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La Calle De Las Esmeraldas


Enviado por   •  19 de Marzo de 2013  •  2.764 Palabras (12 Páginas)  •  396 Visitas

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UNIVERSIDAD SIMON BOLIVAR

EXTENCIÓN CÚCUTA

FACULTAD DE PSÍCOLOGIA

Taller sobre la lectura de:

Alumna:

Diana Bonilla Bravo

Código: 20131228748

Profesor:

Francisco Espinel

Asignatura:

Competencias

Comunicativas I

MARZO 2013

Las famosas crónicas de Ximénez

José Joaquín Jiménez

© Derechos Reservados de Autor

La calle de "las esmeraldas"

La calleja es sórdida. Encaramada sobre las primeras ondulaciones de la serranía, se recorta en horizonte opaco y tedioso, al llegar a la carrera cuarta. Sigue de allí hacia arriba, ya no la misma, cambiada de tono y ambiente, y va a perderse en hirviente conglomerado de cloacas, desdibujada y pecaminosa, por la falda de Guadalupe. Hacia abajo, es como escalerilla de vicio. El suelo, cubierto de piedrecillas insignificantes. Las casas, maltrechas en su simetría por la pendiente, van rebajando estatura, hasta tenderse, mansas, somnolientas, sobre la carrera 5a., que avergonzada recibe su avalancha de gritos torvos, de trifulcas y grescas, de palabrería obscena y descomedida. Vaho de alcohol barato. Borrachera de la medianoche. Triunfo de la manopla y la emboscada.

No tiene ningún edificio petulante. Todos los suyos, hacinados contra la tierra, perennemente tristes, oscuros en sus habitaciones, aun a pleno sol, muestran igual pesadumbre melancólica. Un colorín de churriguera, la plasma de pendones en los trajes de sus concubinas. Colores varios, estrambóticas modas. Pintura en las ojeras. Risa sonámbula en las bocas desfallecidas, donde el trabajo del cianuro tronchó la selva nevada de la dentadura saludable. Los cuerpos flácidos, ululantes de martirio, gimientes bajo el cilicio de las caricias apagadas. Los cabellos enmarañados como ruinas. Las manos, nudosas, de opaco color pálido. La piel, marcada por cárdenas señales infecciosas. y un amplio hedor de podredumbre, que lo colma todo y todo lo embadurna.

María Isabel es pequeñita y fue grácil. Airoso cuerpo, 15 años en decadencia. Los ojillos aún vivaces. La risa fresca. Viste traje de olán transparente que le ciñe las formas con túnica de desnudeces. Calza unas chanclas, sobre cuya suela fue tamizando residuos el pie menudo. Los brazos, trigueños y acariciantes, muestran las huellas de las vacunas y las viruelas. Es tolimense. Hay en su persona diminuta cierta movilidad de playa y de palmera. Cárdenas ojeras le adornan de círculos sonrojantes el rostro pícaro. Su lenguaje modula canciones distantes. Aires armoniosos de la tierra.

Su vida, como la de muchas otras, se concretó a la fuga, después del primer pecado. Llegó a Bogotá, vestida también de holán cándido. Vagó por las calles en busca de sustento. La sorprendió la noche Sonámbula, bajo el romántico cobijo de la luna, y fue a dar a la calle 3a., a su pecado ya su vicio, que ella no comprende y del cual no recibe más que raciones pequeñitas como ella, tras largas horas de martirizado ejercicio.

Son más de doscientas las que allí viven. Se Ten de todos los tipos. Rubias, trigueñas, flacas, robustas, jóvenes y viejas. Forman sociedad de disputas y de pendencias. Se levantan al crepúsculo y se acuestan a la madrugada, sin dejar que los rayos del sol les tibien los andrajos y les desinfecten las covachas. En la medianoche, ahítas de licor bárbaro, desenfrenadas de desgracia, miserables de alegría, lanzan sus gritos y sus palabrotas. Son aguerridas. La faca y el puñal hallaron siempre seguro abrigo en sus senos. Cuando se juran la guerra, no hay quién las detenga. Es un rebaño de pecados mortales, tímido, ensombrecido, asfixiado por el ambiente.

María Isabel me cuenta que la inspección sanitaria departamental o, según entiende ella, la gobernación del departamento, ha dispuesto que todas las mujeres habitantes de la calle se muden de barrio. «Mañana», me afirma, «nos botarán nuestros trastos. y no tenemos adónde ir. En ninguna parte de la ciudad se nos admite. Las agencias de arrendamientos tienen en nosotras sus mejores víctimas. Una casa que para cualquier persona vale $40 al mes, se nos da a nosotras en $80 o más mensuales. Los circuitos de habitación para las mujeres de nuestra clase están muy limitados en la ciudad. Casi no tenemos ya dónde vivir. y si se nos diera un barrio, por más apartado que fuese, allá iríamos. Pero se nos pretende botar ala calle. Así como estamos, enfermas, sin recursos, sin dineros.” .

Cuatro a cinco compañeras de María Isabel se asoman a la ventanuca y ratifican lo dicho por ella.

La una es Carmen Díaz, de Honda. La otra, Cristina Marín, santandereana, en cuyos ojos hay un fulgor extraño. La otra, Claudina Bohórquez, pura india boyacense, y la última, Belarmina Blanco, costeña, delgaducha, casi tísica, tan acabada y enferma la pobre, que apenas puede moverse. Todas cuatro muestran un desaliño sofocante. Los trajes sucios. El cabe110 enmarañado, las bocas plenas de tufillo barato. Calzan todas las clásicas chancletas, y por quererse expresar todas a un tiempo, forman soberbia algarabía, que hace necesaria la intervención del policial de vigilancia.

Son reclusas de una de las casas principales de la cuadra. Como si dijera, la mercancía más oronda y codiciada. Al verlas así, abatidas, tristes, es justo pensar que en lugar de lanzarlas a la calle, las autoridades de higiene debieran recluirlas a todas en un hospital.

Más arriba, hacia la carrera cuarta, por la derecha, está la habitación de Encarnación González. Sola, porque su genio arisco impídele cualquier compañía femenina, la González ocupa un cuartucho lóbrego y oscuro. Los cinco metros escasos del tugurio encierran un camastro, recalcitrante en sedas fofas, olorosas a pachulí, dos silletas trajinadas por el uso. Un tocador elegante, lleno de mimos y detalles, y una viñeta de la Virgen, en la repisa de tono oscuro, sobre la cual nunca falta una bujía de cinco centavos, en perenne consunción de luz.

Encarnación hace la historia del chisme. La

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