LUDWIG FEUERBACH
esther_vallejo122 de Noviembre de 2011
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LUDWIG FEUERBACH
Y EL FIN DE LA FILOSOFIA CLASICA ALEMANA
F. ENGELS
Strauss, Baur, Stirner, Feuerbach, eran todos, en la medida que se mantenían dentro del terreno filosófico,
retoños de la filosofía hegeliana. Después de su "Vida de Jesús" y de su "Dogmática", Strauss sólo cultiva ya
una especie de amena literatura filosófica e histórico-eclesiástica, a lo Renán; Bauer sólo aportó algo en el
campo de la historia de los orígenes del cristianismo, pero en este terreno sus investigaciones tienen
importancia; Stirner siguió siendo una curiosidad, aun después que Bakunin lo amalgamó con Proudhon y
bautizó este acoplamiento con el nombre de «anarquismo». Feuerbach era el único que tenía importancia como
filósofo. Pero la filosofía, esa supuesta ciencia de las ciencias que parece flotar sobre todas las demás ciencias
específicas y las resume y sintetiza, no sólo siguió siendo para él un límite infranqueable, algo sagrado e
intangible, sino que, además, como filósofo, Feuerbach se quedó a mitad de camino, por abajo era materialista
y por arriba idealista; no liquidó críticamente con Hegel, sino que se limitó a echarlo a un lado como inservible,
mientras que, frente a la riqueza enciclopédica del sistema hegeliano, no supo aportar nada positivo, más que
una ampulosa religión del amor y una moral pobre e impotente.
Pero de la descomposición de la escuela hegeliana brotó además otra corriente, la única que ha dado
verdaderos frutos, y esta corriente va asociada primordialmente al nombre de Marx.
También esta corriente se separó de filosofía hegeliana replegándose sobre las posiciones materialistas. Es
decir, decidiéndose a concebir el mundo real —la naturaleza y la historia— tal como se presenta a cualquiera
que lo mire sin quimeras idealistas preconcebidas; decidiéndose a sacrificar implacablemente todas las
quimeras idealistas que no concordasen con los hechos, enfocados en su propia concatenación y no en una
concatenación imaginaria. Y esto, y sólo esto, es lo que se llama materialismo. Sólo que aquí se tomaba
realmente en serio, por vez primera, la concepción materialista del mundo y se la aplicaba consecuentemente
—a lo menos, en sus rasgos fundamentales— a todos los campos posibles del saber.
Esta corriente no se contentaba con dar de lado a Hegel; por el contrario, se agarraba a su lado revolucionario,
al método dialéctico, tal como lo dejamos descrito más arriba. Pero, bajo su forma hegeliana este método era
inservible. En Hegel, la dialéctica es el autodesarrollo del concepto. El concepto absoluto no sólo existe desde
toda una eternidad —sin que sepamos dónde—, sino que es, además, la verdadera alma viva de todo el mundo
existente. El concepto absoluto se desarrolla hasta llegar a ser lo que es, a través de todas las etapas
preliminares que se estudian por extenso en la "Lógica" y que se contienen todas en dicho concepto; luego, se
«enajena» al convertirse en la naturaleza, donde, sin la conciencia de sí, disfrazado de necesidad natural,
atraviesa por un nuevo desarrollo, hasta que, por último, recobra en el hombre la conciencia de sí mismo; en la
historia, esta conciencia vuelve a elaborarse a partir de su estado tosco y primitivo, hasta que por fin el
concepto absoluto recobra de nuevo su completa personalidad en la filosofía hegeliana. Como vemos en Hegel,
el desarrollo dialéctico que se revela en la naturaleza y en la historia, es decir, la concatenación causal del
progreso que va de lo inferior a lo superior, y que se impone a través de todos los zigzag y retrocesos
momentáneos, no es más que un cliché del automovimiento del concepto; automovimiento que existe y se
desarrolla desde toda una eternidad, no se sabe dónde, pero desde luego con independencia de todo cerebro
humano pensante. Esta inversión ideológica era la que había que eliminar. Nosotros retornamos a las
posiciones materialistas y volvimos a ver en los conceptos de nuestro cerebro las imágenes de los objetos
reales, en vez de considerar a éstos como imágenes de tal o cual fase del concepto absoluto. Con esto, la
dialéctica quedaba reducida a la ciencia de las leyes generales del movimiento, tanto el del mundo exterior
como el del pensamiento humano: dos series de leyes idénticas en cuanto a la esencia, pero distintas en cuanto
a la expresión, en el sentido de que el cerebro humano puede aplicarlas conscientemente, mientras que en la
naturaleza, y hasta hoy también, en gran parte, en la historia humana, estas leyes se abren paso de un modo
inconsciente, bajo la forma de una necesidad exterior, en medio de una serie infinita de aparentes casualidades.
Pero, con esto, la propia dialéctica del concepto se convertía simplemente en el reflejo consciente del
movimiento dialéctico del mundo real, lo que equivalía a poner la dialéctica hegeliana cabeza abajo; o mejor
dicho, a invertir la dialéctica, que estaba cabeza abajo, poniéndola de pie. Y, cosa notable, esta dialéctica
materialista, que era desde hacía varios años nuestro mejor instrumento de trabajo y nuestra arma más afilada,
no fue descubierta solamente por nosotros, sino también, independientemente de nosotros y hasta
independientemente del propio Hegel, por un obrero alemán: Joseph Dietzgen.
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Con esto volvía a ponerse en pie el lado revolucionario de la filosofía hegeliana y se limpiaba al mismo tiempo
de la costra idealista que en Hegel impedía su consecuente aplicación. La gran idea cardinal de que el mundo
no puede concebirse como un conjunto de objetos terminados, sino como un conjunto de procesos, en el que
las cosas que parecen estables, al igual que sus reflejos mentales en nuestras cabezas, los conceptos, pasan
por una serie ininterrumpida de cambios, por un proceso de génesis y caducidad, a través de los cuales, pese a
todo su aparente carácter fortuito y a todos los retrocesos momentáneos, se acaba imponiendo siempre una
trayectoria progresiva; esta gran idea cardinal se halla ya tan arraigada, sobre todo desde Hegel, en la
conciencia habitual, que expuesta así, en términos generales, apenas encuentra oposición. Pero una cosa es
reconocerla de palabra y otra cosa es aplicarla a la realidad concreta, en todos los campos sometidos a
investigación. Si en nuestras investigaciones nos colocamos siempre en este punto de vista, daremos al traste
de una vez para siempre con el postulado de soluciones definitivas y verdades eternas; tendremos en todo
momento la conciencia de que todos los resultados que obtengamos serán forzosamente limitados y se hallarán
condicionados por las circunstancias en las cuales los obtenemos; pero ya no nos infundirán respeto esas
antítesis irreductibles para la vieja metafísica todavía en boga: de lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo
idéntico y lo distinto, lo necesario y lo fortuito; sabemos que estas antítesis sólo tienen un valor relativo, que lo
que hoy reputamos como verdadero encierra también un lado falso, ahora oculto, pero que saldrá a la luz más
tarde, del mismo modo que lo que ahora reconocemos como falso guarda su lado verdadero, gracias al cual fue
acatado como verdadero anteriormente; que lo que se afirma necesario se compone de toda una serie de
meras casualidades y que lo que se cree fortuito no es más que la forma detrás de la cual se esconde la
necesidad, y así sucesivamente.
El viejo método de investigación y de pensamiento que Hegel llama «metafísico» método que se ocupaba
preferentemente de la investigación de los objetos como algo hecho y fijo, y cuyos residuos embrollan todavía
con bastante fuerza las cabezas, tenía en su tiempo una gran razón histórica de ser. Había que investigar las
cosas antes de poder investigar los procesos. Había que saber lo que era tal o cual objeto, antes de pulsar los
cambios que en él se operaban. Y así acontecía en las Ciencias Naturales. La vieja metafísica que enfocaba los
objetos como cosas fijas e inmutables, nació de una ciencia de la naturaleza que investigaba las cosas muertas
y las vivas como objetos fijos e inmutables. Cuando estas investigaciones estaban ya tan avanzadas que era
posible realizar el progreso decisivo consistente en pasar a la investigación sistemática de los cambios
experimentados por aquellos objetos en la naturaleza misma, sonó también en el campo filosófico la hora final
de la vieja metafísica. En efecto, si hasta fines del siglo pasado las Ciencias Naturales fueron
predominantemente ciencias colectoras, ciencias de objetos hechos, en nuestro siglo son ya ciencias
esencialmente ordenadoras, ciencias que estudian los procesos, el origen y el desarrollo de estos objetos y la
concatenación que hace de estos procesos naturales un gran todo. La fisiología, que investiga los fenómenos
del organismo vegetal y animal, la embriología, que estudia el desarrollo de un organismo desde su germen
hasta su formación completa, la geología, que sigue la formación gradual de la corteza terrestre, son, todas
ellas, hijas de nuestro siglo.
Pero, hay sobre todo tres grandes descubrimientos,
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