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Estado Autoritario


Enviado por   •  6 de Diciembre de 2012  •  5.899 Palabras (24 Páginas)  •  480 Visitas

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Las predicciones históricas acerca del destino de la sociedad burguesa se han confirmado. En el sistema de la libre economía de mercado —que ha conducido a los hombres a los inventos ahorradores de trabajo y finalmente a la fórmula matemática del mundo—, sus productos es-pecíficos, las máquinas, se han convertido en medios de destrucción; y esto no solamente en el sentido literal pues en lugar de volver superfluo el trabajo han vuelto superfluos a los trabaja-dores. La burguesía misma está diezmada. La mayoría de los burgueses ha perdido su inde-pendencia; los que no han sido expulsados hacia el proletariado o más bien hacia la masa de los desempleados han caído en la dependencia de los grandes trusts o del Estado. La esfera de la circulación mercantil, “El Dorado” de los aventureros burgueses, está siendo liquidada. Su función la cumplen, en parte, los trusts, que se financian a sí mismos sin ayuda de los bancos, eliminan el comercio intermedio y dominan las asambleas de accionistas. En parte, es el esta-do el que se ocupa del negocio. La alta burocracia industrial y estatal ha quedado como caput mortuum del proceso de transformación de la burguesía. “De una manera o de otra, con o sin trust, el representante oficial de la sociedad capitalista, el estado, debe finalmente asumir la dirección de la producción... Todas las funciones sociales de los capitalistas son realizadas aho-ra por empleados a sueldo... y el estado moderno vuelve una vez más a convertirse solamente en la organización que la sociedad burguesa se da a sí misma para mantener las condiciones externas del modo de producción capitalista contra los abusos provenientes lo mismo de los trabajadores que de los capitalistas individuales... Cuanto más son las fuerzas de producción que pasan a ser propiedad suya, tanto más se convierte en el verdadero capitalista total, tanto mayor es el número de ciudadanos a quienes explota. Los trabajadores no dejan de ser asala-riados, proletarios. La relación capitalista no queda suprimida, sino que más bien es llevada a su extremo”(1). En la transición natural del capitalismo de los monopolios al capitalismo de es-tado, lo último que puede ofrecer la sociedad burguesa es la “apropiación de los grandes orga-nismos de producción y de circulación, primero por parte de sociedades anónimas, después por trusts y a continuación por parte del estado”(2). El capitalismo de estado es el estado autoritario del presente.

Según la teoría, al desarrollo natural del orden mundial capitalista le está reservado el des-tino de un fin no natural: los proletarios reunidos destruyen la última forma de la explotación, la esclavitud del capitalismo de estado. La competencia entre los asalariados había garantiza-do la prosperidad de los empresarios privados. En eso consistía la libertad de los pobres. La pobreza era al principio un estrato social, después se convirtió en pánico. Los pobres debían correr y tropezar unos con otros como la muchedumbre en un edificio en llamas. La salida era la entrada en la fábrica, el trabajar para el empresario. No podía haber suficientes pobres, su número era una bendición para el capital. Sin embargo, en la misma medida en que el capital concentra a los trabajadores en la gran empresa, cae él en la crisis y hace que la existencia de ellos se vuelva desesperada. Ya ni siquiera pueden cosificarse. Su propio interés los orienta hacia el socialismo. Cuando la clase dominante “tiene que alimentar al obrero, en vez de ser alimentada por él” ha llegado el momento de la revolución. Esta teoría de la hora final tuvo su origen en una situación que era todavía equívoca, y ella misma tiene un doble sentido: o bien cuenta con el derrumbe a causa de la crisis económica, y entonces queda excluida la consolida-ción por medio del estado autoritario prevista por Engels; o bien espera la victoria del estado autoritario, y entonces ya no se puede contar con el derrumbe a causa de la crisis dado que ésta se ha definido siempre en referencia a la economía de mercado. Pero el capitalismo de Estado, al eliminar el mercado, congela el peligro de la crisis para todo el tiempo que haya de durar la “Alemania eterna”. En su “inevitabilidad económica”, significa un progreso, un nuevo respiro para el dominio. Organiza el desempleo de la fuerza de trabajo. Tan sólo los sectores de la burguesía condenados a desaparecer están todavía verdaderamente interesados en el mer-cado. Hoy los grandes industriales sólo piden a voces el liberalismo allí donde la administra-ción estatal es todavía demasiado liberal y no está totalmente bajo su control. La economía planificada, más adecuada a la época, puede alimentar mejor a las masas y hacerse alimentar mejor por ellas que el resto del mercado. La libre economía ha cedido el lugar a una nueva época, dotada de una estructura social propia. Y sus tendencias especiales se manifiestan a escala nacional e internacional.

Que el capitalismo puede sobrevivir a la economía de mercado era algo que estaba ya anun-ciado desde hacía tiempo en el destino de las organizaciones proletarias. La consigna de unirse en sindicatos y partidos fue seguida prolijamente, pero la medida en que éstos llevaron a cabo las tareas no naturales de los proletarios unidos —es decir, la resistencia contra la sociedad de clases en general— fue menor que la de su obediencia a las condiciones naturales de su propio desarrollo hacia organizaciones de masa. Se acomodaron a las conversiones de la economía. En el liberalismo, se habían orientado hacia la obtención de mejoras. La influencia de los estratos obreros que estaban en cierta medida asegurados adquirió pronto un peso mayor en los sindi-catos debido a su capacidad de pago. El partido se interesó por la legislación social: había que hacer más fácil la vida para los obreros en el capitalismo. Con sus luchas, el sindicato conquis-taba ventajas para determinados grupos profesionales. Se elaboraron, como justificiones ideo-lógicas, frases sobre la democracia en la empresa y sobre el crecimiento natural hacia el socia-lismo. El trabajo como profesión —como ese ejercicio agobiante conocido sólo en el pasado— dejó prácticamente de ser puesto en cuestión. De orgullo de los primeros burgueses, el trabajo pasó a ser el anhelo de los desheredados. Las grandes organizaciones fomentaban una idea de asociación que poco se distinguía de las de estatización, nacionalización o socialización en el capitalismo de estado. La imagen revolucionaria de la liberación sólo pervivía en las calum-nias de los contrarrevolucionarios. Si alguna vez la fantasía se apartaba del terreno firme de los hechos, ponía en lugar del aparato estatal existente las burocracias de partido y sindicato, y en lugar del principio de la ganancia los planes anuales ideados por los funcionarios. Incluso la utopía estaba repleta de regulaciones. Los hombres eran pensados como objetos; en el mejor de los casos como objetos de sí mismos. Cuanto más grandes se hacían los sindicatos, más de-bían su puesto los dirigentes a una selección de los más capacitados. Las cualidades eran: una salud sólida, la suerte de resultar tolerable para el afiliado medio y no intolerable para los poderes dominantes, el instinto certero contra la aventura, el don de manipular a la oposición, la disposición a pregonar como virtudes los defectos de la multitud y los suyos propios, el nihi-lismo y el desprecio por uno mismo.

Controlar y sustituir a estos dirigentes resulta cada vez más difícil por razones técnicas, debido al crecimiento del aparato. Una armonía preestablecida reina entre la conveniencia objetiva de su permanencia en el cargo y su decisión personal de no moverse del mismo. El dirigente y su camarilla llegan a ser tan independientes dentro de la organización obrera como el directorio de la asamblea general lo es en la otra, en la del monopolio industrial. Los medios de poder —aquí las reservas de la industria, allá la caja del partido o del sindicato— están a disposición de los dirigentes en su lucha contra los perturbadores. Los descontentos están dis-persos y obli¬gados a depender de su propio bolsillo. En el caso extremo, a la Fronda se la deca-pita; en la asamblea general mediante el soborno, en el congreso del partido mediante la ex-pulsión. Todo aquello que quiere crecer a la sombra del poder se encuentra en peligro de re-producir el poder. Cuando la oposición proletaria en la República se Weimar no pereció co¬mo secta, sucumbió entonces al “espíritu administrativo”. La institu¬cionalización de las cúpulas, lo mismo del capital que del trabajo, tiene la misma causa: la modificación del modo de pro-ducción. La misma industria monopoli¬zada que convierte en víctimas y parásitos a la masa de los accionistas envía a la masa de los trabajadores a subsistir en la espera y a vivir de apoyos. Lo que éstos esperan de su trabajo es menos que lo que esperan de la protección y ayuda de los sindicatos. En las otras democracias, los dirigentes de las grandes organizaciones obreras se en¬cuentran ya hoy con respecto a sus afiliados en una relación similar a la establecida entre los funcionarios y el conjunto de la sociedad en el esta¬tismo integral: mantienen bajo estrecha vigilancia a la masa que está bajo su cuidado, la protegen herméticamente contra toda in-fluencia no controla¬da y sólo toleran la espontaneidad cuando es el resultado de su propia ma-nipulación. Aspiran, incluso en un grado mucho mayor que los estadistas prefascistas —que servían de intermediarios entre los monopolistas del tra¬bajo y los de la industria, y no querían renunciar a la utopía de una versión humanitaria del Estado autoritario—, a una “comunidad de todo el pueblo” hecha a su medida.

No han faltado rebeliones contra este desarrollo de las asociaciones obreras. Las protestas y el destino mismo de los grupos que se separaron son parecidos. Se dirigen contra la política con¬formista de la dirigencia, contra el avance hacia el partido de masas, contra la disciplina intransigente. Descubren pronto que el objetivo origi¬nario, el de abolir el dominio y la explota-ción en cualquier forma, se ha vuelto una mera frase de propaganda en boca de los funciona-rios. Critican en los sindicatos el acuerdo tarifario porque restringe la huelga; en el partido, la colaboración con la legislación capitalista porque corrompe; en ambos, la política pragmática (realpolitik). Reconocen que la idea de la transformación social radical se debilita más mien-tras mayor es la ac¬ción de los aparatos encargados de reclutar adeptos para ella. Pero, en vir-tud de su cargo, los burócratas en la cúspide son también los mejores organizadores, y si el partido ha de subsistir no puede prescindir de profesionales experimentados. Los intentos de la oposi¬ción de tomarse las asociaciones o desarrollar nuevas formas de resis¬tencia han fraca-sado en todas partes. Y allí donde, después de escindirse, los grupos de oposición alcanzaron mayor importancia, se convirtieron a su vez en aparatos burocráticos. La adaptación es el pre-cio que los individuos y las aso¬ciaciones deben pagar si quieren florecer en el capitalismo. Con el aumento del número de sus afiliados, incluso aquellos sindicatos cuyo programa se oponía a toda política de arreglos se ubicaron lejos de las extravagancias de la huelga general y de la acción directa. Su disposición a la cooperación pacífica quedó documentada ya en la Primera Guerra Mundial cuando asumieron un ministerio de municiones. Des¬pués de la revolución, ni siquiera los maximalistas pudieron refutar la pesimista advertencia de la sociología de los par-tidos políticos. Sólo en el transcurso de los hechos se puede ver si los revolucionarios toman el poder o son tomados por él. En lugar de disolverse finalmente en la democracia de los consejos, el grupo puede fijarse en calidad de instancia superior. El trabajo, la dis¬ciplina y el orden pue-den salvar la república y al mismo tiempo eliminar la revolución. Aun cuando la abolición de los estados figuraba en sus banderas, aquel partido transformó su patria industrialmente re-trasada en el modelo secreto de aquellas potencias industriales cuyo parlamentarismo las en-fermaba y que no podían ya vivir sin el fascismo. El movi¬miento revolucionario refleja en ne-gativo el estado de la sociedad a la que ataca. En él se compenetran la época monopolista, la capacidad privada y la estatal de disponer sobre el trabajo ajeno. La lucha socialista contra la anarquía en la economía de mercado apuntaba contra el factor privado; la resistencia contra la última forma de la explotación apunta simultáneamente contra el factor privado y el estatal. Puede llegar a superarse la contradicción histórica de postular al mismo tiempo la planifica-ción racional y la libertad, el desenfreno y la regula¬ción. Sin embargo, entre los maximalistas ha vencido finalmente la autoridad, y ésta ha hecho de las suyas.

La oposición como partido político de masas sólo pudo existir pro¬piamente en la economía de mercado. El estado, que a consecuencia de la falta de integración de la burguesía poseía alguna autonomía, era di¬rigido por medio de los partidos. Éstos perseguían, en parte, el fin bur¬gués general de rechazar a las antiguas potencias feudales y, en parte, representaban a grupos particulares. También la oposición proletaria aprovechó la mediación del poder por los partidos. La dispersión de la clase dominante, que condicionó la separación de los po¬deres y la institución constitucional de los derechos individuales, fue la condición previa de las asociacio-nes obreras. La libertad de asociación fi¬guraba en Europa entre las concesiones necesarias de la clase al indivi¬duo, pero sólo en la medida en que los individuos de los que ella se componía no llegaban a toparse directamente con el estado y, por consiguiente, no tenían por qué temer una intervención estatal. Como es sabido, también en los comienzos se pisotearon el respeto a la persona, la santidad de la paz hogareña, la in¬violabilidad del detenido y otros principios análogos: cuando no era ne¬cesaria la consideración debida a la propia clase. La crónica de las revueltas en los presidios, así como de las insurrecciones políticas, y en especial la historia de las colonias son los documentos del humanismo burgués. En la medida en que favorecía a los proletarios, la libertad de coalición fue desde el principio como una hijastra entre los derechos del hombre. “Ciertamente, el reunirse debe estar permitido a todos los ciudadanos —dijo el relator para cuestiones laborales en la Asamblea Constituyente en 1791—, pero no se debe permitir que se reúnan ciudadanos de determina¬das profesiones con el fin de sus supuestos intereses comunes” (3) En nombre de la abolición de los gremios y las corporaciones, los libera-les difi¬cultaron la asociación de los trabajadores, aunque finalmente no pudieron im¬pedirla. Aparte de las tareas de los partidos burgueses, el programa de las asociaciones socialistas con-tenía también la revolución. Ésta aparecía como el procedimiento más corto para realizar el fin ideológico de la burguesía, el bienestar general. La supresión de la propiedad privada sobre los medios de producción, la superación de la dilapidación de energía y material por el sistema de mercado mediante una economía planificada, la abolición del derecho de sucesión, etcétera, eran exigencias ra¬cionales en los tiempos que corrían. Los socialistas representaban, en contra de la burguesía, una fase más avanzada de ella misma y aspiraban final¬mente a un gobierno mejor. El establecimiento de la libertad se conside¬raba entonces como una consecuencia mecá-nica, natural, de la conquista del poder; de otra manera era una utopía.

En la era burguesa, la dirección hacia el estado autoritario les estaba trazada ya desde siempre a los partidos radicales. La historia posterior se presenta condensada en la revolución francesa. Robespierre había centralizado la autoridad en el Comité de Bienestar Público y había rebajado al parlamento a una cámara de registro de leyes. Había reunido en la dirección del partido jacobino las funciones de administración y gobierno. El estado regulaba la econo-mía. La comunidad popular se imponía en todas las formas de vida por medio de la fraterni-dad y la delación. La riqueza llegó a consi¬derarse casi como ilegal. Robespierre y los suyos pla-nearon incluso expropiar al enemigo interno, y la ira popular bien dirigida formaba parte de la maquinaria política. De acuerdo a su tendencia, la revolución francesa era totali¬taria. Su lu-cha contra la Iglesia no se originaba en una antipatía hacia la religión sino en la exigencia de que también la religión debía incorpo¬rarse al orden patriótico y servirlo. Los cultos de la Razón y del Ser Supremo se propagaron a causa de la reticencia del clero. “Jesús, el sansculotte” anuncia al Cristo nórdico. Bajo los jacobinos, el capitalismo de Es¬tado no pasó de sus sangrien-tos comienzos.(4) Pero el Thermidor no elimi¬nó su necesidad, la cual vuelve a manifestarse re-petidamente en las revolu¬ciones del siglo XIX. En Francia, los gobiernos consecuentemente liberales sólo tuvieron una vida efímera. La burguesía tuvo que llamar rápidamente al bona-partismo de arriba con el fin de dominar las tendencias es¬tatales procedentes de abajo. Al ré-gimen de Louis Blanc no le fue mejor que al Directorio. Y desde que, en la batalla de Junio, hubo que aplastar los talleres nacionales y el derecho al trabajo con el de¬senfreno de los gene-rales, la economía de mercado se mostró cada vez más reaccionaria. Si la idea de Rousseau de que las grandes diferencias en la propiedad iban en contra del principio de nación puso ya a su discípulo Robespierre en oposición al liberalismo, el posterior crecimiento de las fortunas capi-talistas era algo que sólo en el círculo de los economistas podía compaginarse todavía con el interés general. Bajo las condiciones de la gran in¬dustria, la lucha que entonces se libraba era para saber quién iba a ser el heredero de la sociedad de la competencia. Los clarividentes líde-res del estado, al igual que las masas que se hallaban tras los partidos extremos, los trabaja-dores y los pequeños burgueses arruinados, sabían que tal sociedad estaba liquidada. La oscu-ra relación entre Lasalle, el fundador del parti¬do de masas socialista alemán, y Bismark, el padre del capitalismo de es¬tado alemán, era simbólica. Ambos estaban orientados hacia el con-trol por parte del estado. Tanto los gobiernos como las burocracias de los partidos de oposición, de derecha y de izquierda, eran atraídos por alguna de las formas del estado autoritario según la posición que ocupaban en el proceso social. Y ciertamente para los individuos resulta decisi-vo saber qué forma adopta finalmente. Es la vida o la muerte lo que les espera a los desem-pleados, los jubilados, los comerciantes, los intelectuales, según sea que triunfe el reformismo, el bolchevismo o el fascismo.

La forma más consecuente del estado autoritario, la que se ha liberado de toda dependencia con respecto al capital privado, es el estatismo in¬tegral o socialismo de estado. Éste es capaz de incrementar la producción como sólo sucedió con el paso del mer¬cantilismo al liberalismo. Los países fascistas constituyen en cambio una forma mixta. También aquí, ciertamente, se extrae y se distribuye el plus¬valor bajo el control estatal, aunque sigue fluyendo todavía en grandes cantidades, bajo el antiguo nombre de ganancia, hacia los magnates de la industria y los terratenientes. La influencia de éstos perturba y desvía la organización. En el estatismo integral, la socialización está dada por decreto. Los capitalistas privados son eliminados. Los cupones sólo se recortan ya de los papeles del estado. Como consecuencia del pasado revolu-cionario del régimen, la pequeña guerra de las instancias y los de¬partamentos no es tan com-plicada como en el fascismo, donde las dife¬rencias de origen y conexión social dentro de los equipos burocráticos es causa de tantos conflictos. El estatismo integral no significa un retro-ceso sino un incremento de las fuerzas; puede vivir sin el odio racista. Pero los productores, a quienes pertenece el capital jurídicamente, “si¬guen siendo asalariados, proletarios”, por mucho que se haga por ellos. El régimen de la empresa se ha extendido por toda la sociedad. De no ser por la pobreza en medios técnicos de trabajo y por el contorno bélico, que vienen en ayuda de la burocracia, el estatismo aquí carecería ya de actualidad. Si se dejan de lado las complica-ciones bélicas, el absolutismo de las instancias en el estatismo integral, en apoyo de las cuales la policía invade hasta las últimas células de la vida, se enfrenta directamente a la organiza-ción libre de la sociedad. Para democratizar la administra¬ción no se requieren medidas eco-nómicas o jurídicas adicionales sino la volun¬tad de los gobernados. El círculo vicioso de pobre-za, dominio, guerra y pobreza los tendrá atrapados hasta que ellos mismos lleguen a rom¬perlo. En otras partes de Europa donde también existen tendencias en el sentido del estatismo inte-gral se abre la oportunidad de que ellas no se vean atrapadas en la dominación burocrática. No es posible predecir cuándo vaya a lograrse esto, ni tampoco, si llega más tarde a realizarse en la práctica, que lo logrado lo será de una vez y para siempre. En la historia, sólo lo malo es irrevocable: las posibilidades que no se realizaron, la felicidad que se dejó escapar, el asesinato con o sin procedi¬miento judicial, aquello que el poder infiere a los hombres. Lo demás se halla siempre en peligro.

El Estado autoritario es represivo en todas sus variantes. El derroche desmesurado no se efectúa ya por medio de mecanismos económicos a la manera clásica; se origina, en cambio, en las desvergonzadas necesida¬des del aparato de poder y en la destrucción de cualquier iniciati-va que venga de los dominados: la obediencia es improductiva. A pesar de la llamada ausencia de crisis, no existe armonía alguna. Aunque el plusvalor haya dejado de ser contabilizado como ganancia, de lo que se trata es de su apropiación. Se suprime la circula¬ción, la explotación se modifica. La frase acuñada para la economía de mercado, de que la anarquía en la sociedad corresponde al rígido orden en la fábrica, significa hoy que el estado de naturaleza interna¬cional, es decir, la lucha por el mercado mundial, y el disciplinamiento fascista de los pueblos se condicionan mutuamente. Aun cuando ahora las minorías dominantes estén unidas en la conjura contra sus pueblos, siempre están prontas a arrebatarse entre sí alguna pieza de sus cotos de caza. Las conferencias sobre la economía y el desarme aplazan los conflictos sólo por un momento; el principio del dominio se revela en el exterior como el de una movilización per-manente. El estado de cosas continúa siendo absurdo. Sólo que, en lo sucesivo, el refrenamien-to de las fuerzas productivas se entiende como una condición del dominio y es ejercido de ma-nera conciente. Que deban existir diferencias eco¬nómicas entre los diversos estratos de los do-minados —sea entre los tra¬bajadores comunes y los especializados o entre los sexos o entre las razas— y que deba practicarse sistemáticamente la separación de los individuos entre sí, pese a todos los medios de transporte, al pe¬riódico, a la radio, al cine, son principios que forman parte del catecismo propio del arte de gobernar autoritariamente. Los dominados deben poder escuchar a todos los jerarcas, desde el caudillo hasta el jefe de manzana, pero no deben escu-charse los unos a los otros; deben estar orientados acerca de to¬do, desde la política de paz na-cional hasta la lámpara de oscurecimiento, pero no deben orientarse a sí mismos; deben echar mano de todo, pero no del poder. La humanidad está siendo al mismo tiempo cultivada y muti-lada en todos los sentidos. Por más grande y poderoso que sea un país, unos Estados Unidos de Europa, por ejemplo, la maquinaria de represión contra el enemigo interno debe encontrar un pretexto en la amenaza del enemigo exterior. Si el hambre y el peligro de guerra eran conse-cuencias necesarias, incontroladas, involuntarias, de la economía libre, ahora, en el estado autoritario, tienden a ser medidas que se ponen en práctica constructivamente.

Por más inesperados que sean el tiempo y el lugar en que arribe el fin de la últi¬ma fase, es poco probable que sea un partido de masas re¬sucitado el que lo provoque; éste no haría más que relevar al que es ahora dominante. Es po¬sible que la actividad de grupos e individuos polí-ticos sea la que contribuya decisivamente a la preparación de la libertad; a los partidos de ma-sa opositores el estado autoritario no necesita temerlos más que en calidad de contrincantes que le hacen competencia. Ellos no cues¬tionan el principio. En realidad, el enemigo interno está en todas partes y en ninguna. Sólo al principio la mayoría de las víctimas del apara¬to po-licial viene del partido de masas sojuzgado. Más tarde, la sangre derramada fluye de todo el conjunto del pueblo. La selección que va a dar en los campos de concentración se vuelve cada vez más fortuita. Sea que la masa de prisioneros crezca o disminuya, sea incluso que por un tiempo puedan quedae vacíos los lugares dejados por los asesinados, en verdad cualquiera po-dría ir a parar en el campo de concentración. El acto que conduce a él lo cometen todos y cada uno, todos los días, en su pensamiento. En el fascismo, aunque todos marchan en perfecto or-den, todos sueñan con asesinar al caudillo. Si se someten es porque piensan fríamente: des-pués del caudillo vendrá su sustituto. Si alguna vez los hombres dejan de marchar, entonces podrán realizar sus sueños. El tan mencionado cansancio político de las masas, tras el que se escon¬den no pocas veces los dignatarios del partido, es en realidad sólo un escepticismo contra la dirección. Los obreros han aprendido que de aquellos que una y otra vez los movilizaron para enviarlos en seguida de retorno a casa, también después del triunfo sólo podrá venir exactamente lo mis¬mo. En la revolución francesa, las masas necesitaron cinco años para que les llegara a ser igual elegir entre Barras o Robespierre. De la apatía que esconde la repug-nancia hacia toda la fachada política no se puede sa¬car ninguna conclusión para el futuro. La apatía de las masas desaparecerá con la experiencia de que su voluntad política transforma realmente su propia existencia mediante la transformación de la sociedad. La apatía pertenece al capitalismo, a todas sus fases. La sociología generalizadora tiene el defecto de que es practi-cada amenudo por personas finas, a las que les gusta diferenciar demasiado concienzudamen-te. Los millones de abajo experimen¬tan desde su infancia que las fases del capitalismo perte-necen al mismo sistema. Hambre, control policiaco, servicio militar existen tanto en lo libe¬ral como en lo autoritario. En el fascismo, las masas se interesan sobre todo en que no triunfe el extranjero porque la nación dependiente tiene que soportar una mayor explotación. La espe-ranza se la ofrece apenas el estatismo integral, porque éste se encuentra en la frontera hacia lo mejor, y la esperanza contradice la apatía. En el concepto de la dictadura revolucionaria como transición no se contaba en modo alguno con una renovación del monopolio de los medios de producción por parte de alguna élite. Contra tal peligro son suficientes la energía y la vigi-lancia de los hombres. La transformación radical que pone fin al dominio llega tan le¬jos como alcanza la voluntad de los liberados. Toda resignación es ya una recaída en la prehistoria. Si, tras la disolución de las antiguas posiciones de poder, la sociedad no administra sus asuntos sobre la base del libre consenso la explotación continuará. No puede excluirse en teoría la apa-rición de reacciones que destruyan una y otra vez el germen de libertad, y menos aún mientras exista un mundo circun¬dante hostil. No es posible concebir sistemas que impidan automática¬mente los retrocesos. Las modalidades de la nueva sociedad aparecen sólo en el curso de la transformación. El sistema de los consejos, la concepción teórica que, según sus defensores, debe señalar el camino a la nueva sociedad, procede de la práctica. Se remonta a los años 1871, 1905 y a otros acontecimientos. La revolución tiene una tradición y la teoría está remiti-da a continuarla.

Si la futura convivencia tiene probabilidades de durar no es porque vaya a basarse en una constitución refinada sino porque el poder termina de gastarse en el capitalismo de Estado. Gracias a su páctica, la dirección eficiente del apara¬to productivo, el intercambio entre la ciu-dad y el campo, el aprovisiona¬miento de la grandes urbes ya no presentan dificultades. La di-rección de la economía, que antes resultaba de la ilusoria iniciativa de empresarios privados, se disuelve finalmente en sencillas funciones que pueden apren¬derse de la misma manera que se aprende la construcción y el manejo de las máquinas. A la disolución del genio empresarial sigue el de la sabiduría de los líderes. Sus funciones pueden ser cumplidas por elementos do-tados de una preparación promedio. Las cuestiones económicas se convierten cada vez más en cuestiones técnicas. La posición de privilegio de los funcionarios de la administración, ingenie-ros, lo mismo técnicos que de planificación económica, pierde su base racional en el futuro; su único argu¬mento sería el del puro poder. El verdadero fundamento de la identidad entre Esta-do autoritario y terrorismo está en el hecho de que la base racional del dominio se encuentra ya en proceso de desaparecer cuando ese estado se hace cargo de la sociedad; hecho en que se basa también la teoría de Engels de que con el estado autoritario toca a su fin la prehistoria. Antes de que se ex¬tinguiera en los países fascistas, la constitución fue un instrumento del do-minio. Por me¬dio de ella, desde la revolución inglesa y la francesa, la burguesía europea había puesto un límite al gobierno y había asegurado su pro¬piedad. El que negara que los derechos del individuo deban reservarse a un grupo y que postulara una universalidad formal, la con-vierte hoy en el anhelo de las minorías. En una nueva sociedad, ella no aspirará a tener más importancia que la que tienen los itinerarios de trenes y los reglamentos de circulación en la sociedad actual. “Con qué frecuencia —se lamenta Dante acerca de la inconstancia de la cons-titución en Florencia— se han proscrito leyes, monedas, cargos, costumbres, y tu ciudadanía ha reconocido nuevos miembros.”(5)Lo que para el decadente dominio de los patricios resultaba peligroso sería lo propio de la sociedad sin clases. Las formas de la asociación libre no se fusio-nan en un sistema.

Así como no puede por sí mismo proyectar el futuro, el pensamiento tampoco puede deter-minar el momento preciso. Según Hegel, las etapas del espíritu del mundo se suceden unas a otras con una necesidad lógi¬ca; no es posible saltar ninguna de ellas. En esto, Marx le fue fiel. La historia aparece como un desarrollo sin solu¬ción de continuidad. Lo nuevo no puede empe-zar antes de que haya lle¬gado su tiempo. Pero —cosa curiosa— el fatalismo de ambos pensa-dores se refiere únicamente al pasado. Su error metafísico: pensar que la his¬toria obedece a una ley inmutable, es compensado por su error histórico: pensar que es en su época cuando esta ley se cumple y se agota. El presente y el porvenir no se encuentran bajo esa misma ley, y lo que empieza no es una época social más. El progreso existe, pero en la prehistoria, y domina todas las épocas hasta ahora. Es de las empresas históricas del pasado de las que cabe decir que su tiempo no estaba madu¬ro para ellas. Hoy, quien habla de una madurez insuficiente no hace otra cosa que disfrazar con explicaciones el acuerdo con lo malo. Para el revolucionario, el mundo ha estado ya siempre maduro. Lo que a la mirada retrospectiva le parece una etapa previa, una situación in¬madura, fue para él, en su momento, la última oportunidad que había para la transformación. Él está con los desesperados que se dirigen al patíbulo a cumplir una condena, no con aquellos que tienen tiempo. En el momento preciso, la invocación de un es-quema de etapas sociales capaz de demostrar post festum la impotencia de una época pretérita resulta tergiversadora en la teoría y vil en la política. La época en que aparece una teoría per-te¬nece al sentido de la misma. La teoría acerca del crecimiento de las fuerzas produc¬tivas, de la sucesión de los modos de producción y de la misión del prole¬tariado no entrega un cuadro histórico para ser contemplado ni tampoco una fórmula científica para calcular de antemano los hechos veni¬deros. Ella formula la conciencia adecuada en una fase determinada de la lu-cha, y se la puede reconocer como tal nuevamente en conflictos posteriores. La verdad experi-mentada como apropiación se convierte en su contrario; sobre ella incide el relativismo, cuyo rasgo crítico procede del mismo ideal de seguridad que la filosofía absoluta. La teoría crítica es de otro li¬naje. Se vuelve contra el saber que sirve de apoyo indubitable. Confronta la historia con la posibilidad que se hace visible en ella siempre de un modo concreto. La madurez es el tema probandum y probatum. Aun cuando el posterior curso de la historia dio la razón a la Gironda en contra de la Montaña, a Lutero contra Münzer, la traición a la humanidad no es-tuvo en las empresas de los revolucionarios, inadecuadas para la época, sino en la sabiduría de los realistas, adecuada a su época. Tal vez realmente el per¬feccionamiento de los métodos de producción no haya perfeccionado sólo las probabilidades de la opresión sino también las de su abolición. Pero la conclusión que hoy puede extraerse del mate¬rialismo histórico, como antes de Rousseau o de la Biblia, a sa¬ber, la idea de que el horror encontrará un término “ahora, o si no sólo dentro de cien años”, ha sido actual en todo momento.

Los levantamientos burgueses dependían, en efecto, de la madurez. Su éxi¬to, desde el de los Reformadores hasta el de la revolución legal del fascismo, estuvo vinculado a los logros técni-cos y económicos que caracterizan el progreso del capitalismo. Son levantamientos que vienen a abreviar un desarrollo predeterminado. La idea de la revolución como partera de la historia corresponde exactamente a la historia de la burguesía. Sus formas materiales de existencia estaban ya desarrolladas antes de la conquista del poder político. La teoría sobre cómo adelan-tar el momento preciso domina la politique scientifique desde los tiempos de la Revolución Francesa. Comte, con el imprimatur de Saint-Simon, formula como principio político la si-guiente idea: “Es muy diferente si se sigue simplemente el curso de la historia, sin dar¬se cuen-ta de ello, o si se lo sigue con el pensamiento puesto en las causas. Los cambios históricos tie-nen lugar no sólo en el segundo caso sino también en el primero, pero entonces se hacen espe-rar por más tiempo y únicamente acontecen después de que, conforme a su índole e importan-cia, han sacudido a la sociedad de manera funesta.”(6) El conocimiento de las leyes históricas que rigen el desarrollo de las formas sociales debe, según los saintsimonistas, mitigar la revo-lución; según los marxistas debe reforzarla. Unos y otros le atribuyen la función de abreviar un proceso que se desarrolla automáticamente, de un modo na¬tural. “«La transformación revo-lucionaria —dice Bebel—, que cambia radicalmente todas las relaciones vitales de las perso-nas y que en especial modifica también la posición de la mujer, está realizándose ya ante nuestros ojos. Sólo es cuestión de tiempo el que la sociedad tome en sus manos a la mayor es-cala posible esta transformación, acelere y generalice el pro¬ceso de transformación y permita con ello a todos sin excepción participar de sus numerosas y multifacéticas ventajas.»”(7) De esta menera, la revolución se reducía a una transición más rápida hacia el capita¬lismo de es-tado que ya entonces se anunciaba. A pesar de la adopción de la lógica hegeliana, que habla del cambio como de un salto o una revo¬lución, la transformación aparecía esencialmente como un incremento de escalas cuantitativo: los gérmenes de la planificación debían reforzarse, la distribu¬ción configurarse de una manera más racional. La teoría acerca de la partera de la historia rebaja la revolución a un mero progreso.

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