitud y los ignominiosos trabajos que éstos le habían impuesto, el pueblo romano no fue al principio sino un populacho estúpido, que fue necesario conducir y gobernar con muchísima prudencia a fin de que, acostumbrándose poco a poco a respirar el aire saludable de la libertad, aquellas almas enervadas, o mejor dicho embrutecidas bajo la tiranía, fuesen adquiriendo gradualmente aquella severidad de costumbres y aquella firmeza de carácter que hicieron del romano el más respetable de todos los pueblos.

Hubiera, pues, buscado para patria mía una feliz y tranquila república cuya antigüedad se perdiera, en cierto modo, en la noche de los tiempos; que no hubiese sufrido otras alteraciones que aquellas a propósito para revelar y arraigar en sus habitantes el valor y el amor a la patria, y donde los ciudadanos, desde largo tiempo acostumbrados a una sabia independencia, no solamente fuesen libres, mas también dignos de serlo.

Hubiera querido una patria disuadida, por una feliz impotencia, del feroz espíritu de conquista, y a cubierto, por una posición todavía más afortunada, del temor de poder ser ella misma la conquista de otro Estado; una ciudad libre colocada entre varios pueblos que no tuvieran interés en invadirla, sino, al contrario, que cada uno lo tuviese en impedir a los demás que la invadieran; una república, en fin, que no despertara la ambición de sus vecinos y que pudiese fundadamente contar con su ayuda en caso necesario. Síguese de esto que, en tan feliz situación, nada habría de temer sino

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