El Hombre Moderno
lynx60224 de Julio de 2012
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Lo primero que advertimos en el hombre de nuestro tiempo es su escasa interioridad, una insuficiencia de vida interior que, paradójicamente, puede ir unida con un marcado subjetivismo. Al decir interioridad, nos estamos refiriendo a aquel fondo recóndito del alma que es el afectado cuando decimos que algo se nos ha entrañado en el corazón. Como lo señala Sciacca, el hombre de hoy vive más exteriormente que interiormente. Se ha llegado a decir que nuestra cultura es, en buena parte, una cultura de la evasión. El hombre prometeico gusta volcarse hacia el exterior de sí propio, prefiere la acción transitiva a la inmanente. Impulsado por su tendencia demiúrgica, está siempre abocado a hacer, fabricar, crear. Marcel de Corte ha observado en el hombre actual una clara tendencia a identificar su ser con sus funciones, lo que trae consigo, juntamente con una desmesurada actividad exterior, una lamentable pérdida de energía interior, una incapacidad de vivir en sí mismo de habitarse de ahondar en la propia interioridad, abocándose con la totalidad de su ser a las sucesivas y numerosas actividades por las que entra en comunicación con el mundo exterior. El hombre se percibe como un conglomerado de funciones: función biológica, función sexual, función social, función política,como si no tuviera una naturaleza humana, un ser profundo, con arraigos esenciales en Dios y en los demás. A esta "funcionalización" del hombre se une el ritmo de su vida, cada vez más vertiginoso, así como la velocidad de los movimientos y de los traslados en general. Todo ello le dificulta acoger el mundo en el recinto de su interioridad.
Es cierto que hoy se lee muy poco, o mejor, se lee, sí, pero casi exclusivamente revistas sensacionalistas, que fomentan la curiosidad y van troquelando el tipo del lector atropellado. Algo semejante sucede en el trabajo cotidiano. Lo que predomina es el culto de la cantidad, de la extensión, la avidez de noticias, de novedades, sobre todo de las últimas novedades. El hombre moderno, montado en el engranaje de la organización racionalizada de la vida, vive cuantitativamente, no cualitativamente. segunda caracterización fenomenológica: el hombre de hoy es un hombre que ha perdido sus arraigos. No en vano es el producto de un largo proceso histórico, que progresivamente lo ha ido desvinculando de sus raíces tradicionales. El hombre tradicional, aun el que no había pasado por las aulas, poseía una peculiar formación doctrinal, hecha de intuición, de comunión con lo real, de espíritu espontáneamente creador, de aspiración hacia el cielo. Destaca Marcel de Corte el grado en que el hombre ha ido perdiendo ese sentido íntimo, intuitivo y tradicional de los valores, que le hacían perseguir su fin propio casi sin darse cuenta, cumpliendo así sus deberes consigo mismo, con la familia y con la sociedad.
El hombre demiurgo se siente dueño absoluto de la naturaleza, desvinculado de ella, y así no vacilará en violentarla para llevar a cabo sus proyectos urbanos y edilicios. En buena parte, la exaltación desmesurada que el hombre moderno hace de la libertad, esconde un anhelo oculto, a saber, la "liberación" progresiva de los antiguos vínculos aún supérstites. La pérdida de raíces hace que el hombre se encuentre tan desorientado. Pareciera moverse en la
oscuridad, sin puntos de apoyo, sin metas, sin plan. Ya no hay leyes de pensamiento, porque ellas constriñen la inteligencia; ni canalizaciones para el sentimiento, porque ellas esclerotizan; ni normas para la voluntad, porque ellas esclavizan, por lo tanto no hay derecha ni izquierda, arriba y abajo. Un síntoma esclarecedor de esta tendencia a cortar con los vínculos es la pérdida de interés por lo cercano. Lo lejano, en cambio, parece como sobrevaluado. Resulta curiosa esta inclinación del hombre moderno a olvidar lo que está a su alcance, para perseguir
objetivos remotos. El desarraigo de todo lo que es orgánico: familia, patria, profesión, Iglesia, que el hombre de nuestro tiempo considera no como un seno sino como una tumba para su búsqueda de plenitud humana. Desvinculado de sus raíces procurará el hombre rellenar las brechas. Para ello recurrirá no sólo a lo que es abstracto sino también a lo que carece de memoria. De ahí que su alimento cultural se reduzca a la forma típica del periódico. Quizás la mejor figura de este hombre sea la planta artificial. Esta carece de raíces. No hacia lo alto, va que ignora la luz del sol. No hacia lo bajo, ya que no recibe la humedad de la tierra. Así es el hombre de nuestro tiempo, un ser desquiciado. Y, en consecuencia, se ha vuelto susceptible de ser fácilmente trasplantado, según le plazca a los que logren dominarlo.
Un dato altamente expresivo de este desarraigo del hombre moderno es la aparición de los productos llamados descartables. Hoy las cosas no tienen perduración, no pasan de generación en generación. Todo es vendible, todo es intercambiable, justamente porque el hombre ha perdido sus vínculos, sus arraigos. Todo es descartable, hasta la mujer en el matrimonio. Otra peculiaridad del hombre de hoy es su inserción en la masa, hasta el punto de volverse en muchos casos hombre-masa. Cuando conocemos a alguien podemos saber si es de la masa o no. El ser de la masa en nada depende de la pertenencia a un estamento determinado. Dentro de cada clase social hay siempre masa y minoría auténtica.
Pfeil distingue dos tipos de masificación. La primera, que se podría llamar transitoria, se da cuando los hombres por algunos momentos pierden su facultad de pensar libremente y de tomar decisiones. segundo tipo de masificación se realiza cuando la gente pierde de manera casi habitual sus características personales, sin preocuparse ni de verdades. El hombre masificado es un hombre gregario, que ha renunciado a la vida autónoma, adhiriéndose
gozosamente a lo que piensan, quieren, hacen u omiten los demás. Es un hombre sin carácter, sin conciencia, sin libertad, sin riesgo, sin responsabilidad, odia todo lo que huela a personalidad
despreciando cualquier iniciativa particular que sea divergente de lo que piensa la masa. se adapta totalmente a los demás tanto en el modo de vestir y en las costumbres cotidianas, como en las convicciones económicas y políticas, y hasta en apreciaciones artísticas, éticas y religiosas. Cuando alguien recrimina a un hombre masificado por su manera de pensar o de obrar, éste suele parapetarse en varias teorías actuales que han adquirido vigencia social, con lo que cree dar cierta solidez a su posición. Viktor Frankl ha escrito que los tres grandes
homunculismos actuales: el biologismo, el psicologismo y el sociologismo, persuaden al hombre de que es mero producto de la sangre, mero autómata de reflejos, mero aparato de instintos o del medio ambiente, El hombre-masa es el hombre que se ha perdido en el anonimato del "se", una especie de “ello” universal e indiferenciado. La peculiaridad principal del hombre-masa: la despersonalización. Porque si lo propio de la persona es su capacidad para emitir juicios, gustar de lo bello, poner actos libres, nada de esto se encuentra en el hombre de masas. El individuo, vuelto cosa, se convierte en un objeto dúctil, un ser informe y sin subjetividad. Por eso el hombre-masa es un hombre fácilmente maleable, arcilla viva, pero amorfa, capaz de todas las transformaciones que se le impongan desde afuera.
El pueblo vive y se mueve por su vida propia; la masa es de por sí inerte y sólo puede ser movida desde afuera. El pueblo vive de la plenitud de vida de los hombres que lo componen, cada uno de los cuales, en su propio puesto y según su manera propia. La masa, por el contrario, espera el impulso del exterior, fácil juguete en manos de cualquiera que explote sus instintos o sus impresiones. El hombre que no integra un pueblo, fácilmente se disuelve en el anonimato de la masa, buscando en ella como una pantalla que le permite vivir eludiendo responsabilidades. En el pueblo, el hombre conserva su personalidad en la masa, se diluye. Lo peor es que al hombre masificado le hacen creer que por su unión con la multitud es alguien importante.
El hombre gregario, cuando está sólo, se siente apocado, pero cuando se ve integrando la masa que vocifera, se pone furioso, gesticula, alza los puños, injuria, llegando a veces al desenfreno, hasta provocar incendios y muertes.
Otra característica del hombre moderno, su tendencia a la igualación lo más absoluta posible.
Es una consecuencia de su sumersión en la masa. Si pudiéramos penetrar en las mentes de estos hombres estandarizados, se descubrirían nuevas semejanzas. Si vamos a las mujeres, el asunto es aún más llamativo. Se advierte, asimismo, una especie de culto de lo artificial. Parece indiscutible que uno de los signos de nuestros días es el del triunfo de lo Idéntico, de lo Mismo. El formidable poder de la moda, de que acabamos de hablar. La influencia de la opinión, o mejor, de los formadores de opinión, que son los nuevos dictadores de nuestro tiempo; la generalización plenamente aceptada de lo que antes se llamaba respeto humano, en virtud del cual el distinto es un raro, un inadaptado.
En tiempos pasados. Siempre hubo, claro está, cierta homogeneidad en la vida de las sociedades. Pero lo de ahora es algo más que homogeneidad, es gregarismo y mimetismo. Es evidente que la Ciudad, a medida que se forme y se haga más una, no será ya ciudad pues por naturaleza la Ciudad es multitud; si es reducida a la unidad, de ciudad se convertirá en familia, y de familia en individuo, pues la palabra uno debe decirse antes de la familia que de la Ciudad, y antes del individuo que de la familia. también podemos encontrar algo semejante en épocas posteriores. En el llamado Ancien
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