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.Etica como filosofía moral


Enviado por   •  20 de Abril de 2014  •  Tutoriales  •  3.817 Palabras (16 Páginas)  •  657 Visitas

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1.ETICA COMO FILOSOFÍA MORAL

1. DE LO QUE NO CORRESPONDE HACER A LA ETICA

Aunque tal vez resulte un tanto cursi, me gustaría empezar este trabajo diciendo que, a mi modo de entender, la ética es una incomprendida y que tal incomprensión la está dejando sin quehacer, es decir, sin nada que hacer. Sencillamente, porque nadie sabe bien a las claras qué hacer con ella.

La ética ha aparecido hasta hace bien poco en los planes de bachillerato como una disciplina sinuosa, competidora de la religión, especie de «moral para increyentes», pero sin serlo . Naturalmente, no se la denominaba moral, no fuera a confundirse con una moral determinada o con prescripciones en torno al sexto mandamiento; pero el contenido del programa hubiera sido explicado con gusto por un moralista, porque se desgranaba en una serie de problemas frente a los cuales parece que el alumno debería aprender unas actitudes determinadas.

Despertar directamente actitudes porque se consideran más humanas o más cívicas que otras es inveteradamente una tarea moral, y se configura sobre la base de una concepción del hombre, sea religiosa o secular. Pero el temor a las confusiones aludidas, o el miedo a confesar que en las sociedades pluralistas también nos parecen unos modos de enfrentar la vida más propios del hombre que otros, sugirió «a quienes competía» la ingeniosa idea de sustituir el término «moral» por ese otro, que parece más científico, cívico y secular, «ética». Lástima que a los tres «más» citados tengamos que añadir «más inadecuado» porque, en buena ley, el quehacer ético no se identifica con lo que, al parecer, se esperaba del profesor de ética y que estaba muy conectado con lo que ha dado en llamarse «ética cívica», aunque es más bien una «moral democrática».

Tiene pleno sentido que una sociedad democrática y pluralista no desee inculcar a sus jóvenes una imagen de hombre admitida como ideal sólo por alguno de los grupos que la componen, pero tampoco renuncie a transmitirles actitudes sin las que es imposible la convivencia democrática. Sin embargo, la solución no consiste en cambiar el rótulo de «moral» por el de «ética» en la asignatura correspondiente, sino en explicitar los mínimos morales que una sociedad democrática debe transmitir, porque hemos aprendido al hilo de la historia que son principios, valores, actitudes y hábitos a los que no podemos renunciar sin renunciar a la vez a la propia humanidad. Si una moral semejante no puede responder a todas las aspiraciones que compondrían una «moral de máximos», sino que ha de conformarse con ser una «moral de mínimos» compartidos, es en definitiva el precio que ha de pagar por pretender ser transmitida a todos. Pero cambiar el título «moral» por «ética» no resuelve las cosas; más bien las resuelve el percatarse de que la moral democrática es una moral de mínimos y la ética es filosofía moral.

Con este cúmulo de confusiones hacía la ética su entrada triunfal en el bachillerato hasta hace bien poco. No es de extrañar que en las reuniones del ramo se expresaran opiniones de lo más variadas: desde exigir su supresión en los planes de estudios, hasta proponer un dar a luz-inculcar actitudes, pasando por dejar meramente que los chavales hablen, o por pedir que los profesores de filosofía rehusen dar la asignatura.

Desgraciadamente, no le va mejor a nuestra malhadada disciplina en las aulas universitarias. Algunos alumnos esperan del profesor de ética que, oficiando de moralista, acometa temas morales candentes e intente prescribir cómo obrar en tales casos; mientras que un buen número de profesores, conscientes de que el ético no es quien para dirigir la acción, se refugia en el útil, pero alicorto, análisis del lenguaje moral, se pierde asépticamente en los vericuetos de la historia de la filosofía, acumula un fárrago de doctrinas sin crítica alguna, o reduce el fenómeno moral a otros más fácilmente explicables. Todo menos prescribir la acción: que no se nos confunda con el moralista.

Y, ciertamente, no debemos propiciar que se nos confunda con el moralista, porque no es tarea de la ética indicar a los hombres de modo inmediato qué deben hacer. Pero tampoco podemos permitir que se nos identifique con el historiador (aunque historie la ética), con el narrador descomprometido del pensamiento ajeno, con el aséptico analista del lenguaje o con el científico. Aun cuando la ética no pueda en modo alguno prescindir de la moral, la historia, el análisis lingüístico o los resultados de las ciencias, tiene su propio quehacer y sólo como filosofía puede llevarlo a cabo: sólo como filosofía moral.

2. ETICA COMO FILOSOFÍA MORAL

Es cierto que la ética se distingue de la moral, en principio, por no atenerse a una imagen de hombre determinada, aceptada como ideal por un grupo concreto; pero también es cierto que el paso de la moral a la ética no supone transitar de una moral determinada a un eclecticismo, a una amalgama de modelos antropológicos; ni tampoco pasar hegelianamente a la moral ya expresada en las instituciones: la ética no es una moral institucional. Por el contrario, el tránsito de la moral a la ética implica un cambio de nivel reflexivo, el paso de una reflexión que dirige la acción de modo inmediato a una reflexión filosófica, que sólo de forma mediata puede orientar el obrar; puede y debe hacerlo. A caballo entre la presunta «asepsia axiológica» del científico y el compromiso del moralista por un ideal de hombre determinado, la ética, como teoría filosófica de la acción, tiene una tarea específica que cumplir.

En principio, la ética tiene que habérselas con un hecho peculiar e irreductible a otros: el hecho de que nuestro mundo humano resulte incomprensible si eliminamos esa dimensión a la que llamamos moral. Puede expresarse a través de normas, acciones, valores, preferencias o estructuras, pero lo bien cierto es que suprimir o reducir la moral a otros fenómenos supone mutilar la comprensión de la realidad humana. Y no será porque filósofos y científicos de todos los tiempos y colores no hayan intentado empecinadamente dar cuenta de lo moral desde la biología, la psicología, la sociología o la economía; cualquier ciencia que empieza a cobrar un cierto prestigio pretende absorber en sus métodos el hecho de la moralidad. Sin embargo, los reiterados fracasos de tales intentos vienen dando fe de que «lo moral no se rinde», sino que vuelve reiteradamente por sus fueros del modo más insospechado.

La ética, pues, a diferencia de la moral, tiene que ocuparse de lo moral en su especificidad, sin limitarse a una moral determinada. Pero, frente a las ciencias empírico-analíticas, e incluso frente a las ciencias comprensivas que repudian todo criterio de validez , tiene que dar razón filosófica de la moral: como reflexión filosófica se ve obligada a justificar teóricamente por qué hay moral y debe haberla, o bien a confesar que no hay razón alguna para que la haya. Si es importante ese primer momento que trata de detectar los caracteres específicos del fenómeno universal de la moralidad, este segundo momento de sereno distanciamiento y elaboración filosófica nos sitúa en el ámbito de los argumentos que pueden ser universalmente aceptados. Naturalmente, nadie pretende que tales argumentos se manejen, en la vida cotidiana, como moneda corriente para influir en las decisiones diarias: ni la lectura de El Capital ni la de la Crítica de la Razón práctica decidirán, probablemente, a un obrero socialista a sumarse a la huelga o a pasar por esquirol; en el mundo de la vida son las preferencias, las tradiciones, los modelos que inspiran confianza o las instituciones fácticas quienes mueven la actuación humana, y sólo en contadas ocasiones una reflexión explícitamente argumentada dirige el obrar . Pero, si es cierto que en los asuntos morales el mundo de la vida ostenta el primado sustancial, si es cierto que la reflexión filosófica sólo alza el vuelo al anochecer, no es menos cierto que únicamente un provisional distanciamiento con respecto al mundo cotidiano, destinado a construir una fundamentación serena y argumentada, permite a los hombres a la larga adueñarse de sí mismos, superar esa voluntad del esclavo que, según Hegel, «no se sabe aún como libre y es por eso una voluntad desprovista de voluntad ».

El quehacer ético consiste, pues, a mi juicio, en acoger el mundo moral en su especificidad y en dar reflexivamente razón de él, con objeto de que los hombres crezcan en saber acerca de sí mismos, y, por tanto, en libertad. Semejante tarea no tiene una incidencia inmediata en la vida cotidiana pero sí ese poder esclarecedor, propio de la filosofía, que es insustituible en el camino hacia la libertad.

Sin embargo —y aquí radica nuestro mayor problema—, para habérselas con un quehacer semejante, se requiere una peculiar vocación, con la que no siempre cuenta quien oficia de ético. ¿Qué rasgos configuran el perfil del hombre que puede tener vocación ética?

3. ETICA COMO VOCACIÓN

El quehacer ético se sustenta sobre dos pilares, sin los cuales yerra su objetivo: el interés moral y la fe en la misión de la filosofía. El ético vocacionado es el hombre al que verdaderamente preocupa el bien de los hombres concretos y que confía en que la reflexión filosófica puede contribuir esencialmente a conseguirlo. Sin un vivo interés por los hombres y sin fe en el quehacer filosófico, el ético profesional es cualquier cosa menos un ético vocacionado y abandona sin escrúpulo la misión que sólo a la ética está encomendada. O bien, desconfiando de la fecundidad de la filosofía, se limita a comunicar sus convicciones morales, con lo cual rehúsa la posibilidad de alcanzar niveles más universalmente compartibles y fundamentados; o bien, por desinterés, se contenta con «justificaciones» de lo moral, así entre comillas, incapaces de dar razón de la conciencia moral alcanzada en un determinado momento. Creo que, en este sentido, es preciso conceder a Kant y a la Escuela de Francfort, sobre todo a sus representantes últimos, que la razón no es neutral, que en cada ámbito del saber se pone en ejercicio movida por un interés objetivo, sin el cual yerra su meta . Quien no ingresa en la comunidad de los científicos movido —al menos también— por el interés en la verdad, sino sólo por motivos subjetivos, renuncia a seguir la lógica de la ciencia; el ético al que no preocupa el bien de los hombres renuncia a descubrir la lógica de la acción. Ciertamente, es posible penetrar en el mundo ético por móviles subjetivos, tales como la necesidad, la oportunidad de la situación, el afán de prestigio o la casualidad; pero, si únicamente estos objetivos son los motores de la reflexión, es imposible que el presunto filósofo dé razón de la realidad moral, desentrañe la lógica de la acción.

En este orden de cosas no puedo por menos de recordar la dolorida y dolorosa réplica que un representante de la ética de la liberación dirigía al Wittgenstein del Tractatus:

«Si lo ético cae entre lo que "de lo que no se puede hablar, mejor es callar", es necesario que el campesino salvadoreño calle del napalm que se le arroja para impedir su liberación. Es posible que la aristocracia vienesa —a la que pertenecía el gran lógico— pueda ser escéptica y hablar de pocas cosas. Pero ese escepticismo se vuelve éticamente cínico cuando es necesario gritar —no sólo hablar— al sistema sobre su horrible perversidad, y formular positivamente lo necesario para la liberación »

Tampoco puedo olvidar la insatisfacción en que el cientificismo y el positivismo de todos los tiempos han sumido a la razón práctica. Con su insuficiencia han venido a demostrar que el mundo moral no es el de lo irracional, sino que tiene su lógica peculiar; pero, para descubrirla, no bastan la razón formal ni la razón científico-técnica, porque se precisa una razón plenamente humana, que sólo puede ser interesada y sentimental. Sólo una razón com-pasiva o com-padeciente, puesta en pie por la vivencia del sufrimiento, espoleada por el ansia de felicidad, asombrada por el absurdo de la injusticia, tiene fuerza suficiente para desentrañar la lógica que corre por las venas de este misterioso ámbito, sin contentarse con cualquier aparente justificación . La razón moralmente desinteresada se cansa pronto en sus esfuerzos investigadores y cualquier solución le parece satisfactoria con tal de que se encuentre en la línea del interés subjetivo por el que se ha puesto en marcha . Esto explica, a mi juicio, que propuestas tan injustas con la realidad moral de nuestro tiempo como el escepticismo y el relativismo extremos, el emotivismo, el silencio ético, el «realismo» conformista o los reduccionismos, hayan podido formularse y defenderse, al parecer, en serio.

Indudablemente la conciencia que nuestra época tiene de la moralidad no es unitaria. A través de ella se expresan valoraciones diversas, que, en ocasiones, parecen rayar en la disparidad y situar al ético en las puertas del relativismo. No sólo los mundos «primero» y «tercero» generan necesidades y preferencias distintas; también los distintos grupos de edad, las agrupaciones profesionales y un largo etcétera de corporaciones bosquejan diferentes ideales de vida. ¿Cómo hablar en una situación semejante de «conciencia moral alcanzada por nuestro tiempo»?

A mi juicio, y a pesar de todas las heterogeneidades, a pesar del tan loado «derecho a la diferencia», existe una base moral común a la que nuestro momento histórico no está dispuesto a renunciar en modo alguno y que, a su vez, justifica el deber de respetar las diferencias. A la altura de nuestro tiempo, la base de la cultura que se va extendiendo de forma imparable, hasta el punto de poder considerarse como sustento universal para legitimar y deslegitimar instituciones nacionales e internacionales, es el reconocimiento de la dignidad del hombre y sus derechos; el techo de cualquier argumentación práctica continúa siendo aquella afirmación kantiana de que:

«El hombre, y en general todo ser racional, existe como fin en sí mismo, no sólo como medio para usos cualesquiera de esta o aquella voluntad; debe en todas sus acciones, no sólo las dirigidas a sí mismo, sino las dirigidas a los demás seres racionales, ser considerado siempre al mismo tiempo como fin» .

Aun cuando las conculcaciones de los derechos humanos sean continuas, y a pesar de que los discursos justificadores de las mismas rezumen en la mayor parte de los casos un innegable cinismo estratégico, lo cierto es que, hoy por hoy, la premisa irrebasable de cualquier razonamiento en torno a derechos y deberes es el reconocimiento de la dignidad de la persona.

Frente a una realidad moral semejante (la realidad moral sólo puede medirse por la conciencia alcanzada por la humanidad) quedan pobres y cortas las justificaciones de cualquier razón desinteresada en el derecho al bien de los hombres concretos. El escepticismo o relativismo, tan aristócratas e ingeniosos aparentemente, resultan en verdad insostenibles en la vida cotidiana, porque nadie puede actuar creyendo realmente que no existen unas opciones preferibles a otras, o que la maldad del asesinato y la tortura dependen de las diferentes culturas. El escepticismo y el relativismo, llevados al extremo, son las típicas posiciones «de salón», abstractas, construidas de espaldas a la acción real; en su versión moderada intentan un mayor acoplamiento a la realidad moral, pero no alcanzan la altura mínima requerida —la del reconocimiento de los derechos humanos— que constituye un rotundo mentís a toda pretensión escéptica y relativista seria.

Por su parte, el emotivismo destaca con todo mérito el papel de la sensibilidad en el mundo moral frente al intelectualismo y al excesivo racionalismo que ha dominado en corrientes éticas de gran audiencia. Pero no justifica el respeto «al lejano», a aquél del que nada nos dicen las emociones individuales, ni aclara cómo actuar frente a quienes nos provocan un auténtico rechazo. Aún más se complica la cuestión si, aceptando como única guía la sensibilidad, pretendemos identificar el bien con la belleza, porque cabe preguntar si está al alcance de todos los hombres jugar a lo estético. Mientras un solo hombre muera de hambre o se angustie ante la amenaza de la tortura; mientras la incertidumbre del parado o el riesgo de una guerra nuclear sigan «gritando al sistema sobre su injusticia»; mientras la realización de los derechos de los hombres esté tan lejos de la proclamación de su concepto, resulta éticamente imposible —si no éticamente cínico, siguiendo a Dussel— no sólo callar, sino también jugar a lo bello.

Por último, los reduccionismos, con su apariencia de cientificidad, con ese sentimiento de superioridad frente a los ignorantes que todavía creen en la misión específica de la filosofía y en el derecho de los hombres al bien, se empeñan en explicar el debe moral a base de lo que hay. Con ello vienen desembocando en un «realismo» conformista, que hoy se traduce en la aceptación acrítica de que la razón práctica se reduce a la razón estratégica, porque no existe más «debe» que «lo que hay», y lo que hay son hombres movidos por intereses egoístas. Desde la última sofística, pasando muy especialmente por Maquiavelo y Hobbes, este «realismo», radicalmente injusto con la realidad, sigue recordando que podemos explicar y predecir los comportamientos morales con tal de conocer los factores biológicos, psicológicos o sociológicos que componen la razón estratégica. La moral, en buena ley, debe limitarse a un catálogo de consejos, que revisten la forma del imperativo hipotético kantiano: si quieres X, haz Y. Las teorías contemporáneas de la decisión y de los juegos constituyen un ejemplo paradigmático, y además formalizado y matematizado (el non plus ultra) de semejante código moral.

Afortunadamente, el «realismo» de honda raigambre maquiavélica y hobbesiana es miope ante la realidad. No sólo porque los hombres no siempre actúan estratégicamente por móviles subjetivos, sino porque «lo que hay» no es todo, y elevar la razón estratégica al rango de razón práctica supone cometer una injusticia con respecto a nuestra realidad moral. A pesar de que los hombres seamos claramente diferentes; a pesar de que en las relaciones cotidianas más parece que nos consideremos mutuamente como medios que como fines, el cristianismo, el kantismo, el socialismo y la actual pragmática no empírica no han tomado cuerpo sin consecuencias en nuestra cultura. Cierto que es la razón estratégica quien prospera abiertamente en la vida pública; en esto no le falta razón a M. Weber, porque los técnicos y los expertos parecen dispuestos a dirigirnos la vida y nosotros a aceptar su dirección. Esto es verdad, pero no toda la verdad. Descubrir esa parcela de verdad que no se pliega a la razón de los expertos y sin la que es imposible comprender el grado de conciencia moral alcanzado por la humanidad en su historia, constituye —a mi juicio— el quehacer ético por excelencia, el tema ético de nuestro tiempo.

4. EL TEMA DE NUESTRO TIEMPO

El interés por el bien de los hombres concretos, motor objetivo de la ética inveteradamente, ha ido expresándose de modos diversos en el curso de la historia, pero son dos —a mi juicio— las grandes preguntas que traducen la preocupación ética: la pregunta por el bien positivo «¿qué podemos hacer para ser felices?», y la pregunta por el sustento indispensable del bien positivo «¿qué debemos hacer para que cada hombre se encuentre en situación de lograr su felicidad?»

La primera cuestión, surgida en el mundo oriental, recorre la ética griega en su conjunto y sigue dando sentido a la reflexión medieval y al utilitarismo de todos los tiempos. Lo que, en definitiva, importa a la ética es la vida feliz. Pero la convicción razonada de que el bosquejo de la vida feliz no puede ser idéntico para todos los hombres desplaza el centro de la filosofía moral hacia el ámbito del deber. Si cada hombre posee una constitución psicológica diferente, su plenificación será también diferente; por tanto, no cabe con respecto a la felicidad sino aconsejar determinadas conductas desde la experiencia, y carece de sentido prescribir universalmente. No la faltaba razón a Aristóteles en dejar la felicidad en manos de la razón prudencial, aunque erraba al creer que existe una función propia del hombre, cuyo ejercicio supone para cualquier hombre el bien supremo: la felicidad, diríamos con Kant, no es un ideal de la razón sino de la imaginación . Pero, para posibilitarla, es necesario un paso previo, que ha marcado el rumbo de las éticas deontológicas de cuño kantiano, entre las que hoy se encuentran las más relevantes filosofías morales: es preciso dilucidar quiénes y por qué tienen derecho a la felicidad y trazar el marco normativo dentro del cual quienes ostentan tal derecho pueden verlo respetado y fomentado.

La respuesta kantiana, a la que la humanidad no ha renunciado, es bien conocida. Frente al utilitarismo, que aboga por satisfacer las aspiraciones de toda la creación sentiente, cabe recordar que la supervivencia de unos seres vivos exige irremediablemente el sacrificio de otros; que sólo existe un ser cuya autonomía es fundamento de deberes universalmente exígibles: sólo las personas, en virtud de su autonomía, tienen que ser universalmente respetadas y asistidas en su ansia de felicidad.

Sin embargo, hoy en día el eje de la reflexión ética se ha desplazado nuevamente, en cuanto que no se reduce a la felicidad o al deber, sino que intenta conjugar ambos por medio del diálogo. Aunque el elemento vital de la moralidad sigue siendo la autonomía de la persona, tal autonomía no se entiende ya como ejercida por individuos aislados, sino como realizable a través de diálogos intersubjetivos, tendentes a dilucidar cuál sea nuestro bien, porque es errado concebir a los hombres como individuos capaces de acceder en solitario a la verdad y al bien. Los hombres somos —por decirlo con Hölderlin— un diálogo, y sólo por su mediación podemos desentrañar nuestra felicidad.

Como medio propio para expresar la autonomía humana, el diálogo permite a la ética situarse a medio camino entre el absolutismo, que defiende unilateralmente un código moral determinado, y el relativismo, que disuelve la moralidad; entre el utopismo, que asegura la llegada inminente de un mundo perfecto, y el pragmatismo, que elimina toda dimensión utópica perdiéndose en la pura estrategia presente o, lo que es idéntico, en la inmoralidad . Tal vez por estas razones las filosofías morales más relevantes de nuestro momento, tanto «liberales» (Rawls, racionalismo crítico), como «socialistas» (Apel, Habermas, Heller) centran su atención en el diálogo.

Sin embargo —y aquí se plantea hoy el tema candente—, ¿qué sentido tiene apelar al diálogo como realizador de la autonomía humana, si los hombres no podemos aportar a él más que una razón estratégica y calculadora, como quiere el «realismo» conformista, un entramado de emociones, como propone el emotivismo, o si somos incapaces de acuerdo, como sugieren el escepticismo o el relativismo? ¿Qué de la razón humana, qué del hombre se expresan a través del diálogo, que pone verdaderamente en ejercicio esa autonomía por la que tenemos dignidad y no precio?

Entre el absolutismo y el relativismo, entre el emotivismo y el intelectualismo, entre el utopismo y el pragmatismo, el tema ético de nuestro tiempo consiste —a mi juicio— en dilucidar si el hombre es capaz de algo más que estrategia y visceralismo. Si es capaz de comunicar-se. Si es capaz de com-padecer.

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