El Puesto Del Hombre En El Cosmos Max Scheler
jenniferzerpp13 de Agosto de 2014
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El Puesto Del Hombre En El Cosmo
Max Scheler
El inesperado fallecimiento de Max Scheler en 1928 produjo un sentimiento en que el
estupor se mezclaba con la aflicción. Su pérdida asumía literalmente el carácter de lo
irreparable. Una serie magnífica de libros y estudios le habían conquistado una indiscutible
posición de primera fila en la filosofía actual; no eran pocos los que veían en él su
representante máximo y por excelencia. La riqueza de su pensamiento con dificultad
admitía parangón. En la filosofía universal no escasean los hombres de las grandes ideas, de
las concepciones de vasto alcance; tampoco son raros los filósofos que ofrecen con
prodigalidad pensamientos agudos, brillantes y justos, pero que no llegan a definir una
postura general y sistemática. El filósofo completo ha de conciliar las ideas ordenadoras y
la riqueza de contenido concreto; las síntesis sumas y los más menudos mecanismos
conceptuales capaces de aprisionar la pluralidad de la experiencia y conducirla en esencia
hacia las últimas síntesis. Scheler poseía la capacidad admirable de sobresalir tanto en la
idea genial como en los pensamientos menores; el esquema general dibujado por unas
cuantas concepciones fundamentales, se llenaba en él con profundas intuiciones parciales,
con observaciones precisas, con distingos sutiles. Manejaba con destreza semejante el
análisis y la síntesis; un finísimo don de comprensión psicológica venía en ayuda de la
especulación del filósofo, y el erudito aportaba por su lado un saber de historia de la
filosofía que, apretado en fórmulas concisas en oposiciones e identificaciones atrevi dísimas
a veces y casi siempre sorprendentes, estimulaba la mente del lector tanto como las tesis
originales.
Aun a la distancia se adivinaba la intensidad de esta hoguera filosófica, que no llegaba al
lector únicamente como un resplandor, sino que parecía traer hasta él el calor y aun las
crepitaciones del fuego en que el filósofo se consumía. Sabido es que Scheler se adhirió a
los principios de Husserl y figuró en las filas de la Fenomenología, el movimiento iniciado
por Husserl, que heredó la hegemonía filosófica retenida hasta su advenimiento por las
direcciones neokantianas, especialmente la de Marburgo. Pero pocos filósofos entre sí más
distintos que Husserl y Scheler. Husserl era ante todo un lógico, una mente formada en la
meditación matemática; Scheler prefería cuanto atañe más de cerca al hombre, y se
preocupaba principalmente de los problemas del espíritu y de los valores. Husserl publicaba
relativamente poco; le agradaba conservar inéditos sus manuscritos, únicamente accesibles
al círculo de los iniciados. Scheler prodigaba libros y ensayos, en un ritmo que cuenta entre
los más acelerados de la productividad filosófica de la época. Las coincidencias fundamentales entre Husserl y Scheler constan en el manifiesto
fenomenológico de 1913, antepuesto al primer volumen del Anuario de filosofía y de
indagación fenomenológica: había que retroceder hasta las fuentes vivas de la intuición
hasta las esencias dadas intuitivamente y a priori, para esclarecer los conceptos y poner los
problemas sobre sólidos basamentos. Luego se vio que ni la captación esencial ni las
esencias mismas eran cosas idénticas para Husserl y Scheler. Para Scheler, el volverse
hacia las esencias tiene un sentido y un alcance metafísicos, ajenos de todo punto al
pensamiento del fundador de la fenomenología. En cuanto a las esencias, Scheler ampliaba
fundamentalmente el cuadro de Husserl poniendo al lado de las esencias pensables o
significativas —tomadas en cuenta por Husserl— otras desprovistas de significado realizable o pensable, irracionales: los valores, cuya teoría desarrolló en su libro famoso y
magistral El formalismo en la ética y la ética material de los valores. Sus discrepancias de
Husserl alimentan los brotes capitales de su filosofía. En su peculiar interpretación y
estimación de la aprehensión esencial se apoya su metafísica; su doctrina de los valores
parte del convencimiento de que el campo de las esencias, además del sector manifiesto a la
razón, tiene otro que sólo es captable emocionalmente. Pero si es palmario que Sche ler se
afirma a sí mismo en cuanto difiere y se aparta de Husserl, lo es también que Husserl le
proporcionó el método por el cual le fue posible crear su filosofía, asumiendo una posición
resueltamente original en los cuadros del pensamiento de la etapa postrera. En este punto
conviene advertir que Scheler traía una singular preparación, obtenida a lo largo de muy
tempranas meditaciones, para interpretar y aun hacer entrañablemente suyo el método
recién propuesto; en efecto, en su trabajo de 1900, El método trascendental y el método
psicológico, palpitaba la exigencia de un método nuevo para la filosofía.
Una de las peculiaridades de Max Scheler es desarrollar su propio pensamiento en
permanente confrontación y contraste con los resultados del pensamiento ajeno, tanto del
individual como del que oscuramente se va condensando en vastas representaciones
colectivas. Su filosofía atiende de continuo a las demás vistas filosóficas, a las doctrinas
científicas aun en sus últimas expresiones, a las tesis e intuiciones de “concepción del
mundo”. Otra señalada nota suya es la tensión, apasionada intensidad del pensamiento.
Manuel García Morente ha ejemplificado en tres símbolos tomados del arte tres actitudes
del que piensa: la del vago ensueño (Il Pensieroso), la del buceo solitario y doloroso en la
propia profundidad (Le Penseur de Rodin) y la de la meditación en solidaridad y diálogo
(El Doncel de Sigüenza, que medita ante un libro abierto). Scheler adopta sin duda esta
última actitud; ante él están los libros, todos los libros; están también las ideas que acaso
nunca fijadas en el papel, viven a nuestro alrededor y se nos insinúan, más imperiosas y
vitales por lo mismo que no escritas y apenas conscientes. Pero acaso no baste el símbolo
del Doncel, demasiado apacible, para significar la manera de Scheler; el libro ante él no
siempre se puede imaginar seguro. La mano que pasa las páginas la adivinamos crispándose
de pronto, estrujando violentamente el volumen mientras la mirada se vuelve hacia adentro
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y el pensamiento atiende sólo a su propia hondura, en el olvido de todo lo demás, tal como
nos lo representa la efigie rodiniana.
La tensión espiritual de Scheler tiene una de sus manifestaciones en las sucesivas
correcciones de sus puntos de vista. Nunca temió corregirse y aun indica al lector alguna
vez la pista de sus evoluciones, que no en todos los casos transcurrieron sin atraerle críticas
agresivas y aun ataques violentos, dentro y fuera del campo filosófico. En su estilo se suele
reflejar tal tensión de modo diverso, y aun quien lo lee en traducciones percibe un eco de
ella, bien en la apasionada elocuencia de ciertos pasajes de El puesto del hombre en el
cosmos y de El saber y la cultura, bien en el paso rápido de la Sociología del saber, donde
las ideas se suceden como empujándose y hasta superponiéndose, obligando al lector a
distinguir y separar por su cuenta lo que se le va ofreciendo en serie apretadísima y seguida.
Pero acaso la más evidente muestra de lo intenso de su actividad intelectual está en la
reelaboración y ampliación a que con frecuencia sometía sus libros, en su planeo de obras
nuevas, en la referencia habitual a los escritos en preparación. La obra producida no
quedaba definitivamente atrás, sino que seguía en el taller, se rehacía en la mente del autor;
la obra futura se prefiguraba y hacía presente en la obra actual. Y en cada uno de sus
momentos el pensador parecía vivir todo su pensamiento, el logrado, el actual y el previsto,
en una sorprendente dinámica creadora.
Max Scheler nació en Munich en 1875; recorrió los grados inferiores de la docencia
universitaria en Jena y Munich, y tras largo alejamiento de la cátedra ocupó la de titular en
Colonia (1919). Influido primeramente por Eucken, se adhirió después, como ya se ha
dicho, a la Fenomenología figurando como uno de los colaboradores iniciales del Anuario
editado por Husserl a partir de 1913. La muerte —en Francfort, a poco de iniciar sus
enseñanzas en aquella Universidad— le sobrevino a consecuencia de una falla cardiaca, y
vino a rubricar así coherentemente una vida dedicada en su parte esencial
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