Genealogía De La Moral
karlos7x725 de Septiembre de 2011
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Nosotros los que conocemos somos desconocidos para nosotros, nosotros mismos
somos desconocidos para nosotros mismos: esto tiene un buen fundamento.
No nos hemos buscado nunca, –– ¿cómo iba a suceder que un día nos encontrásemos?
Con razón se ha dicho: «Donde está vuestro tesoro, allí está
vuestro corazón»1; nuestro tesoro está allí donde se asientan las colmenas de
nuestro conocimiento. Estamos siempre en camino hacia ellas cual animales
alados de nacimiento y recolectores de miel del espíritu, nos preocupamos de
corazón propiamente de una sola cosa ––de «llevar a casa» algo. En lo que se
refiere, por lo demás, a la vida, a las denominadas «vivencias», –– ¿quién de
nosotros tiene siquiera suficiente seriedad para ellas? ¿O suficiente tiempo? Me
temo que en tales asuntos jamás hemos prestado bien atención «al asunto»:
ocurre precisamente que no tenemos allí nuestro corazón ––¡y ni siquiera nuestro
oído! Antes bien, así como un hombre divinamente distraído y absorto a
quien el reloj acaba de atronarle fuertemente los oídos con sus doce campanadas
del mediodía, se desvela de golpe y se pregunta «¿qué es lo que en realidad
ha sonado ahí?», así también nosotros nos frotamos a veces las orejas
después de ocurridas las cosas y preguntamos, sorprendidos del todo, perplejos
del todo, «¿qué es lo que en realidad hemos vivido ahí?», más aún, «¿quiénes
somos nosotros en realidad?» y nos ponemos a contar con retraso, como hemos
dicho, las doce vibrantes campanadas de nuestra vivencia, de nuestra vida, de
nuestro ser ––¡ay!, y nos equivocamos en la cuenta... Necesariamente permanecemos
extraños a nosotros mismos, no nos entendemos, tenemos que confundirnos
con otros, en nosotros se cumple por siempre la frase que dice «cada
uno es para sí mismo el más lejano»2, en lo que a nosotros se refiere no somos
«los que conocemos»...
1. Véase Evangelio de Mateo, 21; Sermón de la Montaña.
2. Nietzsche invierte aquí una conocida frase de La Andriana, de Terencio (IV,
1, 12), en el monólogo de Carino: «proxumus sum egomet mihi» (mi [pariente]
más próximo soy yo mismo).
2
–– Mis pensamientos sobre la procedencia de nuestros prejuicios morales ––
pues de ellos se trata en este escrito polémico–– tuvieron su expresión primera,
parca y provisional en esa colección de aforismos que lleva por título Humano,
demasiado humano. Un libro para espíritus libres, cuya redacción comencé en
Sorrento durante un invierno que me permitió hacer un alto como hace un alto
un viajero y abarcar con la mirada el vasto y peligroso país a través del cual
había caminado mi espíritu hasta entonces. Ocurría esto en el invierno de 1876
a 1877; los pensamientos mismos son más antiguos. En lo esencial eran ya
idénticos a los que ahora recojo de nuevo en estos tratados: –– ¡esperemos que
ese prolongado intervalo les haya favorecido y que se hayan vuelto más maduros,
más luminosos, más fuertes, más perfectos! El hecho de que yo me aferre a
ellos todavía hoy, el que ellos mismos se hayan entre tanto unido entre sí cada
vez con más fuerza, e incluso se hayan entrelazado y fundido, refuerza dentro
de mí la gozosa confianza de que, desde el principio, no surgieron en mí de manera
aislada, ni fortuita, ni esporádica, sino de una raíz común, de una voluntad
fundamental de conocimiento, la cual dictaba sus órdenes en lo profundo, hablaba
de un modo cada vez más resuelto y exigía cosas cada vez más precisas.
Esto es, en efecto, lo único que conviene a un filósofo. No tenemos nosotros
derecho a estar solos en algún sitio: no nos es lícito ni equivocarnos solos, ni
solos encontrar la verdad. Antes bien, con la necesidad con que un árbol da sus
frutos, así brotan de nosotros nuestros pensamientos, nuestros valores, nuestros
síes y nuestros noes, nuestras preguntas y nuestras dudas –– todos ellos emparentados
y relacionados entre sí, testimonios de una única voluntad, de una única
salud, de un único reino terrenal, de un único sol. –– ¿Os gustarán a vosotros
estos frutos nuestros? –– Pero ¡qué les importa eso a los árboles! ¡Qué nos importa
eso a nosotros los filósofos!...
3
Dada mi peculiar inclinación a cavilar sobre ciertos problemas, inclinación que yo
confieso a disgusto ––pues se refiere a la moral, a todo lo que hasta ahora se ha
ensalzado en la tierra como moral–– y que en mi vida apareció tan precoz, tan
espontánea, tan incontenible, tan en contradicción con mi ambiente, con mi
edad, con los ejemplos recibidos, con mi procedencia, que casi tendría derecho
a llamarla mi a priori, –– tanto mi curiosidad como mis sospechas tuvieron que
detenerse tempranamente en la pregunta sobre qué origen tienen propiamente
nuestro bien y nuestro mal. De hecho, siendo yo un muchacho de trece años me
acosaba ya el problema del origen del mal: a él le dediqué, en una edad en que
se tiene «el corazón dividido a partes iguales entre los juegos infantiles y Dios»3,
mi primer juego literario de niño, mi primer ejercicio de caligrafía filosófica ––y
por lo que respecta a la «solución» que entonces di al problema, otorgué a Dios,
como es justo, el honor e hice de él el Padre del Mal4. ¿Es que me lo exigía precisamente
así mi a priori? ¿aquel a priori nuevo, inmoral, o al menos inmoralista,
y el ¡ay! tan antikantiano, tan enigmático «imperativo categórico» que en él habla
y al cual desde entonces he seguido prestando oídos cada vez más, y no sólo
oídos?... Por fortuna aprendí pronto a separar el prejuicio teológico del prejuicio
moral, y no busqué ya el origen del mal por detrás del mundo. Un poco de aleccionamiento
histórico y filológico, y además una innata capacidad selectiva en lo
que respecta a las cuestiones psicológicas en general, transformaron pronto mi
problema en este otro: ¿en qué condiciones se inventó el hombre esos juicios de
valor que son las palabras bueno y malvado?, ¿y qué valor tienen ellos mismos?
¿Han frenado o han estimulado hasta ahora el desarrollo humano? ¿Son un signo
de indigencia, de empobrecimiento, de degeneración de la vida? ¿O, por el
contrario, en ellos se manifiestan la plenitud, la fuerza, la voluntad de la vida, su
valor, su confianza, su futuro? –– Dentro de mí encontré y osé dar múltiples respuestas
a tales preguntas, distinguí tiempos, pueblos, grados jerárquicos de los
individuos, especialicé mi problema, las respuestas se convirtieron en nuevas
preguntas, investigaciones, suposiciones y verosimilitudes: hasta que acabé por
poseer un país propio, un terreno propio, todo un mundo reservado que crecía y
florecía, unos jardines secretos, si cabe la expresión, de los que a nadie le era
lícito barruntar nada... ¡Oh, qué felices somos nosotros los que conocemos, presuponiendo
que sepamos callar durante suficiente tiempo!...
3. Cita de los versos 3.781-3.782 del Fausto; palabras dichas por el Espíritu
Maligno a Gretchen mientras ésta asiste al funeral en la catedral.
4. Este escrito de Nietzsche parece haberse perdido. Uno de los fragmentos póstumos,
de la primavera-verano de 1878, dice lo siguiente: «De niño vi a Dios en
su gloria.-Primer escrito filosófico sobre la génesis del demonio (Dios se piensa
a sí mismo, pero sólo puede hacerlo mediante la representación de su antítesis).
Tarde melancólica. Función religiosa en la capilla de Pforta, lejanos sonidos de
órgano.
Por ser de una familia de pastores [protestantes], temprana visión de la limitación
intelectual y anímica, de la capacidad de trabajo, de la soberbia, de lo decoroso.
»
4
El primer estímulo para divulgar algo de mis hipótesis acerca del origen de la
moral me lo dio un librito claro, limpio e inteligente, también sabihondo, en el
cual tropecé claramente por vez primera con una especie invertida y perversa de
hipótesis genealógicas, con su especie auténticamente inglesa, librito que me
atrajo ––con esa fuerza de atracción que posee todo lo que nos es antitético,
todo lo que está en nuestros antípodas. El título del librito era El origen de los
sentimientos morales; su autor, el doctor Paul Rée 5; el año de su aparición,
1877. Acaso nunca haya leído yo algo a lo que con tanta fuerza haya dicho no
dentro de mí, frase por frase, conclusión por conclusión, como a este libro; pero
lo hacía sin el menor fastidio ni impaciencia. En la obra antes mencionada, en la
cual estaba trabajando yo entonces, me referí, con ocasión y sin ella, a las tesis
de aquél, no refutándolas –– ¡qué me importan a mí las refutaciones! ––, sino,
cual conviene a un espíritu positivo, poniendo, en lugar de lo inverosímil, algo
más verosímil, y, a veces, en lugar de un error, otro distinto. Como he dicho, fue
entonces la primera vez que yo saqué a luz aquellas hipótesis genealógicas a
...